En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


54. La inmaculada concepción y el nacimiento del Hijo de Dios

Con las palabras «inmaculada concepción» no se está haciendo referencia solamente a lo corporal, sino, más que nada, como con tantas cosas en la Biblia, se está aludiendo a lo puramente espiritual. Sólo a aquel que vea y reconozca al mundo espiritual como algo que de verdad existe y que opera de forma viva le es posible hallar la llave del entendimiento de la Biblia, entendimiento que es lo único capaz de hacer que la Palabra cobre vida. Para todos los demás seguirá siendo un libro de siete sellos.

Una inmaculada concepción desde el punto de vista corporal es toda concepción que tiene lugar como resultado del amor puro y en sentida veneración por el Creador, y en la cual el instinto sexual no constituye la base fundamental, sino que se limita a desempeñar el papel de fuerza colaboradora.

En realidad, este suceso es tan raro que se justifica el resaltarlo de manera especial. La garantía de que los instintos sexuales fueran relegados a un segundo plano se logró con la Anunciación –la cual, por esa razón, es mencionada de forma especial–, ya que, de otro modo, hubiera faltado un eslabón en la cadena del acontecer natural y de la rigurosa colaboración con el mundo espiritual. Por medio de la guía espiritual, la virgen María, quien en todo caso ya estaba dotada de todos los dones necesarios para poder cumplir su elevado cometido, entró, en el momento señalado, en contacto con personas que habían ahondado profundamente en las revelaciones y las profecías sobre la venida del Mesías. Ésta fue la primera preparación en la Tierra que empujó a María al camino de la verdadera meta y que la familiarizó con todo aquello en lo que ella misma habría de jugar un papel tan importante, sin que ella estuviera consciente de ello en ese momento.

La venda que llevan los elegidos se les va retirando con cuidado y poco a poco, para evitar adelantarse al desarrollo necesario; ya que todos los estadios intermedios han de ser vividos de verdad para acabar haciendo posible el cumplimiento. Un conocimiento prematuro de la misión propiamente dicha dejaría lagunas en el desarrollo que más tarde dificultarían el cumplimiento. Al tenerse la vista puesta constantemente en el objetivo final, surge el riesgo de precipitarse en pos de éste, pasando así por alto o viviendo solo ligeramente muchas cosas que tienen que ser vividas con absoluta seriedad para lograr el cumplimiento del verdadero mandato. El hombre, empero, sólo puede vivir con seriedad lo que en ese momento ve como la verdadera tarea de su vida. Así también fue en el caso de María.

Cuando entonces llegó el día en que ella ya se encontraba preparada tanto exterior como interiormente, en un momento de pleno reposo y equilibrio interior recibe el don de la clarividencia y la clariaudiencia, es decir, su ser interior se abre al mundo de naturaleza diferente y ella vive la Anunciación descrita en la Biblia. Con ello la venda cae y María entra en su misión con conocimiento de causa.

La Anunciación fue para María una vivencia espiritual tan formidable y tan estremecedora que desde ese momento llenó por completo toda su vida interior. En lo adelante María se mantuvo orientada en la sola dirección de tener el privilegio de esperar una excelsa gracia divina. Semejante estado del alma era lo que la Luz buscaba con la Anunciación, para, desde un inicio, relegar en sumo grado las mociones de los bajos instintos y crear el suelo en el que pudiera surgir un recipiente terrenal puro (el cuerpo de la criatura) para la inmaculada concepción espiritual. Gracias a esta extraordinariamente fuerte actitud interior de María, la posterior concepción corporal que había de tener lugar en obediencia a las leyes naturales fue una concepción «inmaculada».

María traía consigo todos los dones necesarios para su cometido, o sea, ya antes de nacer había sido elegida para ser la madre terrenal de Jesús, la madre del Portador de la Verdad que estaba por venir, cosa que no es difícil de entender cuando se tiene algún conocimiento del mundo espiritual y de las amplias ramificaciones de su actividad, la cual se extiende a lo largo de millares de años en la preparación de todo gran acontecimiento.

Con ese feto en formación que, bajo semejantes circunstancias, se estaba desarrollando como el más puro de los receptáculos, estaban dadas las condiciones terrenales para una «concepción espiritual inmaculada», la encarnación, que tiene lugar a mitad del embarazo.

Ahora bien, aquí no se trata de una de las muchas almas o chispas espirituales que aguardan por la oportunidad de una encarnación y que con miras a su desarrollo quieren o tienen que pasar por una vida terrenal, y cuyo cuerpo (o vestido) etéreo está más o menos impuro, es decir, manchado, con lo cual la conexión directa con la Luz queda enturbiada y en ocasiones totalmente interrumpida. Aquí se trata de todo una parte de la pura esencia de Dios que por amor le fue dada a la humanidad, la cual andaba extraviada en la oscuridad, una parte lo suficientemente fuerte como para no permitir jamás que la conexión directa con la Luz Primordial quedara interrumpida. Esto trajo como resultado una íntima conexión entre la Divinidad y la humanidad por medio de este solo Individuo que se asemejaba a un pilar resplandeciente de pureza y fuerza inagotables en el que a todo lo bajo le resultaba imposible hallar asidero. Fue así también como surgió la posibilidad de transmitir la Verdad de forma inalterada, la Verdad extraída directamente de la Luz, así como la fuerza para esos actos que parecían milagros.

El relato de las tentaciones en el desierto muestra como los esfuerzos de las corrientes oscuras por manchar la pureza de intuición quedaron neutralizados sin poder causar daño alguno.

De modo que, tras la concepción corporal inmaculada de María, fue posible que a mitad del embarazo tuviera lugar la encarnación proveniente directamente de la Luz, y ello con una fuerza que no dio oportunidad a que se diera algún enturbiamiento en los estadios intermedios entre la Luz y el vientre materno, o sea, con una fuerza que trajo consigo una «concepción espiritual inmaculada» también.

Por eso es totalmente correcto el hablar de que en la procreación de Jesús tuvo lugar tanto corporal como espiritualmente una concepción inmaculada, sin que para ello sea necesario burlar alguna ley de la Creación, o cambiarla, o darle una nueva forma para este caso en particular.

El hombre no debe pensar que aquí hay una contradicción por el hecho de que se había prometido que el Salvador nacería de una virgen.

Dicha contradicción la trae meramente la errónea interpretación de la palabra «virgen» en la promesa. En el caso del uso que se le da a dicha expresión en la promesa, no se trata de un concepto estrecho, y mucho menos de la opinión de algún Estado sobre lo que significa esta palabra, sino que sólo puede tratarse de un gran concepto en términos humanos.

El modo de ver limitado no puede menos que constatar el hecho de que, ya de por sí, un embarazo y un nacimiento, por no hablar de la procreación, excluyen lo que normalmente se entiende por virginidad. No es a eso, empero, a lo que se refiere la promesa. Lo que se pretende decir con ésta es que Cristo iba obligadamente a ser el primer hijo de una virgen, o sea, de una mujer que nunca había sido madre. En una mujer así todos los órganos que resultan necesarios para el desarrollo del cuerpecito humano son virginales, o sea, no han sido jamás usados de esa manera anteriormente; de ese vientre jamás ha salido un niño. Esa es la única explicación posible en una profecía tan trascendental como esa, ya que toda promesa solo puede cumplirse dentro de la absoluta lógica de las leyes operantes de la Creación y también solo puede ser dada sobre la base de esta fiable previsión37.

De modo que en la promesa lo que se está dando a entender es que se trata del «primer hijo»; de ahí que se haya hecho la distinción entre virgen y madre. Otra distinción aparte de esa no hay, ya que los conceptos de virgen y señora solo han surgido por obra de las instituciones puramente estatales o sociales del matrimonio, las cuales no son tomadas en cuenta en modo alguno en semejante promesa.

En vista de la perfección de la Creación como obra de Dios, el acto de procreación resulta absolutamente necesario; ya que, desde los tempranos inicios de la Creación, la omnisciencia del Creador lo ha organizado todo en Ella de tal forma que no hay nada que sobre o que resulte superfluo. Aquel que abrigue semejante pensamiento, está diciendo con ello que la obra del Creador no es perfecta. Lo mismo es válido para aquel que sostenga que el nacimiento de Cristo tuvo lugar sin la procreación que el Creador le ha prescrito a la humanidad y que es lo normal. Tiene que haber ocurrido lo que es lo normal, una procreación con un ser humano de carne y hueso. También en este caso.

Todo ser humano que esté debidamente consciente de ello alaba así al Creador y Señor más que esos que quieren dar cabida a otras posibilidades. Los primeros ponen así una confianza tan inquebrantable en la voluntad de Dios que, de acuerdo a su convicción, en las leyes producidas por Él resulta completamente imposible alguna excepción o modificación. Y esa fe es la más grande de las dos. Aparte de eso, todo lo demás habla absolutamente a favor de ello. Cristo se volvió hombre terrenal. Con esa decisión, Él estaba obligado a someterse también a las leyes que Dios ha querido poner para la reproducción físico-material, ya que la perfección de Dios condiciona esto.

Si en respuesta a esto se alega que «para Dios nada es imposible», se puede decir que semejante comentario tan soterrado no es satisfactorio; ya que en semejante dicho se quiere dar a entender otra cosa que lo que tantas personas se imaginan en su comodidad. A fin de cuentas, solo basta decir que la imperfección, la falta de lógica, la injusticia, la arbitrariedad y muchas otras cosas son imposibles para Dios, y con ello ya se rechaza el texto de esta frase según el concepto que normalmente se le atribuye. También se puede razonar que, si en ese sentido nada es imposible para Dios, Él pudiera, con un solo acto volitivo, haber convertido en creyentes a todos los hombres de la Tierra. En tal caso no hubiera necesitado exponer a Su Hijo, por medio de la encarnación, a la infelicidad terrenal y a la crucifixión, y ese tremendo sacrificio se hubiera evitado. Pero el hecho de que haya sucedido así da fe de la inexorabilidad de las leyes divinas en la Creación, que han estado operantes desde el comienzo mismo hasta nuestros días y en las que, por su perfección, resulta imposible cualquier intervención violenta para hacer algún cambio.

A ello alguien empecinado ciegamente en discutir podría replicar, porfiado, que fue voluntad de Dios que sucediera como sucedió. Eso está correcto, pero de ninguna manera constituye una prueba de lo contrario, sino en realidad un reconocimiento de la argumentación anterior, siempre y cuando uno deje a un lado la más ingenua interpretación y siga la más profunda explicación que todas las frases espirituales requieren sin falta.

Fue voluntad de Dios. Pero eso nada tiene que ver con un acto arbitrario; al contrario, ello no representa otra cosa que una confirmación de las leyes instauradas por Dios en la Creación –leyes estas que contienen Su voluntad– y el consiguiente ajuste incondicional a dichas leyes, las cuales no permiten excepción ni elusión. De hecho, es justo a través de la necesidad de su cumplimiento que la voluntad de Dios se evidencia y actúa.

De ahí que Cristo, para cumplir Su misión, tuviera obligadamente que someterse a todas las leyes naturales, o sea, a la voluntad de Su Padre. Y Su vida entera es prueba de que Él hizo todo eso: Su nacimiento normal, Su desarrollo, el hecho de que Él también sintió hambre y cansancio, Su Sufrimiento y, por último, Su muerte en la cruz. A todo lo que un cuerpo terrenal humano está sometido estuvo sometido Él también. ¿Por qué ahora va a ser diferente justo con la procreación, cuando no hay ninguna necesidad para ello? La naturalidad no empequeñece en absoluto la misión del Salvador; todo lo contrario, es justo esa naturalidad la que la hace más grande aún. Como tampoco María, con su excelso llamado, ha sido menos agraciada por esa razón.

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