En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


53. Yo soy el Señor, tu Dios

¿Dónde están las personas que de verdad se ocupen de este mandamiento, el más excelso de todos? ¿Dónde está el sacerdote que lo enseñe de manera pura y veraz?

«¡Yo soy el Señor, tu Dios!; ¡no tendrás otros dioses aparte de Mí!». Estas palabras han sido dadas de manera tan clara y tan categórica que no debería ser posible en absoluto que se diera una alteración de las mismas. Cristo también hizo alusión repetidas veces a ellas de manera clara y precisa. Tanto más lamentable resulta que millones de personas las pasen descuidadamente por alto y se entreguen a cultos que se oponen sobremanera a este mandamiento, el más excelso de todos. Lo peor de todo es que desacatan este mandamiento de su Dios y Señor con el fervor de quien tiene fe en lo que hace, en la falsa creencia de estar honrando a Dios con esta evidente transgresión de Su mandamiento, y de serLe grato con ello.

Ese gran error sólo puede mantenerse vivo en una fe ciega, donde todo examen queda excluido; ya que la fe ciega no es otra cosa que irreflexión y pereza espiritual por parte de semejantes personas, las cuales son como esos remolones y dormilones que tratan de postergar lo más que puedan la hora de despertarse y levantarse del lecho, ya que ésta trae consigo deberes cuyo cumplimiento rehúyen. Todo esfuerzo les resulta un fastidio. A fin de cuentas, es mucho más cómodo que otros trabajen y piensen por uno.

Pero el que deja que otros piensen por él les está dando a ésos poder sobre su persona, se está rebajando a la esclavitud y está regalando así su libertad. Dios, empero, le ha dado al hombre la libre determinación, la facultad de pensar y de sentir intuitivamente, y, como es natural, tiene a cambio la potestad de pedir cuentas por todo lo que esta facultad de libre determinación arrastre consigo. Él buscaba hombres libres con ello, y no esclavos.

Resulta lamentable cuando el hombre, por holgazanería, se convierte en esclavo desde el punto de vista terrenal; terribles, empero, son las consecuencias cuando él se degrada espiritualmente al extremo de convertirse en abúlico adepto de doctrinas que contradicen los precisos mandamientos de su Dios. De nada les sirve que al sentir escrúpulos una que otra vez, tratan de silenciarlos con la disculpa de que al final son las personas que han introducido extravíos en estas doctrinas las que tendrán que cargar con la mayor responsabilidad. En sí ello es correcto, pero, aparte de eso, el individuo es especialmente responsable de todo lo que él piense y haga. Nada de ello se le puede dejar pasar; ni siquiera la más mínima cosa.

Aquel que no ejercite de manera plena y en todo su alcance las facultades de pensar y sentir intuitivamente que le han conferido, se estará haciendo reo de culpa.

No es pecado, sino una obligación, que todo ser humano que llegue al momento del despertar de su madurez, madurez con la cual asume la responsabilidad de todo lo concerniente a su persona, se ponga a reflexionar también sobre lo que se le ha enseñado hasta ese momento. Si entonces aparece algo con lo que él no logre hacer armonizar sus sentimientos intuitivos, no tiene por qué aceptarlo ciegamente como algo correcto. Con ello no hace sino dañarse a sí mismo, como quien ha hecho una mala compra. Aquello que él no pueda conservar por convicción, tiene que dejarlo, puesto que, de lo contrario, su pensar y su obrar se convierten en fingimiento.

Aquel que prescinda de algo realmente bueno porque no lo puede entender no es ni remotamente tan digno de reprobación como aquellos que sin convicción se meten en un culto que no entienden del todo. Todo obrar y pensar que dimane de esa ignorancia va a ser vacío, y de semejante vacuidad no se da ningún buen efecto recíproco, dado que en la vacuidad no hay base viva para algo bueno. De ese modo, se convierte en un fingimiento que equivale a blasfemia, ya que con ello uno está tratando de simular ante Dios algo que no tiene, sentimientos intuitivos vivos. Ello hace del practicante alguien despreciable, un proscrito.

En cuanto a los millones de personas que irreflexivamente se entregan a cuestiones que directamente contradicen los mandamientos de Dios, se trata de gente que, pese a que puede que se dedique a estas prácticas imbuida de cierto fervor, se encuentran atadas con toda seguridad y están completamente excluidas de una ascensión espiritual.

Solo la libre convicción posee vida y puede, por tanto, crear algo vivo. Semejante convicción, empero, solo puede despertar por medio de un examinar riguroso y de un análisis hecho con la intuición interior. Donde exista la más mínima falta de comprensión, ¡de dudas ni hablar!, jamás podrá surgir la convicción.

Solo la comprensión total y sin lagunas es sinónimo de convicción, que es lo único que posee valor espiritual.

Resulta doloroso –y lo digo con toda franqueza– contemplar cómo en las iglesias las masas se persignan, se inclinan y se arrodillan de forma irreflexiva. Semejantes autómatas no pueden ser contados entre las personas pensantes. La señal de la cruz es la señal de la Verdad y, por ende, un símbolo de Dios. Aquel que hace uso de este símbolo de la Verdad sin que al mismo tiempo su ser interior sea, en ese momento, veraz en todo respecto, sin que al mismo tiempo su sentir intuitivo esté plenamente sintonizado con la Verdad absoluta, estará haciéndose reo de culpa. Para semejantes personas sería cien veces mejor que no hicieran esa persignación y que la dejaran para momentos en que toda su alma esté sintonizada con la Verdad, es decir, con Dios mismo y Su voluntad; ya que Dios, su Señor, es la Verdad.

Ahora, resulta idolatría y una franca violación del más sagrado de todos los mandamientos de su Dios rendirle a un ícono el honor que sólo Le corresponde a Dios.

Se ha dicho de manera explícita: «¡Yo soy el Señor, tu Dios, y no tendrá otros dioses aparte de Mí!». Conciso, claro y sin ambages; sin admisión de la más mínima desviación. También Cristo hizo referencia de manera bien particular a la necesaria observancia de este mandamiento. Fue de manera intencionada y significante que justo ante los fariseos lo nombró la ley suprema, o sea, la ley que bajo ninguna circunstancia puede ser quebrantada o alterada de forma alguna. Semejante designación dice al mismo tiempo que todo lo bueno y toda muestra de fe que se pueda hacer no llega a adquirir pleno valor si este mandamiento supremo no es observado de forma absoluta; dice incluso que todo depende de ello.

A manera de ejemplo, consideremos por una vez y completamente desprovistos de prejuicios la veneración de la custodia. Con semejante adoración muchas personas están poniendo de manifiesto una contradicción con el claro mandamiento supremo.

¿Acaso la persona espera que Dios baje a esa hostia cambiable, siendo ésta entonces la aclaración de por qué le adjudica honores divinos, o que con la consagración de semejante hostia Dios se vea obligado a descender a ella? Lo uno es tan impensable como lo otro. De la misma manera que no porque se consagre esa hostia se puede crear así una conexión directa con Dios; ya que el camino que conduce hasta Él no es tan simple ni tan fácil. Y a los hombres o los espíritus humanos no les es posible en absoluto recorrerlo hasta el final.

Cuando una persona se postra ante una figura de madera, la otra ante el Sol, la otra ante una custodia, todas ellas violan así la suprema ley de Dios si en ello están viendo a la Divinidad, o sea, si en ello ven al Dios vivo en persona y, por ende, esperan directamente de ese objeto de su adoración gracia y bendición divinas. Es en semejante suposición, expectación y sensación incorrectas que radica la verdadera transgresión; es en ello que reside la idolatría manifiesta.

Y a menudo semejante idolatría es practicada por adeptos de muchas religiones con sentido fervor, si bien de diferentes maneras.

Sin embargo, a aquella persona que cumpla con el deber que dimana de sus facultades, el deber de la reflexión seria, se le ha de plantear inevitablemente un conflicto en este punto, conflicto que sólo podrá silenciar violentamente, y únicamente de vez en vez, a través del error de una fe ciega, como el holgazán que con el sueño de la pereza descuida los deberes que le trae la nueva jornada. La persona seria, empero, intuirá sin falta que primero que nada tiene que tratar de hallar claridad en lo tocante a todo aquello que le sea sagrado.

¡¿Cuántas veces no dijo Jesús que los hombres debían vivir en conformidad con Sus enseñanzas a fin de sacarles provecho a éstas, es decir, a fin de poder alcanzar la ascensión espiritual y la vida eterna?! Las palabras «vida eterna», ya de por sí, expresan vitalidad espiritual, y no pereza espiritual. Con esa alusión al vivir en conformidad con Su doctrina, Él estaba alertando expresa y claramente contra una aceptación apática de esta doctrina, por ser semejante aceptación algo erróneo e inútil.

Por ley natural, uno sólo puede vivir algo cuando hay una convicción, y no de otra manera. La convicción, empero, presupone un entendimiento cabal; el entendimiento, por su parte, una intensa reflexión y un examen personal. Uno tiene que sopesar las doctrinas con sus propios sentimientos intuitivos. De ello se desprende que una fe ciega es algo totalmente incorrecto. Todo lo incorrecto, empero, puede conducir fácilmente a la destrucción, al declive, pero jamás a la ascensión. La ascensión equivale a la liberación de toda presión. Mientras exista una presión que se haga sentir en algún lugar, no se puede hablar de una liberación o redención. Lo que no se entiende, empero, es una presión, la cual no va a desaparecer hasta que el punto de presión o laguna sea eliminado por medio del entendimiento cabal.

La fe ciega siempre será sinónimo de falta de comprensión; por ende, jamás podrá ser convicción y, claro está, jamás podrá traer liberación o redención. Las personas que se han constreñido en una fe ciega no pueden estar espiritualmente vivas. Entre ellas y los muertos no hay ninguna diferencia, y su valor es nulo.

Si una persona se pone a pensar como es debido y, observando con detalle y serenidad todos los sucesos, los concatena de manera lógica, por sí sola va a adquirir la convicción de que Dios, con Su pureza perfecta, no puede venir a la Tierra, de acuerdo a lo dispuesto por Su propia voluntad creadora.

Esta pureza y perfección absolutas, o sea, justamente los atributos de lo divino, descartan la posibilidad de un descenso a la materia. La diferencia es demasiado grande como para que sea posible una conexión directa sin tomar en cuenta de forma rigurosa las necesarias transiciones al efecto que las esferas intermedias de lo sustancial y lo material presuponen. Ahora, la única manera de respetar dichas transiciones es a través de una encarnación, como sucedió con el Hijo de Dios.

Ahora bien, como Éste regresó al Padre, o sea, retornó a Su origen, Él está, de ese modo, de vuelta en lo divino y, con ello, está tan separado de lo terrenal como lo demás que mora en esa esfera.

Cualquier excepción en este respecto implicaría una alteración de la divina voluntad creadora y ello, a su vez, pondría de manifiesto una falta de perfección.

Pero como la perfección resulta indisociable de la Divinidad, no queda otra posibilidad: Su voluntad creadora es perfecta, que es lo mismo que decir que es inalterable. Si los hombres igualmente fueran perfectos, entonces todos y cada uno de ellos tendría, por definición, que seguir el mismo camino que los otros.

Solo la imperfección permite diferencias.

Y es justamente en el cumplimiento de las perfectas leyes divinas que el Hijo de Dios, tras Su «regreso al Padre», queda, como Éste, privado de la posibilidad de estar personalmente en la materia, o sea, de descender a la Tierra; ello, en todo caso, no Le es posible sin que medie una encarnación, conforme a las leyes de la Creación.

Es por esa razón por la que toda adoración divina de alguna cosa material en la Tierra tiene por fuerza que ser considerada una transgresión de la ley suprema de Dios; toda vez que sólo al Dios vivo Le pueden corresponder honores divinos, y Éste, debido justamente a Su divinidad, no puede hallarse en la Tierra.

En cuanto al cuerpo físico-material del Hijo de Dios, dicho cuerpo también tiene que ser puramente terrenal, de conformidad con esa perfección de Dios que reside en Su voluntad creadora, y, por consiguiente, tampoco puede ser calificado o visto como divino33.

Todo lo que esté en contradicción con esto pone en entredicho, como es lógico, la absoluta perfección de Dios y, por consiguiente, tiene que estar incorrecto. Ello constituye innegablemente un infalible rasero para la verdadera fe en Dios.

Ya otra cosa es el mero simbolismo. Todo símbolo cumple la buena finalidad que tiene, que es la de servir de ayuda, siempre y cuando sea verdaderamente visto como tal; ya que el dejar reposar la vista en él ayuda a muchas personas a una mayor y más intensa concentración. Al ver el símbolo de su religión, a muchos se les hace más fácil el dirigir de manera pura sus pensamientos hacia el Creador, sea cual fuere el nombre con que Éste Se les hace entendible. Por eso sería un error dudar del alto valor de costumbres y simbolismos religiosos; lo que sí no se puede hacer es caer en la adoración y devoción del objeto como tal.

Ahora bien, como Dios en persona no puede venir a la Tierra, queda exclusivamente por el espíritu humano el elevarse a lo espiritual-sustancial, de donde proviene. A fin de mostrar el camino que conduce allí fue que lo divino descendió a la Tierra a través de una encarnación, puesto que sólo en lo divino reside la Fuerza Primordial de La que puede dimanar la Palabra Viva. Pero el hombre no debe imaginarse que lo divino permanece en la Tierra para que toda persona, tan pronto sienta deseo de ello, pueda inmediatamente ser beneficiaria de gracia de manera especial. Para la concesión de la gracia están las diamantinas leyes de Dios en la Creación, cuyo acatamiento es lo único que puede traer esta gracia. ¡Que se rija por ellas todo aquel que quiera ascender a las cumbres luminosas!

Nadie debe comparar al Dios perfecto con un rey terrenal, que, en su imperfecto parecer terrenal, puede, con veredictos dictados por sus jueces igualmente imperfectos, consumar actos de gracia arbitrarios. Algo así no resulta posible con la perfección del Creador y con Su voluntad, la cual es indisociable de Su persona.

El espíritu humano debe acabar de acostumbrarse a la idea de que él mismo tiene que esforzarse y poner todo empeño en alcanzar la gracia y el perdón y acabar de cumplir en este respecto ese deber suyo que perezosamente ha pasado por alto. El hombre ha de sobreponerse y trabajar en sí mismo si es que no quiere caer en la oscuridad de los condenados. Confiar en su Salvador quiere decir confiar en las palabras de Éste, hacer que lo que Él dijo cobre vida por medio de los actos. Ninguna otra cosa puede servir de ayuda; la fe vacía no le servirá de nada. Creer en Él no significa otra cosa que creerle. Todo aquel que no se sirva diligentemente de la soga que se le ha puesto en la mano con la palabra del Hijo de Dios, a fin de subir a las alturas, estará irremediablemente perdido.

Si el hombre verdaderamente quiere tener a su Salvador, entonces tiene que acabar de sobreponerse de una vez y animarse a la actividad y el obrar espirituales –los cuales no tienen por único fin las ventajas y placeres terrenales–, y tiene que tratar de elevarse hasta Él. No puede tener la arrogancia de esperar que su Salvador descienda hasta él. El camino que conduce allí se lo da la Palabra. Dios no va a correr, suplicante, detrás de los hombres porque éstos, al formarse una falsa idea de Él, se extravíen y tomen caminos equivocados. Tan cómoda no es la cosa. Pero dado que ese modo de ver tan absurdo se ha anidado en muchas personas, por medio de un erróneo parecer, la humanidad va a tener primero que aprender a temerle a su Dios, cuando, a través del inevitable efecto recíproco que trae una fe cómoda y muerta, se den cuenta de que Su voluntad es firme en su perfección y no se deja doblegar. Aquel que no se amolde a las leyes divinas sufrirá daños o hasta será triturado, como también les tiene que acabar pasando a aquellos que practiquen la idolatría de rendir devoción divina a aquello que no lo es. El hombre está obligado a alcanzar la comprensión; puesto que el Salvador aguarda por él, pero no va a ir a buscarlo.

La fe, o mejor dicho, la ilusión que la mayor parte de la humanidad tiene, está obligada a fracasar y tiene incluso que conducir a la miseria y la perdición, ya que dicha fe está muerta y no alberga verdadera vida.

Así como Cristo limpió el templo de los cambistas, de la misma manera tienen los hombres primero que ser espoleados de modo que pierdan toda esa pereza en el pensar y el sentir que tienen hacia su Dios. Pero aquel que no quiera otra cosa, que siga durmiendo tranquilamente y estirándose con gusto en el suave lecho de ese engaño de sí mismo de que es correcta su fe al no reflexionar mucho y de que a fin de cuentas el meditar es un pecado. Terrible será su despertar, el cual está más cerca de lo que él se imagina. Según su pereza, así recibirá.

¿Cómo puede una persona que crea en Dios y que haya meditado sobre Su esencia y Su grandeza y que por sobre todas las cosas tenga conocimiento de la perfecta voluntad de Dios y de cómo ésta está presente en la Creación en las operantes leyes naturales, cómo puede semejante persona esperar que, enteramente en contra de esas leyes divinas del obligado efecto recíproco, sus pecados le sean perdonados por medio de alguna penitencia impuesta? Ni siquiera al Creador Le sería esto posible, dado que las leyes de creación y de evolución que dimanan de Su perfección encierran en sus solos efectos la recompensa o el castigo, que, como resultado del operar completamente automático de dichas leyes, le sobrevienen al espíritu humano a través de la maduración y la cosecha de la siembra buena o mala de éste, lo cual tiene lugar con una justicia inalterable.

Cualquiera que sea la volición de Dios en un momento dado, cada uno de estos nuevos actos volitivos tendrá que encerrar siempre la misma perfección y no podrá, por tanto, contener la más mínima desviación de los actos volitivos que le han precedido; antes bien, habrá de concordar con éstos en todo respecto. Por razón de la perfección de Dios, todo, pero absolutamente todo tiene por fuerza que seguir el mismo camino. De modo que un perdón que no sea a través del cumplimiento de las leyes divinas que radican en la Creación y por las que el camino de todo espíritu humano está obligado a pasar, si éste quiere llegar al Reino de Dios, resulta cosa imposible, como también lo es, por ende, todo perdón inmediato.

¿Cómo puede alguien que razone esperar algún tipo de desviación? A fin de cuentas, ello sería un marcado empequeñecimiento de su Dios perfecto. Cuando Cristo, durante su vida terrenal, le dijo a este o a aquel, «tus pecados te son perdonados», no se equivocó en absoluto al hablar así, ya que en la súplica seria y la fe firme estaba la garantía de que la persona en cuestión iba, en lo adelante, a vivir conforme a las enseñanzas de Cristo, y que, de ese modo, debía de acabar alcanzando el perdón de los pecados, ya que con ello se estaba ajustando debidamente a las leyes divinas de la Creación y ya no se les oponía más.

Si ahora una persona le impone a otra, a discreción suya, alguna penitencia, para entonces declarar sus pecados como liquidados, se está engañando a sí misma como también a ese que acudió a ella en busca de ayuda, da igual si este engaño es consciente o inconsciente, y se está poniendo inescrupulosamente por encima de la Divinidad.

¡Si los hombres quisieran de una vez formarse una idea más natural de su Dios!; una idea más natural de Ése a cuyos actos volitivos la naturaleza viva agradece su existencia. Pero en su falsa creencia se forman una idea de Él que es puro espejismo, cuando Él es cualquier cosa menos eso. Es justo en esa natural perfección o perfecta naturalidad de Dios, como Fuente Primordial de toda existencia y como punto de partida de todo lo viviente, que Su grandeza es tan tremenda y, para un espíritu humano, inconcebible. Sin embargo, las proposiciones de muchas doctrinas encierran a menudo una violenta tergiversación y confusión, con lo cual se le dificulta innecesariamente al hombre el tener una fe pura, y en ocasiones se le imposibilita del todo, ya que éste se ve obligado a prescindir de toda naturalidad. ¡¿Y cuántas contradicciones increíbles no encierran muchas de estas doctrinas?!

Por ejemplo, muchas de ellas contienen como idea fundamental la omnisciencia y la perfección de la voluntad de Dios, así como de Su palabra, la cual dimana de dicha voluntad. Mas ello, por ley natural, tiene también que implicar una inmutabilidad que no puede ser desviada ni por un pelo, ya que la perfección no se concibe de otra manera. Sin embargo, las acciones de muchos representantes religiosos evidencian dudas en sus propias doctrinas, dado que las mismas están en directa contradicción con dichas doctrinas y, a través de hechos, niegan sus fundamentos de forma evidente. Puesto que, si se reflexiona ecuánimemente, uno no puede negar que cuestiones como la confesión y las penitencias que le acompañan a ésta, las indulgencias por dinero o por oraciones –las cuales se supone que traigan consigo el perdón inmediato– y otras costumbres similares son una negación de la voluntad divina que yace en las leyes de la Creación. Aquel que no razone de manera inconsistente y perdiendo toda base en la realidad no puede menos que ver en ello un absoluto empequeñecimiento de la perfección de Dios.

Como es perfectamente natural, la errónea suposición humana de poder ofrecer el perdón de los pecados y otros ataques similares contra la perfección de la voluntad divina tenían por fuerza que conducir a burdas excrecencias. ¿Cuánto más habrá de persistir esa necedad del hombre de creer poder tratar de manera tan sucia al Dios justo y a Su voluntad inmutable?

Cuando Jesús, como Hijo de Dios, les dijo a Sus discípulos en una ocasión, «a quienes ustedes les perdonen los pecados, sus pecados les serán perdonados», Él no estaba aludiendo a una autorización general a actuar arbitrariamente.

Eso, a fin de cuentas, hubiera sido lo mismo que echar por tierra la voluntad divina que yace en la inamovible fuerza de los efectos recíprocos, los cuales, en incorruptible, divina y por ende, perfecta justicia, llevan consigo de manera viva y activa la recompensa y el castigo. Ello hubiera sido equivalente a permitir una interrupción.

Jesús, que vino «a cumplir» las leyes, y no a echarlas por tierra, nunca hubiera podido hacer cosa así, ni jamás lo hizo.

Con esas palabras, Él estaba haciendo referencia a ese suceso con basamento legal en la voluntad divina que consiste en que una persona puede perdonarle a otra aquello que ésta le haya hecho de injusto personalmente. Como afectada, aquélla tiene el derecho y la potestad para ello, ya que, con el perdón sincero, al karma que, de lo contrario, había de desarrollarse con toda seguridad para el perpetrador se le corta la punta desde un inicio y se le despoja de toda su fuerza, y en este suceso vivo radica al mismo tiempo el verdadero perdón también.

Ello, empero, sólo puede partir de la persona del afectado y puede ir destinado únicamente al artífice o perpetrador; otra posibilidad no hay. Es por eso por lo que el perdón personal encierra tanta bendición y liberación cuando es sentido y dado sinceramente.

Por ley natural, alguien que no esté directamente involucrado queda excluido por los hilos del efecto recíproco y no puede intervenir de forma viva, o sea, de forma efectiva, ya que no tiene ningún tipo de conexión. En tales casos, sólo le es posible enviar una oración de intercesión, cuyo efecto, empero, siempre dependerá de la condición del alma de los que están directamente involucrados en el asunto en cuestión. Él personalmente está obligado a permanecer al margen y, por consiguiente, no puede traer el perdón. Ello está unicamente en la voluntad de Dios, la cual se manifiesta en las leyes de los justos efectos recíprocos, leyes estas contra las que Él mismo jamás actuaría, ya que las mismas, habiendo dimanado de Su voluntad, son perfectas desde un principio.

La justicia de Dios prescribe que, cualquier cosa que pase o que haya pasado, sólo el afectado puede perdonar este agravio, en la Tierra o, más tarde, en el mundo etéreo; de no tener lugar este perdón, todo el peso del efecto recíproco tendrá por fuerza que alcanzar al artífice, y con las implicaciones de dicho efecto queda entonces saldada la deuda. Ahora, estas implicaciones, al mismo tiempo, traerán consigo el perdón del afectado de una u otra forma que estará entretejida en las implicaciones, o el afectado en éstas. No existe otra posibilidad, ya que los hilos conectores no se desatan hasta que ello no ocurra. Esto no sólo constituye una ventaja para el artífice, sino también para el afectado, toda vez que, sin la concesión del perdón, el afectado queda tan incapacitado para ascender enteramente a la Luz como el artífice. Su falta de compasión lo retendría inevitablemente.

De modo que a ninguna persona le es posible perdonar pecados ajenos en los que ella misma no sea la afectada. Nada que no esté entretejido en el pecado en cuestión a través de un hilo viviente puede influenciar la ley del efecto recíproco; y dicho hilo viviente sólo puede ser generado por la circunstancia de estar directamente afectado. Únicamente el mejoramiento personal constituye el camino viviente que conduce al perdón34.

Las palabras «¡Yo soy el Señor, tu Dios!; ¡no tendrá otros dioses aparte de Mí!» deberían quedar grabadas en todo espíritu humano como con letras de fuego, a manera de protección natural contra toda idolatría.

Aquel que verdaderamente reconozca a su Dios en Su grandeza no puede menos que percibir toda acción desviada como un acto de blasfemia.

Un hombre puede y debe acudir a un sacerdote con el propósito de recibir instrucción, siempre que éste esté verdaderamente capacitado para dársela. Pero si alguien exige, con alguna acción o algún modo de pensar erróneo, empequeñecer la perfección de Dios, entonces debe apartarse de semejante persona; ya que un siervo de Dios no es al mismo tiempo un apoderado de Dios, que pudiera tener el derecho de exigir y de conceder en Su nombre.

También en este respecto existe una aclaración completamente natural y simple, que muestra sin rodeos el camino correcto.

Por definición, un apoderado de Dios no puede ser un ser humano, a menos que se tratara de un ser humano que proviniera directamente de lo divino, o sea, que llevara divinidad en su interior. Sólo semejante circunstancia implica plenos poderes.

Ahora, como el ser humano no es divino, resulta cosa imposible que él pueda ser un apoderado o representante de Dios. A ninguna persona se le puede transferir el poder de Dios, ya que este poder divino sólo radica en la divinidad misma.

Con su absoluta simpleza, esta lógica realidad excluye automáticamente y por entero toda elección humana de un vicario terrenal de Dios o la proclamación de un Cristo. En vista de ello, todo intento al efecto está condenado a recibir el sello de la imposibilidad.

De manera que en semejantes cuestiones queda fuera de toda consideración una elección o una proclamación por parte de los hombres, y lo único que cuenta es un encargo directo del propio Dios.

Las opiniones de los hombres no son lo determinante aquí. Por el contrario, éstas, a juzgar por todo lo ocurrido hasta ahora, siempre han estado muy lejos de la realidad y jamás han armonizado con la voluntad divina. Para quienes razonan resulta inconcebible con qué exaltación enfermiza los hombres tratan una y otra vez de ir más allá de su propio valer; ellos, que en su más elevada perfección espiritual sólo pueden alcanzar el nivel más bajo de lo consciente en lo espiritual-sustancial. Y encima, justo hoy día la gran mayoría de los hombres terrenales ni siquiera se diferencia gran cosa de los animales más desarrollados en lo tocante a sus sentimientos, su pensar y sus aspiraciones, fuera de que tienen un gran intelecto.

Cual insectos van de allá para acá y de aquí para allá en agitada actividad, como si la cuestión fuera alcanzar la meta más alta en desasosegado ajetreo. Sin embargo, tan pronto uno considera con mayor detenimiento y atención estas metas suyas, no tarda nada en evidenciarse la vacuidad y la futilidad de ese febril afán que en realidad no es merecedor de semejante diligencia. Y del caos de este hervidero brota la descabellada presunción de poder elegir, aceptar o rechazar a un enviado de Dios. Ello entraña un juicio de algo que jamás serán capaces de entender, a menos que ese algo que se encuentra más alto se incline hacia ellos a fin de hacerse entendible. Por doquier la gente hoy día habla de la ciencia, el intelecto y la lógica para sustentar sus argumentos, y sin embargo, aceptan los más burdos absurdos contenidos en tantas corrientes de la actualidad.

Con miles de ellos no vale la pena gastar palabras al respecto. Están tan predispuestos con relación a su saber que han perdido toda facultad de reflexionar sobre cualquier cosa de forma simple y sencilla. Lo que voy a decir va dirigido sólo a aquellos que hayan podido preservar la suficiente naturalidad como para desarrollar lo que es el propio discernimiento sano apenas les sea dada la directriz para ello, aquellos que no se adhieren ciegamente hoy a esta, mañana a aquella corriente de moda, solo para abandonarla de nuevo a la primera duda manifestada por algún ignorante.

Cuando uno reflexiona con ecuanimidad, no cuesta mucho darse cuenta de que una especie no puede dar origen a otra que sea de una naturaleza diferente a la suya. Para llegar a semejante conclusión son suficientes los más simples conocimientos de las ciencias naturales. Ahora, dado que las estribaciones de las leyes naturales en el mundo físico-material provienen de la viva Fuente Primordial de Dios, está claro que éstas han de estar presentes también en el camino que conduce de vuelta a Él, y ello con la misma imperturbable lógica y rigurosidad, sólo que se mostrarán de forma cada vez más pura y clara cuanto más se vayan acercando al punto de partida.

Como mismo el espíritu de un hombre no puede ser trasplantado a un animal en la Tierra, de manera que este animal vivo pueda así volverse persona, tampoco lo divino puede ser plantado en una persona. Jamás podrá desarrollarse otra cosa que aquello que el origen ha traído consigo. Cierto es que el origen permite, a través del desarrollo, diferentes tipos y formas de unión, como se puede ver en los injertos de árboles y en la conmixtión en las procreaciones, pero hasta los más pasmosos resultados tienen por fuerza que permanecer dentro del marco definido por el origen de los elementos básicos.

Una mezcla entre el hombre terrenal y el animal sólo puede mantenerse en los límites del cuerpo físico-material, ya que éste tiene su origen en el mismo tipo de materia. La diferencia de origen entre el ser interior del hombre y el del animal resulta imposible de ser salvada35.

Es imposible meter o sacar algo que esté por encima del origen propiamente dicho, o sea, que no esté contenido en el ser en cuestión, como sucede con la diferencia entre el origen espiritual del hombre y lo divino36.

Cristo, como Hijo de Dios, vino de lo Divino-Insustancial y llevaba en Su ser lo divino por razón de Su origen. Ahora, a Él Le hubiera resultado imposible transferir esta esencia divina viva a alguna otra persona que solo puede provenir meramente de lo espiritual-sustancial. Por consiguiente, Él no podía apoderar a nadie para realizar actos que solo le corresponden a lo divino, como, por ejemplo, el perdón de pecados. Éste sólo puede tener lugar a través de las implicaciones de los fundamentos volitivos divinos en la Creación presentes en los autoponderadores y precisos efectos recíprocos, en los cuales radica de manera viva y autoactiva la inalterable justicia del Creador, y ello con una perfección inconcebible para el espíritu humano.

De modo que un poder del Hijo de Dios para algún hombre sólo puede ser aplicable a cuestiones que sean humanas, conforme al origen del espíritu humano, y nunca a lo divino.

Desde luego que, en un final, el origen del hombre también puede, de una manera lógica, serle atribuido a Dios, pero dicho origen no está en Dios mismo, sino fuera de lo divino; es por ello por lo que el hombre proviene de Dios sólo de forma indirecta. He ahí la gran diferencia.

El poder necesario para desempeñar la función de vicario, por ejemplo, sólo puede radicar de manera automática en la misma genealogía directa. Esto es algo fácil de entender para cualquiera, pues un apoderado tiene que tener todas las aptitudes de quien le ha dado el poder, a fin de poder sustituirlo en el desempeño de un cargo o función. De modo que un apoderado tiene que venir directamente de lo Divino-Insustancial, como fue el caso de Cristo.

Si un ser humano, no obstante, acometiera esta empresa, no importa que lo haga de muy buena fe, la consecuencia natural sería que se pondría en evidencia que sus disposiciones no pueden tener ningún peso trascendental ni ninguna vitalidad más allá de lo puramente terrenal. Aquellos, empero, que vean en él algo más que lo que él en realidad es cometen así un error del que no llegarán a percatarse hasta su partida de este mundo y que les hace perder toda una vida en la Tierra, vida que deberían haber usado para la ascensión. Son ovejas descarriadas que siguen a un falso pastor.

Como sucede en el caso de la ley suprema, «Yo soy el Señor, tu Dios, y no tendrás otros dioses aparte de Mí», así pasa también con las demás leyes, que, al no ser entendidas, son muchas veces violadas y transgredidas.

Y sin embargo, los mandamientos, en realidad, no son otra cosa que la explicación de la voluntad divina, la cual yace en la Creación desde el principio y no puede ser eludida ni por un pelo.

En vista de esta reflexión, ¡¿cuán necia no resulta esa máxima de tantas personas de que «el fin justifica los medios», máxima que se opone a toda idea divina y a toda perfección?! ¡¿Qué alocada confusión no habría de tener lugar en las leyes de la voluntad divina si éstas pudieran ser desviadas de semejante forma?! Aquel que pueda formarse tan solo una mínima idea de la perfección no puede menos que rechazar a priori semejantes sinsentidos. En el momento en que una persona trate de formarse un concepto correcto sobre la perfección de Dios, éste se convertirá para ella en faro y guía y le puede ayudar a un entendimiento más fácil de todas las cosas en la Creación. El conocimiento de la perfección de Dios y el tener siempre presente esta perfección son la clave para el entendimiento de la obra de Dios, obra de la que el hombre también forma parte.

Y entonces se percatará de la fuerza imperiosa y de la seria advertencia contenidas en las palabras: «¡De Dios nadie se burla!». En otras palabras, Sus leyes se cumplen o se verifican de forma inexorable. Habiendo dispuesto las ruedas en la Creación, Él las deja rodar no más; Un insignificante hombre nada podrá cambiar en este respecto. En caso de intentarlo, lo más que podrá conseguir es que todos aquellos que le sigan ciegamente sean destruidos junto con él. De nada le sirve creer que el resultado va a ser otro.

Bendiciones solo puede obtener aquel que se amolde a la voluntad de Dios, la cual sustenta la Creación con sus leyes naturales. Ello, empero, solo le es posible a aquel que conozca cabalmente dichas leyes.

Las enseñanzas que exigen fe ciega deben, por tanto, ser rechazadas, por improductivas y perjudiciales; solo aquellas que, como las enseñanzas de Cristo, exhorten a los hombres a volverse vivos, es decir, a examinar y reflexionar, para que del verdadero entendimiento pueda crecer la convicción, traen la redención y la liberación.

Solo de la más abyecta irreflexión puede venir la aseveración de que el objetivo de la existencia del hombre consiste principalmente en la búsqueda de la satisfacción de necesidades y placeres corporales, para al final, con algún gesto exterior y algunas bellas palabras en un momento de sosiego, dejarse liberar de toda culpa y de todas las consecuencias de su perezosa desidia durante la vida terrenal. El tránsito por la vida terrenal y el paso al más allá que tiene lugar con la muerte no son como un viaje ordinario, para el cual uno puede comprar un pasaje en el último momento.

Con semejante creencia el hombre duplica su culpa. Ya que toda duda en la incorruptible justicia del Dios perfecto es blasfemia. Ahora, la creencia en el arbitrario y barato perdón de los pecados es un testimonio manifiesto de la duda en la incorruptible justicia de Dios y en Sus leyes; y digo más, semejante creencia deja constancia directa de la creencia en la arbitrariedad de Dios, que es lo mismo que creer que Dios es imperfecto y deficiente.

¡Pobres creyentes!; ¡son dignos de lástima!

Para ellos sería mejor ser todavía ateos; en tal caso podrían encontrar más fácil y sin impedimentos ese camino que ya creen tener.

La salvación radica meramente en no suprimir, temerosos, el incipiente pensar y las dudas en muchas cosas que despiertan con dicho pensar; ya que detrás de esas dudas está la sana sed de Verdad.

La lucha con las dudas, empero, es el examinar, el cual, indiscutiblemente, habrá de venir seguido de la expulsión del dogmático lastre. Sólo a un espíritu completamente libre de toda falta de entendimiento le es posible, con jubilosa convicción, remontarse hacia las cumbres luminosas, hacia el Paraíso.

Mensaje del Grial de Abdrushin


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