Qué necios sois vosotros que una y otra vez os preguntáis si está bien que exista esa lucha en la Creación que vosotros sólo percibís como cruel. No sabéis que de esa forma os marcáis como calzonazos, como elementos dañinos para toda posibilidad de ascensión actual.
Acabad de despertar de esa inaudita blandenguería que no hace más que traer el hundimiento del cuerpo y del espíritu y que jamás encumbra.
Mirad a vuestro alrededor con ojos bien abiertos a lo que se os ofrece a la vista y no podréis menos que alabar esa gran fuerza motora que empuja a la lucha y, con ello, a la defensa, a ejercer cautela, a mantenerse despierto y a vivir. La misma protege a la criatura del abrazo de la pereza letal.
¿Acaso puede un artista alcanzar su cenit y mantenerlo si no practica constantemente y lucha por ello? Da igual en qué arte trabaje y cuán fuertes sean las facultades que posea. La voz de un cantante se debilitaría y perdería su constancia si éste no consigue hacer el esfuerzo de practicar y aprender todo el tiempo.
Un brazo sólo puede fortalecerse por medio del esfuerzo constante. Si amaina en este respecto, está condenado a perder fuerza. Y lo mismo sucede también con todo cuerpo y todo espíritu. Ahora, por voluntad propia ninguna persona lo va a hacer. Tiene que haber alguna imposición.
Si quieres tener salud, cuida de tu cuerpo y de tu espíritu. Es decir, mantenlos en intensa actividad.
Ahora, lo que el hombre hoy en día y desde siempre ha entendido por «cuidar» no es lo correcto. O bien por «cuidado» entiende dulce ociosidad, la cual de por sí encierra lo que debilita y paraliza, o, si no, practica este «cuidado» como cualquier otro deporte, unilateralmente; o sea, el cuidado se convierte en «deporte», en exageración unilateral y, por ende, en frívolo y ambicioso exceso que para nada es digno de una seria humanidad. La verdadera humanidad tiene que mantener la vista puesta en el objetivo final, objetivo este que no es saltando, corriendo, cabalgando o manejando temerariamente que se puede alcanzar. Ni la humanidad ni la Creación en Su conjunto ganan nada con semejantes actuaciones individuales por las que tantas personas sacrifican a menudo la mayor parte de sus pensamientos, de su tiempo y de su vida terrenal.
Que semejantes excesos pudieran tener lugar es algo que demuestra cuán errado es el camino que la humanidad está siguiendo y cómo ésta, por su parte, encauza esta gran fuerza motriz en la Creación por falsos derroteros, desperdiciándola así en inútiles pasatiempos, cuando no llega incluso a causar daños, al impedir ese sano progreso para el cual están dados todos los medios en la Creación.
El cauce de las fuertes corrientes del Espíritu, las cuales tienen por finalidad fomentar la ascensión, es desviado de tal manera por los hombres en esa presunción humana suya que en lugar del impulso que se busca surgen atascos que actúan como obstáculos que, de manera retroactiva, intensifican la lucha y que, al acabar estallando, arrastran todo consigo a las profundidades.
En eso es en lo que el hombre, con sus vanos pasatiempos y sus ambiciones pretendidamente sabias, centra predominantemente sus esfuerzos hoy día, con lo cual actúa como perturbador de toda armonía en la Creación.
Hace mucho que el hombre hubiera caído en el perezoso sueño de la ociosidad –el cual por fuerza ha de venir seguido de la descomposición– si no fuera por la fortuna de que en la Creación aún queda este instinto de lucha que lo obliga a moverse pese a todo. De lo contrario, hace rato que hubiera llegado a la presuntuosa conclusión de que Dios tiene que satisfacer todas sus necesidades por medio de la Creación, como en el sueño del País de Cucaña. Y si alguna vez da las gracias por ello con una oración donde no toma parte su espíritu, su Dios tendría que darse por más que satisfecho, ya que, a fin de cuentas, hay muchos que no se Lo agradecen en absoluto.
Así es el hombre en realidad, y no de otra forma.
Él habla de crueldad en la naturaleza. Pero ni le pasa por la mente examinarse a sí mismo más que nada. Lo único que quiere es estar criticando.
En la lucha entre los animales sólo hay bendición, y nada de crueldad.
Uno no necesita más que observar a cualquier animal. Tomemos como ejemplo al perro. Mientras mayor es la consideración con la que el perro es tratado, más cómodo y más perezoso se vuelve éste. Si un perro se encuentra en el estudio de su amo e, incluso estando echado en lugares donde constantemente corre el riesgo de ser lastimado sin querer, como al lado de una puerta, etc., el amo se esmera por que no lo pisen o siquiera lo empujen, esto lo que hace es perjudicar al animal.
El perro, en corto tiempo, perderá su instinto de andarse con cuidado. Personas de «buen corazón» dirán con cariño y consentidoramente, y puede que, hasta conmovidas, que ese comportamiento del animal demuestra una indecible «confianza» por parte de éste: sabe que nadie le va a hacer daño. En realidad, empero, no se trata más que de una gran relajación de la facultad de «estar alerta» y de un fuerte retroceso de la actividad de su alma.
Ahora, si un animal se ve obligado a mantenerse en guardia todo el tiempo y a estar preparado para defenderse, entonces no sólo su alma estará y permanecerá despierta, sino que su inteligencia aumentará continuamente y el animal saldrá ganando en todos los aspectos. Así permanece vivo en todos los sentidos. ¡Y eso es progreso! Ese es el caso con toda criatura. De lo contrario, habrá de hundirse; ya que el cuerpo va perdiendo fortaleza poco a poco, se vuelve propenso a enfermarse con facilidad y pierde toda capacidad de resistencia.
Que el hombre tenga una actitud y un comportamiento hacia el animal completamente errados en todos los sentidos es algo que no habrá de resultarle motivo de asombro a un observador perspicaz, puesto que, a fin de cuentas, el hombre ha adoptado una postura totalmente equivocada respecto a todo, incluso respecto a sí mismo y a la Creación entera, causando así daños en todas partes en lugar de reportar beneficios.
Si hoy día ya no hubiera en la Creación ese instinto de lucha que tantos perezosos califican de cruel, la Creación se encontraría desde hace mucho en fase de descomposición y desintegración. Dicho instinto tiene aún un efecto sostenedor sobre cuerpo y alma, y no resulta destructor en absoluto, como puede parecer a primera vista. De lo contrario, no habría nada que mantuviera esta lenta materia física en movimiento y, con ello, sana y vigorosa, después de que el hombre, con su extravío, ha desviado lo que en realidad estaba destinado para ello, ese efecto vigorizante de la fuerza espiritual que todo lo atraviesa, cosa que ha hecho en una medida tan vergonzosa que dicha fuerza aún no puede trabajar de la manera que debería hacerlo (Ver disertaciones anteriores).
Si el hombre no hubiera fracasado en su cometido de tan mala manera, muchas cosas... todo sería muy diferente. Incluso eso que la gente llama «lucha» no existiría en esa forma en la que se manifiesta hoy día.
El instinto de lucha estuviera ennoblecido y espiritualizado, gracias a la voluntad humana que tiende a las alturas. Por medio de la influencia espiritual correcta, esos efectos originalmente brutales, en vez de intensificarse como es el caso hoy día, se hubieran transformado, con el tiempo, en el impulso colectivo y gozoso de la estimulación recíproca del desarrollo del otro, estimulación esta para la cual hace falta desarrollar la misma intensidad de fuerza que para la lucha más violenta. Eso sí, con la diferencia de que con la lucha viene el agotamiento, mientras que con la referida estimulación tiene lugar, por medio del efecto retroactivo, un aumento de la fuerza. Y con ello, en esta réplica de la Creación, en la que la voluntad espiritual del hombre es la que ejerce la más fuerte influencia, acabarían dándose las condiciones paradisíacas de la Creación propiamente dicha, para todas las criaturas, y ya no sería necesaria ninguna lucha ni la aparente crueldad. Estas condiciones paradisíacas, empero, no son el no hacer nada, sino que son sinónimo de la más intensa actividad y de verdadera vida, de una vida con plena conciencia personal.
Que dichas condiciones no puedan darse es culpa del espíritu humano. Al tocar este punto vuelvo siempre a hacer referencia a la crucial Caída del Hombre, la cual describo detalladamente en la disertación «Érase una vez»43.
Es únicamente el completo fracaso del espíritu humano en la Creación por medio del abuso de esa fuerza espiritual que se le ha cedido, al desviar los efectos hacia abajo en lugar de encauzarlos hacia las cumbres luminosas, lo que ha traído los viciados excesos de hoy día.
Hasta la facultad de darse cuenta del error ha perdido el hombre; la ha tirado por la borda. Así que decir algo más al respecto sería como hablar a oídos sordos. Quien verdaderamente quiera «oír» y sea capaz de buscar en serio encontrará en mi Mensaje todo lo que necesita. En todas partes aparece también la aclaración sobre ese gran fracaso que trajo consigo, en muchas formas, consecuencias de indecible gravedad. Ahora, aquel que es espiritualmente sordo, como es el caso de tantos, no hace sino reaccionar con esa risa inexpresiva de la falta de entendimiento que busca dar la impresión de saber, pero que en realidad no hace otra cosa que proclamar frívola superficialidad, la cual es sinónimo de la mayor estrechez de miras. Y aquel al que la estúpida risa de gente espiritualmente cerrada le cause alguna impresión tampoco vale nada. A casos así cabe aplicarles las palabras de Cristo: «¡Dejad que los muertos entierren a sus muertos!». Ya que quien está espiritualmente sordo y ciego ha de ser considerado como espiritualmente muerto.
Con su facultad, el espíritu humano podía haber convertido en Paraíso ese mundo terrestre que es una réplica de la Creación, cosa que no ha hecho, por lo cual, lo que ahora se le ofrece a la vista es el mundo tal como ha quedado por causa de la acción torcedora de su erróneo obrar. Ahí está la clave. Así que ahora no vilipendiéis, en falsa blandenguería, un suceso tan importante como lo es la lucha en la naturaleza, la cual compensa algo necesario que el hombre ha descuidado. Dejad el atrevimiento de darle a esa untuosa blandenguería vuestra el nombre de «amor», al cual el hombre tanto gusta de atribuir sus debilidades. La falsedad y la hipocresía pasan inevitablemente cara factura.
Por eso, ¡ay de ti, hombre!, carcomida chapuza que eres de tu presunción, caricatura de lo que deberías ser.
Contemplad con ecuanimidad eso que acostumbráis a llamar naturaleza: las montañas, los lagos, los bosques, las praderas; en todas las épocas del año. Los ojos se le llenan a uno de tanta belleza que ve. Y ahora reflexionad: eso que es capaz de alegraros tanto y que os ayuda a reponer energías son los frutos de una actividad de todo lo sustancial, que en la Creación se encuentra por debajo de lo espiritual, de cuya fuerza podéis disponer.
Ahora mirad los frutos de vuestra actividad, los frutos de vosotros, que sois espirituales y que, por razón de ello, contáis con muchas más facultades, pero que justo por esa causa tendríais que obtener también resultados más elevados que lo sustancial, que os ha precedido.
¿Qué es lo que veis? Nada más que un frío remedo de todo lo que lo sustancial ya ha conseguido, pero nada de una continuación del desarrollo en pos de una altura ideal en lo que es vida y, por ende, en la Creación. Con instintos creadores completamente anquilosados, la humanidad trata de copiar formas mecánicamente, de la manera más baja, mientras que si, con espíritu libre y consciente, tuvieran la vista puesta en lo divino, serían capaces de formar cosas completamente diferentes, cosas mucho más grandiosas.
Esa grandeza que solo dimana del espíritu libre los hombres la han contrarrestado sacrílegamente, y es por eso por lo que, fuera de imitaciones infantiles, no pueden conseguir más que máquinas, construcciones y técnica. Y todo esto tal como ellos mismos son: atado a lo terrenal, de condición inferior, hueco y muerto.
Esos son los frutos que los hombres, siendo espirituales, pueden comparar con la actividad de lo sustancial. Así es como han cumplido el cometido del espíritu en esta Poscreación que se les ha dado al efecto.
¿Cómo pretenden ahora sobrevivir al ajuste de cuentas? En vista de ello, ¿puede ser motivo de asombro para alguien que, con su apego a lo bajo, a los hombres inevitablemente haya de quedarles cerrado el acceso al excelso Paraíso? ¿Puede todavía extrañarle a alguien que ahora lo sustancial, llegada la etapa final, destruya completamente, por medio del efecto recíproco, esa obra tan mal dirigida por el espíritu humano? –
Cuando ahora, por causa de esa incapacidad que habéis demostrado, todo colapse sobre vuestras cabezas, tapaos el rostro y daros cuenta, llenos de vergüenza, de la gran culpa que os habéis echado a cuestas. No tratéis, una vez más, de culpar a vuestro Creador por ello o de tildarlo de cruel, de injusto.
En cuanto a ti, buscador, sométete a un examen de conciencia con seriedad y sin miramientos, y trata después de ajustar por completo todo tu pensar y tu sentir, de hecho, todo tu ser, y de colocarlo sobre una base espiritual, la cual no habrá de tambalearse más, como ha sido el caso hasta ahora con la base intelectual, que, de ese modo, resultó tremendamente limitante. Aquel que no lo consiga será reprobado por toda la eternidad. –