Los hombres no saben lo que están hablando cuando dicen que en la manera en que se reparten los nacimientos reside una gran injusticia.
Está el que afirma con firmeza: «Si hay una justicia, ¡¿cómo puede un niño entonces nacer lastrado con una enfermedad hereditaria?! El inocente niño está siendo obligado a compartir la carga de los pecados de los padres.».
Está el otro que sostiene: «Un niño nace en la opulencia; el otro, en acerba pobreza y necesidad. ¡¿Cómo puede uno en tal caso creer en la existencia de una justicia?!».
O si no: «Suponiendo que los padres deban ser castigados, aun así, no está bien que ello se haga por medio de la enfermedad y la muerte de un niño. El niño, en tal caso, estaría sufriendo injustamente.».
Estos y discursos parecidos circulan por miles entre la humanidad. Incluso personas que buscan en serio se devanan a menudo los sesos al respecto.
Con la simple explicación de «los inescrutables caminos de Dios, que llevan todo a buen término» no queda eliminado el deseo de saber por qué. Para uno darse por satisfecho con semejante aclaración, está obligado a capitular y a aceptarla sin pensar o a suprimir de inmediato toda pregunta que le venga a la mente, por considerarla injusta.
¡Y eso no es lo que se quiere! Con preguntas encuentra uno el camino correcto. La pasividad en el pensar y la forzosa represión de interrogantes hacen recordar la esclavitud. ¡Dios, sin embargo, no quiere esclavos! Él no quiere ese sometimiento apático, sino veneración libre y con conocimiento de causa. Sus magnificentes y sabias disposiciones no necesitan ser envueltas en un velo de misteriosa oscuridad; al contrario, la excelsa e intangible grandeza y perfección de éstas aumenta cuando nos resultan evidentes con toda claridad. Inmutables e incorruptibles, con proporcionada impasibilidad y constancia, las mismas realizan su eterno operar de forma incontenible. Y les tiene sin cuidado la protesta o la aprobación de los hombres, así como su ignorancia; antes bien, a cada cual le devuelven en forma de frutos maduros y graduado hasta en sus más sutiles matices aquello que el sujeto en cuestión ha plantado en la siembra.
«Los molinos de Dios muelen despacio pero siempre fino» dice ese tan acertado refrán sobre la actividad de este incondicional efecto recíproco en la Creación entera, cuyas inmutables leyes llevan en sí la justicia de Dios y la ejecutan. Es como una corriente que puede discurrir a chorros, fluir continuamente o volverse un torrente, y que se vierte sobre todos los hombres, sin importar si les es de su agrado o no, o si se abren a ello o le hacen resistencia. Obligados están a aceptarlo, como el merecido castigo y perdón, o la justa recompensa por medio del encumbramiento.
Si uno de aquellos que refunfuñan o que albergan dudas pudiera tan solo una vez echar un vistazo a ese constante trajín y ajetreo en el plano etéreo que, permeado y sustentado de un riguroso espíritu, atraviesa la Creación entera, La abarca, Le sirve de soporte y es parte de Ella, y que, rebosante de vida y actividad, se asemeja a un telar divino que jamás se detiene, ese tal quedaría enseguida mudo de vergüenza y, consternado, se daría cuenta de cuánta presunción encierran sus palabras. La impasible sublimidad y constancia que se revelan ante sus ojos lo obligan a postrarse en el polvo. ¡Cuán pequeño se había imaginado a Dios! ¡Y qué tremenda grandeza encuentra en Sus obras! Y es entonces que se da cuenta de que, con sus más excelsos términos terrenales, lo único que estaba haciendo era intentar degradar a Dios y menoscabar la perfección de la gran obra con el vano empeño de encuadrarla en la mezquina estrechez creada por el cultivo del intelecto, que jamás podrá elevarse por encima de tiempo y espacio. El hombre no debe olvidar que está ubicado en la obra de Dios, que él mismo es parte de dicha obra y que, por ende, siempre estará incondicionalmente sometido a las leyes que la gobiernan.
Esta obra, empero, no solo abarca las cosas visibles a los ojos terrenales, sino también el mundo etéreo, que lleva en sí la mayor parte de la existencia humana propiamente dicha y de la actividad del hombre. Las vidas terrenales constituyen tan solo una pequeña parte de esto, pero son siempre importantes puntos de inflexión.
El nacimiento terrenal constituye siempre tan solo el inicio de una fase especial de la existencia entera del hombre, mas no es el comienzo de ésta.
Cuando el hombre comienza como tal su recorrido por la Creación, se encuentra libre y no tiene hilos del destino, los cuales salen al mundo etéreo y, fortaleciéndose por el camino cada vez más –a través de la fuerza de atracción de las especies afines–, se cruzan y se entretejen con otros y repercuten retroactivamente en su artífice –con el cual permanecen ligados–, trayendo así el destino o karma. Los efectos resultantes de los hilos que están enviando al mismo tiempo energía a su artífice en forma retroactiva se entrecruzan en un momento dado, con lo cual esos colores que, en un principio, estaban bien marcados adquieren otras tonalidades y producen imágenes combinadas y diferentes10. Los diferentes hilos constituyen el camino por el que regresan los efectos retroactivos, hasta que el artífice ya no ofrezca ningún punto de apoyo en su ser interior que le permita a la especie afin tener un asidero, o sea, hasta el momento en que ya no atienda este camino en su interior ni lo mantenga cuidado, con lo cual dichos hilos ya no podrán aferrarse, no podrán engancharse y, secos, habrán de desprenderse de él, ya sean de naturaleza buena o mala.
Es así como, por medio del acto volitivo que implica la decisión a actuar, todo hilo del destino cobra forma etérea y emprende un periplo, pero, no obstante, permanece anclado en el artífice y constituye así el camino seguro para las especies afines, fortaleciéndolas y, al mismo tiempo, recibiendo también de esa fuerza al retornar ésta al punto de partida. En este proceso radica la ayuda que reciben aquellos que aspiran al bien –como dice la promesa– o, por el otro lado, la particularidad de que «el mal, por fuerza, ha de generar más mal»11.
Ahora bien, los efectos retroactivos de estos hilos continuos que todo el mundo tiene, y a los que uno anuda nuevos hilos todos los días, son los que le traen a todo individuo su destino. Aquí queda descartada toda acción arbitraria, como también toda injusticia. El karma que una persona lleva en sí, y que da la impresión de ser algo que ha sido determinado de antemano y unilateralmente, es en realidad una obligada consecuencia del pasado de dicha persona, siempre que este pasado aún no haya cerrado su ciclo por medio del efecto recíproco.
El verdadero comienzo de la existencia de un ser humano es siempre bueno y, en el caso de muchos, también lo es el final. La excepción la constituyen aquellos que se pierden por causa de ellos mismos, cuando inicialmente, por decisión propia y personal, le extienden una mano al mal, que entonces los arrastra completamente a la perdición. Las vicisitudes se dan siempre en el tiempo intermedio, en el período del devenir y la maduración interiores.
De modo que siempre es el propio hombre quien le da forma a su vida futura. Es él quien proporciona los hilos y, por ende, determina el color y la hechura de las vestiduras que el telar de Dios habrá de tejer para él por medio del efecto recíproco.
Bien atrás en el pasado yacen a menudo las causas que desempeñan un rol decisivo en las circunstancias y el medio en los que nace un alma, así como en el período en el que, bajo su influencia, el muchacho hace su entrada como adulto en el mundo terrenal, para que entonces las mismas, durante este tiempo de actividad terrenal del alma, ejerzan constantemente su influencia y consigan lo que hace falta con vistas al cierre de los ciclos de esta alma, con vistas a su pulimento, al rechazo de aquello que no se corresponda con ella y a su formación ulterior.
Mas todo esto no tiene lugar por el niño nada más, sino que los hilos, automáticamente, son tejidos de manera que en lo terrenal también haya un efecto recíproco. Los padres le dan al hijo justo aquello que éste necesita para la continuación de su evolución, así como también el hijo a los padres, ya se trate de cosas buenas o malas; puesto que, como es lógico, para la continuación del desarrollo y para la ascensión es preciso también que la persona se libere del mal del que pueda ser culpable, y ello lo hace por medio de la vivencia de dicho mal, con lo cual lo reconoce como tal y lo rechaza. Y la oportunidad para que esto suceda la ofrece siempre el efecto recíproco. Sin este, el hombre jamás podría quedar verdaderamente libre de lo sucedido. De modo que en las leyes del efecto recíproco radica, cual gran regalo de la Gracia, el camino de la libertad o la ascensión. De ahí que en absoluto se pueda hablar de castigo. «Castigo» es una expresión errónea, toda vez que justo en ello reside el más formidable amor, en ello está la Mano del Creador, que es así extendida con vistas al perdón y la liberación.
La venida terrenal del hombre se compone de la procreación, la encarnación y el alumbramiento. La encarnación constituye la entrada propiamente dicha del hombre en la existencia terrenal12.
Miles son los hilos que contribuyen a la determinación de una encarnación. Pero incluso en estos sucesos de la Creación, siempre hay una justicia que, matizada hasta en lo más sutil, no deja de manifestarse e impele el adelanto de todos los implicados.
Con ello, el nacimiento de un niño pasa a ser algo mucho más sagrado, más importante y más preciado que lo que generalmente se ha supuesto. A fin de cuentas, con la entrada del niño en el mundo terrenal, tanto aquél como los padres e, incluso, los hermanos que pueda haber, al igual que otras personas que entren en contacto con este niño, resultan todos al mismo tiempo beneficiarios de una nueva y especial gracia del Creador, al recibir así oportunidad de progresar de una manera u otra. A través del necesario cuidado del niño al enfermar éste, y de grandes preocupaciones o pesares, se les puede estar dando a los padres la oportunidad de ganar espiritualmente, ya sea como remedio, como simple medio para alcanzar un fin o como efectiva redención de una antigua culpa, quizás incluso como redención adelantada de un karma inminente. Ya que a menudo se da el caso de que, con la sola puesta en práctica de la buena voluntad por parte de una persona, le es redimida a ésta por adelantado la grave enfermedad propia que debía alcanzarle en calidad de karma según la ley del efecto recíproco; ello sucede debido al cuidado abnegado de otro semejante o de su propio hijo, cuidado este que la persona en cuestión ha asumido por decisión propia. Al fin y al cabo, solo a través del sentir intuitivo y de la vivencia plena puede tener lugar una verdadera redención. Cuando se ejerce con verdadero amor el cuidado de alguien, la vivencia es a menudo aún más intensa que cuando es uno mismo el que está enfermo. Dicha vivencia es más profunda en la zozobra y el dolor que se siente ante la enfermedad del hijo o de un semejante a quien uno verdaderamente ve como su amado prójimo. Igual de profunda es la alegría ante su mejoría. Y únicamente esta fuerte vivencia estampa firmemente sus huellas en la intuición, en lo espiritual del hombre, cambiándolo así y cortando, con esta transformación, hilos del destino que, de otra manera, lo hubieran tenido que alcanzar. Al haber sido cortados o haberse desprendido por ya no encontrar asidero, estos hilos se recogen cual gomas elásticas en el sentido contrario, en la dirección de los puntos de congregación etéreos de las especies afines, atraídos por la fuerza de atracción de dichas especies, fuerza esta que, en lo adelante, es la única que ejerce sobre ellos su poder atrayente. Con ello queda descartada la posibilidad de seguir ejerciendo una influencia sobre la persona cambiada, toda vez que ya no existen las vías conectoras al efecto.
Es así como hay miles de maneras diferentes de redención de este tipo cuando una persona asume espontáneamente y de buen grado alguna obligación hacia otros, por amor o por el pariente de este, la conmiseración.
En este sentido, Jesús, con Sus parábolas, nos ha mostrado los mejores ejemplos. De la misma manera que con Su sermón de la montaña y todos los demás discursos llamó la atención de forma bien clara sobre los buenos resultados de semejantes prácticas. En tales ocasiones, siempre habló del «prójimo» e indicó así la mejor vía de redimir el karma y de ascender de la forma más sencilla y más fiel a la vida. «Ama al prójimo como a ti mismo», exhortaba, dando así la llave de la puerta de toda ascensión. Para ello no es necesario que siempre se trate de una enfermedad. Los hijos y su necesario cuidado y crianza ofrecen de la manera más natural tantas posibilidades que éstas entrañan todo lo que en realidad solo puede ser visto como redención. Y por eso es por lo que los hijos traen bendiciones, independientemente de cómo nazcan y se desarrollen.
Eso que es válido para los padres también lo es para los hermanos y para todos aquellos que tengan mucho contacto con niños. También ellos tienen posibilidades de ganar a través del nuevo poblador terrenal, al poner pacientemente su esfuerzo y prestar su esmerada ayuda de diferentes formas, ya sea tan solo desechando malos atributos o cosas por el estilo.
El niño, empero, recibe una ayuda que nada tiene que envidiarle a la que reciben los otros. Con su nacimiento, todo individuo está obteniendo la posibilidad de avanzar un enorme tramo en el camino que conduce a las alturas. Cuando esto no pasa, la culpa la tiene él mismo. De ahí que todo nacimiento haya de verse como un bondadoso regalo de Dios que es repartido de forma pareja. Asimismo, aquel que no tiene hijos propios y recoge a un niño ajeno no recibe menos bendiciones que los otros, sino más, debido a la acción de la adopción, si es que ésta se realizó por el bien del niño y no por satisfacción propia.
Ahora bien, en el caso de una encarnación común y corriente, la atracción de las especies espiritualmente afines desempeña un papel destacado, producto de su participación en el efecto recíproco. Atributos que son considerados algo heredado no son en realidad heredados, sino que son meramente atribuibles a dicha fuerza de atracción. No hay nada espiritual que se herede de la madre o del padre, puesto que el niño es un individuo tan completo e independiente como lo son aquéllos, sólo que lleva en sí especies afines a través de las cuales se ha visto atraído.
Mas dicha fuerza de atracción de las especies afines no es lo único que resulta determinante en la encarnación, sino que hay otros hilos continuos del destino que también tienen voz y voto en la cuestión. Estos son hilos a los que el alma por encarnar está atada, y que puede que de alguna forma estén conectados a un miembro de la familia a la que el alma es llevada. Todo ello juega un papel, ejerce un efecto atrayente y acaba provocando la encarnación.
Ahora, la cosa cambia cuando un alma asume voluntariamente una misión, a fin de ayudar a ciertas personas en específico o de colaborar en una labor de ayuda destinada a toda la humanidad. En tal caso, esa alma también está aceptando de antemano lo que le pueda pasar en la Tierra, con lo cual resulta igual de injustificado el alegar injusticia en un caso así. Y está claro que, como consecuencia del efecto recíproco, dicha alma habrá de recibir su recompensa por ello, si es que todo acontece en abnegado amor, el cual, por otra parte, no está pensando en la recompensa. En familias en las que hay enfermedades hereditarias, encarnan almas que, debido al efecto recíproco, necesitan de estas enfermedades para su redención, su depuración o su avance.
Estos hilos de carácter conducente y sustentador no permiten en absoluto que se dé una encarnación errónea, o sea, una encarnación injusta. Los mismos descartan todo tipo de error en la cuestión. Ello equivaldría al intento de nadar contra una corriente que, con férreo e inamovible ímpetu, sigue el curso que le ha sido fijado y descarta desde un inicio cualquier resistencia, de modo que ni siquiera es posible hacer el intento. Ahora, cuando se tiene en cuenta meticulosamente sus propiedades, semejante corriente solo prodiga bendiciones.
Y todo es tomado en cuenta también en el caso de las encarnaciones voluntarias en las que, por voluntad propia, se asume enfermedades con vistas a alcanzar un objetivo determinado. Si a lo mejor el padre, o la madre, se echó a cuestas una culpa que implica dicha enfermedad –así haya sido tan solo por no haber observado las leyes naturales, las cuales exigen una absoluta consideración al mantenimiento de la salud del cuerpo físico que a uno le ha sido confiado–, el dolor sentido al ver esta enfermedad presentarse también en el hijo lleva en sí una expiación que conduce a la depuración, siempre y cuando dicho dolor sea sentido de verdad.
Citar ejemplos específicos no serviría de gran ayuda, ya que, debido a los múltiples enredos de los hilos del destino, cada nacimiento arrojaría un nuevo cuadro, diferente a los otros, e incluso las especies afines han de mostrarse en miles de variaciones, producto de los sutiles matices de los efectos recíprocos con todas sus mezclas.
Sólo voy a dar un simple ejemplo: Una madre ama a su hijo de modo tal que, haciendo uso de todos los medios, le impide a éste que se case y la deje. Continuamente ata a su hijo a sí misma. Un amor así es falso, puramente egoísta e interesado, aunque la madre esté, en su opinión, dándolo todo para que la vida terrenal del hijo sea lo más bella posible. Con su amor interesado, se ha entrometido, sin razón, en la vida del hijo. Aquel que ama de verdad nunca piensa en sí mismo, sino únicamente en lo que beneficia al ser amado, y rige su proceder según esto, así ello implique su propia renunciación a alguna cosa. Llega la hora en que la madre ha de abandonar esta vida. El hijo, entonces, queda solo. Para él ya pasó el momento en el que, llevado por ese gozoso entusiasmo que la juventud da, aún podía ir en pos del cumplimiento de sus deseos. Aun así, algo ha ganado de semejante situación, ya que, a través de la renunciación que la misma ha traído, alguna cosa habrá redimido. Puede tratarse de una especie afin que tiene su origen en una existencia anterior, con lo que de paso se ha evitado la soledad interior que se puede sentir en un matrimonio, soledad esta que, de lo contrario, le hubiera tocado padecer al casarse; o puede tratarse de alguna otra cosa. En todo eso sólo hay ganancia para él. La madre, en cambio, se ha llevado consigo al otro mundo su amor egoísta. Por consiguiente, la fuerza de atracción de especies afines la arrastra irresistiblemente a personas que poseen los mismos atributos, puesto que en su cercanía encuentra ella la posibilidad de sentir, a través de la vida intuitiva de dichas personas, una pequeña parte de su propia pasión, cada vez que aquéllas profesen su amor egoísta hacia otros. Esta alma queda así atada a lo terrenal. Cuando entonces se da una procreación en las personas en cuya proximidad constantemente se encuentra, acaba encarnando, producto del vínculo que trae el haberse atado espiritualmente a ellas. Y entonces se invierten los papeles. Como niño que ahora es, el alma en cuestión se ve obligada a padecer bajo los mismos atributos del padre o la madre y a sufrir lo mismo que le hizo sufrir a su hijo anteriormente. Pese a su deseo de ello y las oportunidades que se le ofrezcan, no consigue separarse del hogar paterno. De ese modo, cancela su deuda, al darse cuenta, por medio de esta vivencia, que semejantes atributos no son buenos, y al quedar así libre de ellos.
Por medio de la conexión con el cuerpo físico-terrenal, o sea, por medio de la encarnación, a todo individuo le es puesta una venda que le impide una visión panorámica de la existencia que tiene tras de sí. Como todo acontecer en la Creación, también esto es sólo por el bien del individuo en cuestión. En ello reside una vez más la sabiduría y el amor del Creador. Si todo individuo pudiera acordarse con exactitud de su existencia anterior, entonces, en su nueva vida terrenal, no pasaría de ser un mero observador pasivo, al margen de todo acontecer, convencido de estar así progresando, o de estar redimiendo algo –en lo que igualmente reside solo un progreso–. Mas justamente por ello no habría avance alguno para él, sino, antes bien, un enorme peligro de deslizarse hacia las profundidades. La vida terrenal debe ser vivida de verdad para que sirva de algo. Sólo aquello que es vivido interiormente con todas sus altas y bajas, o sea, sólo aquello que es sentido intuitivamente, puede considerarse algo que se ha quedado con uno. Si una persona siempre supiera de antemano y con toda exactitud y claridad la dirección que le trae provecho, entonces no tendría que sopesar ni decidir. De ese modo, le sería imposible, a su vez, ganar en fuerza y en independencia, las cuales le son absolutamente necesarias. Tal como están dadas las cosas, empero, el hombre asimila toda situación de su vida terrenal más auténticamente. Todo aquello que ha sido verdaderamente vivido estampa una impresión en la intuición, en lo imperecedero que el hombre se lleva consigo en su periplo como algo suyo, modificado ahora por estas impresiones. Mas ello es válido sólo para lo que ha sido vivido de verdad; todo lo demás se borra con la muerte terrenal. Lo vivido, en cambio, es y siempre será algo que él habrá ganado, como suma esclarecida de su vida terrenal. No todo lo aprendido puede considerarse algo vivido, sino sólo aquello de lo aprendido que uno haya hecho suyo por medio de vivencias. El fárrago sobrante de lo aprendido, por el cual muchos hombres sacrifican toda su existencia terrenal, queda atrás, como paja huera que es. Por eso todo instante de la vida hay que tomarlo con la mayor seriedad imaginable, a fin de que los pensamientos las palabras y las obras estén permeados de intenso calor vital y no caigan al nivel de costumbres vanas.
El niño recién nacido da la impresión de no saber nada en absoluto debido a la venda que se le ha puesto al encarnar, y es por ello por lo que también se le considera inocente. Sin embargo, a menudo trae consigo un tremendo karma que le ofrece posibilidades de redimir errores por medio de las vivencias. En el caso de los caminos terrenales predestinados, el karma no es más que la consecuencia de lo acontecido anteriormente. En el caso de las misiones, el karma es una asunción voluntaria a fin de alcanzar así el entendimiento y la madurez terrenales con miras al cumplimiento de la misión, ello en la medida en que aquél no sea parte de la misión propiamente dicha.
Por eso el hombre no debería volver a quejarse de injusticia en los nacimientos, sino que debería alzar agradecido la mirada hacia el Creador, Quien con todos y cada uno de los nacimientos no hace más que prodigar bendiciones.