Esta separación no tiene por qué existir, ya que toda la humanidad tiene pleno derecho a la ciencia. A fin de cuentas, el propósito de ésta es solo hacer más entendible el regalo de Dios que es la Creación. La verdadera función de toda rama de la ciencia radica en intentar desentrañar en detalle las leyes del Creador a fin de que, gracias a la mejor comprensión de estas leyes, las mismas puedan ser usadas de manera más extensa, para provecho y beneficio de la humanidad.
Y todo eso no es otra cosa que un sometimiento a la voluntad divina.
Ahora bien, como la Creación y las leyes naturales y divinas que la sostienen son, en su perfección, tan sumamente claras y simples, la consecuencia natural debería ser que la aclaración de dichas leyes aportada por aquellos que verdaderamente las han reconocido sea clara y simple también.
En este respecto, empero, ya tenemos una diferencia palpable que, por razón de su malsana naturaleza, crea un abismo cada vez mayor entre la humanidad y aquellos que se hacen llamar discípulos de la ciencia, o sea, discípulos del saber o de la Verdad.
Estos no se expresan con suficiente simpleza y naturalidad, como corresponde con la Verdad, o sea, con el verdadero saber; de hecho, esta simpleza y naturalidad es, en realidad, un requerimiento de la Verdad como consecuencia lógica.
Esto se debe a dos razones... en realidad, a tres. Por el gran esfuerzo que, en su opinión, les ha costado este estudio, esperan una posición especial. Y nada quieren saber del hecho de que dicho estudio no es otra cosa que tomar prestado lo que ya está listo en la Creación, como mismo hace un simple campesino al llevar a cabo esa tranquila observación de la naturaleza que le es necesaria para su trabajo, o como tienen que hacer otras personas en sus tareas prácticas.
Aparte de eso, un discípulo de la ciencia cuyo saber no se haya acercado realmente a la Verdad estará siempre obligado por ley natural a expresarse de manera imprecisa. Solo cuando haya entendido realmente la Verdad se verá impelido –también por ley natural– a ser simple y natural en sus descripciones. No es ningún secreto que los ignorantes, cuando están en su estadio intermedio hacia la adquisición del saber, gustan de hablar más que los propios sabios, y al hacerlo, se ven obligados siempre a servirse de la falta de claridad, ya que no pueden hacer otra cosa, al no contar aún con la Verdad, o sea, al no contar aún con el verdadero saber.
En tercer lugar, empero, está el riesgo real de que el común de las gentes le preste muy poca atención a la ciencia si esta quisiera mostrarse con el manto natural de la Verdad. En ese caso, la gente la hallaría «demasiado natural» como para poder atribuirle suficiente valor.
Sin embargo, ni les pasa por la mente que justo eso es lo único correcto y constituye el rasero para todo lo auténtico y verdadero. Solo en la lógica naturalidad reside la garantía de la Verdad.
Mas los hombres no son tan fáciles de convertir a esta idea; a fin de cuentas, no quisieron tampoco ver en Jesús al Hijo de Dios porque la manera en que Él se presentaba ante ellos les pareció «demasiado simple».
Los discípulos de la ciencia han estado siempre plenamente conscientes de este riesgo. De ahí que, por astucia, se fueran cerrando a la natural simpleza de la Verdad cada vez más y más. Y con tal de darse más destaque a sí mismos y a su ciencia, han ido creando en su mente cavilosa obstáculos cada vez más difíciles.
El erudito que se destacaba de entre el montón acabó menospreciando el expresarse de manera simple y entendible a todos. A menudo por una razón de la que él apenas toma conciencia, la simple razón de que no le quedaría mucho si no se sirviera de una forma de expresión que solo se pueda aprender tras años de estudio a tal efecto.
El no hacérsele entendible a todos le creó con el tiempo una preeminencia artificial que fue mantenida por sus discípulos y seguidores a toda costa, ya que, de lo contrario, en el caso de muchos el estudio de tantos años y el consiguiente gasto de dinero hubieran, de hecho, sido en vano.
Hoy día las cosas han llegado a tal punto que a muchos eruditos ya no les es posible en absoluto hablarle a la gente simple de una manera clara y entendible, o sea, con sencillez. Para lograr esto probablemente volverían a necesitar del más arduo estudio y de una cantidad de años que excede la duración de una vida humana. Pero, sobre todas las cosas, ello acarrearía el resultado incómodo para muchos de que entonces solo alcanzarían preeminencia aquellos hombres que, poseedores de verdadera habilidad, tuvieran algo que ofrecerle a la humanidad y estuvieran dispuestos a servirle con ello.
Hoy día el encubrimiento a través de la incomprensibilidad es para la mayoría una peculiaridad particularmente destacada del mundo erudito, parecido a lo que fue usanza en cuestiones eclesiásticas, cuando las personas que habían sido terrenalmente llamadas a servir a Dios se valían, en su capacidad de líderes y guías, del idioma latín para hablarles a quienes acudían allí a adorar y buscando elevación interior, idioma que estos no entendían y que, por consiguiente, les impedía comprender y asimilar lo que se les predicaba, privándolos así de la posibilidad de sacarle provecho a lo oído. Los siervos de Dios de aquel entonces podían igual haber hablado en chino: el resultado iba a ser el mismo.
El verdadero saber no tiene necesidad de hacerse incomprensible, ya que a este le es inherente al mismo tiempo la facultad, diría incluso la necesidad, de expresarse con palabras sencillas. La Verdad es para todos los hombres sin excepción, puesto que éstos, a fin de cuentas, provienen de Ella, ya que la Verdad en lo espiritual-sustancial, el punto de partida del espíritu humano, es viva. De ello se desprende que la Verdad, con su natural sencillez, puede ser entendida por todas las personas. Ahora, en el momento en que esta Verdad es transmitida de forma enredada e incomprensible, ya deja de ser pura y auténtica, o si no, las descripciones se pierden en cuestiones secundarias que no tienen la importancia que tiene la esencia. Esta esencia, el verdadero saber, tiene que serles comprensible a todos. Aquello que presente un enmarañamiento artificial sólo puede encerrar verdad en un grado reducido, debido a su distanciamiento de la naturalidad. Aquel que no pueda transmitir la Verdad de manera simple y natural no ha alcanzado el verdadero saber, sino que involuntariamente está tratando de encubrir algo o, como un muñeco inflado, está desprovisto de vida.
Aquel que deje lagunas en la lógica y exija que, a falta de esta lógica, se recurra a la fe ciega estará haciendo del Dios perfecto un defectuoso ídolo y estará demostrando así que no tiene el camino verdadero y que, por consiguiente, no es capaz tampoco de guiar con seguridad. ¡Que esto le sirva de advertencia a todo aquel que busca en serio!