En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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35. El crimen de la hipnosis

¡Qué cosa más rara! Hace apenas veinte años la gente arremetía con furia contra la aseveración de que la hipnosis verdaderamente existe, y a la cabeza de semejante embestida marchaban muchos médicos. Incluso llegaron a tildar la hipnosis de patraña y de embuste, como un poco antes habían hecho con el magnetismo terapéutico también, el cual hoy día ha devenido en gran bendición para muchas personas. Aquellos que se dedicaban a estas prácticas fueron atacados con suma acritud, fueron tachados de ilusionistas y de embusteros.

Hoy en día vuelven a ser precisamente los médicos los que en su mayor parte adoptan la hipnosis como algo suyo. Lo que hace apenas veinte años era negado por ellos con las más ásperas expresiones, hoy día es objeto de su defensa.

Ello puede ser considerado desde dos puntos de vista. A quien en aquel entonces haya contemplado esa enconada lucha de manera completamente objetiva, le resulta imposible, como es de entender, evitar sonreír hoy día al tener que ver, una vez más, cómo esos que en aquel entonces acusaban una hostilidad fanática hoy en día tratan de usar esa hipnosis tan menospreciada por ellos con un fanatismo mayor aún. Por el otro lado, en cambio, hay que reconocer que un viraje así, que borda en lo grotesco, merece respeto también. A fin de cuentas, hace falta cierto coraje para exponerse al riesgo de ser ridiculizado, riesgo que justo en este caso es bien evidente. En ello uno tiene que ser capaz de ver el serio y auténtico deseo de serle útil a la humanidad que albergan estas personas y que, por ese motivo, no le teme a asumir semejantes riesgos.

Solo es de lamentar que la gente no haya extraído de ello lecciones para el futuro y no tenga más cuidado con sus dictámenes y –digámoslo sin temor a equivocarnos– su acosamiento cuando se trata de cuestiones que pertenecen al mismo campo del que la hipnosis forma parte. Desgraciadamente, la gente, a estas alturas y pese a todas las experiencias vividas, se comporta exactamente de la misma manera, o casi peor aún, con respecto a muchas otras disciplinas de ese mismo campo. No obstante, al final acabará repitiéndose obligadamente la misma escena: sin transición alguna, la gente pasará de repente a defender celosamente aquello que hasta ese momento habían tratado de negar con tanta tozudez; y aún más, buscarán por todos los medios y desaprensivamente adueñarse de muchas cosas con el fin de ejercerlas, y me refiero a cosas cuya búsqueda y descubrimiento habían tenido hasta entonces la cautela de dejárselos a otros, en la mayoría de los casos a los llamados «profanos», no sin hacerles la guerra constantemente. Entonces estará por ver si semejante viraje puede, en esta ocasión, ser calificado de nuevo de acción meritoria y corajuda. Al contrario, es mucho más lógico que la constante repetición de estos hechos nos haga ver de otra manera esas acciones que he calificado de meritorias. Este es el resultado que arroja la apreciación superficial de la cuestión.

El asunto adquiere un cariz mucho más serio cuando uno conoce de verdad los efectos del uso de la hipnosis. Es bueno que la existencia de ésta haya finalmente encontrado reconocimiento y aprobación y que, con ello, cesaran los ataques, los cuales, pese a su verbosidad, no hacían más que delatar ignorancia, si se les analiza partiendo de las experiencias actuales. Mas el hecho de que, de esa manera y bajo la protección auspiciadora de esos antagonistas que de repente se han vuelto sabios, el empleo de la hipnosis encontrara tan amplia difusión da fe de que los referidos sabios están mucho más lejos de la verdadera comprensión que esos profanos que fueron los primeros en explorar el asunto y a los que tanto menospreciaron.

Es estremecedor saber cuánta desgracia se origina del hecho de que en la actualidad miles de seres humanos depositan su confianza en personas presuntamente llamadas, poniéndose en manos de éstas a fin de someterse a una hipnosis, dejándose convencer a hacerlo, o, lo más reprobable de todo, siendo hipnotizados en contra de su voluntad y sin ellos tener conocimiento de ello. Aunque todo se haga con la mejor de las intenciones y con el fin de fomentar así el bien, ello no altera en nada los inconmensurables daños que esta práctica ocasiona en todos los casos. Esos que se se sirven de la hipnosis no son personas llamadas. Llamado sólo puede ser aquel que esté completamente versado en el campo al que pertenecen todas las cosas de las que se sirve. En el caso de la hipnosis, este campo es la región etérea. Y quien conoce dicha región etérea, quien la conoce de verdad y no sólo se imagina conocerla llevado por su presunción, jamás hará uso de la hipnosis, siempre y cuando lo que quiera sea el bienestar de sus semejantes. Lo único que puede llevarlo a usarla es la intención de ocasionarles daños graves a sabiendas. Así que, comoquiera que se le mire, en toda ocasión que se haga uso de la hipnosis se estará pecando, da igual si son profanos los que se sirven de ella, o no. En este sentido, no hay excepción para nadie.

Basta con que uno, con la mayor simpleza, se limite a tratar de pensar de manera lógica, que por fuerza habrá de llegar a la conclusión de que en realidad constituye una imprudencia ilimitada el operar con algo de lo cual uno no es capaz de tener una visión panorámica en toda su envergadura, sino que sólo alcanza a ver los niveles más limitados, algo cuyos efectos finales no son conocidos aún. Si bien semejante frivolidad en cuestiones que tienen que ver con el bienestar del prójimo no solo acarrea daños para la persona objeto del experimento, sino que hace recaer sobre el que lleva a cabo la práctica el doble de la responsabilidad por ello, esto, de todos modos, no resulta tranquilizante. Sería mejor que la gente no fuera tan incauta de meterse en cosas que ellos personalmente no conocen a fondo. En caso de que la hipnotización tenga lugar sin el conocimiento ni la aprobación de la persona, semejante proceder constituirá un crimen en toda regla, así dicha hipnotización sea llevada a cabo por personas supuestamente llamadas.

Como no se puede asumir que todas las personas que trabajan con la hipnosis tengan la intención de causarles daños a sus semejantes, solo queda constatar el hecho de que dichas personas adolecen de un completo desconocimiento sobre qué es la hipnosis en realidad, y que es en total ignorancia que se ven obligadas a ver las consecuencias de su propia actividad. De esto no hay la más mínima duda; puesto que o bien es una cosa, o la otra. Así que podemos descartar lo primero y, al final, lo único que queda es la incomprensión.

Cuando una persona hace uso de la hipnosis con un semejante, está así atando el espíritu de éste. Esta atadura constituye, en sí, una transgresión o un crimen espirituales. No sirve de excusa que la hipnosis se esté empleando con el fin de curar alguna enfermedad corporal o como medio para un mejoramiento psíquico. Tampoco se puede esgrimir como defensa el argumento de que, con los cambios positivos logrados a través de la referida práctica, la voluntad de la persona en cuestión haya mejorado también, de manera que se pueda decir que esta persona tratada con hipnosis se ha visto beneficiada por ello. El vivir y actuar en semejante creencia equivale a engañarse a sí mismo, ya que sólo aquello que un espíritu emprenda como resultado de una volición libre y no influenciada podrá reportarle el provecho que necesita con miras a una verdadera ascensión. Todo lo demás son exterioridades que son capaces de traerle aparentes beneficios o daños sólo de manera provisoria. Toda atadura del espíritu –da igual cuál sea el propósito con que se haga– resulta una detención en la posibilidad del necesario progreso. Ello aparte de que semejante atadura trae más riesgos que ventajas. Un espíritu atado de esa manera no sólo le es accesible a la influencia del hipnotizador, sino que, pese a una eventual prohibición de éste, queda en cierto grado expuesto sin defensa alguna a otras influencias etéreas también, dado que, al estar atado, carece de esa imperiosamente necesaria protección contra ello que sólo la libertad de movimiento le puede ofrecer. El que los hombres no se percaten en absoluto de estas constantes luchas, de los ataques y de su propia defensa exitosa o fallida no elimina la vitalidad en el mundo etéreo ni tampoco su propia concurrencia en el proceso.

De modo que todo aquel que es sometido a una hipnosis eficaz queda impedido de manera más o menos duradera en el verdadero desarrollo de lo íntimo de su ser. Las circunstancias exteriores –ya se hayan vuelto desfavorables en todos los sentidos como consecuencia de dicha hipnosis, o aparenten temporalmente haber pasado a ser favorables– juegan solo un papel secundario, así que no se les debe dar un peso decisivo a la hora de hacer una valoración de la cuestión. El espíritu tiene que permanecer libre venga lo que venga, ya que, en un final, sólo de él se trata.

Suponiendo que se produzca una mejoría que se haga patente exteriormente –en lo cual gustan de basarse aquellos que trabajan con la hipnosis–, así y todo, la persona en cuestión, en realidad, no se beneficia de ello en absoluto. Su espíritu atado no consigue ejercer su actividad creadora en el plano etéreo en la misma medida en que le es posible hacerlo a un espíritu completamente libre. Las creaciones etéreas que su voluntad atada o forzada genere carecerán de fuerza, ya que han sido formadas de segunda mano y no tardan en secarse en el mundo etéreo. Así pues, aunque su voluntad se haya vuelto mejor como consecuencia de la hipnosis, no podrá reportarle ese provecho en el efecto recíproco que es absolutamente de esperar en el caso de las creaciones del espíritu libre. Como es natural, lo mismo sucede también cuando un espíritu atado desea y hace algo malo por encargo de su hipnotizador. Por razón de la falta de fuerza de las creaciones etéreas, y así estas creaciones hayan desembocado en actos físico-materiales de naturaleza maligna, las mismas se desvanecen enseguida o son absorbidas por otras creaciones de naturaleza afín, de manera que se hace completamente imposible que se dé un efecto recíproco de índole etérea, con lo cual la persona obligada a ello no podrá ser llamada a contar en lo espiritual, aunque puede que sea llamada a capítulo por alguna autoridad terrenal. Exactamente lo mismo sucede en el caso de los dementes. Y ahí uno ve, una vez más, la perfecta justicia del Creador, justicia que trabaja en el mundo etéreo a través de leyes vivas de una perfección inigualable. Así cometa malas acciones llevada por una voluntad ajena, semejante persona forzada no tendrá que pagar por ello, como tampoco será recompensada en el caso de que realice buenas acciones llevada por esta voluntad ajena, acciones en las que su «yo» independiente no ha tomado parte.

En lugar de eso, sucede otra cosa: La violenta atadura del espíritu a través de la hipnosis hace, al mismo tiempo, que la persona que ha realizado la hipnosis quede atada a su víctima como con las más fuertes cadenas. A aquélla no le es posible desprenderse de semejante atadura hasta que no haya ayudado a ese individuo retenido violentamente en su libre desarrollo a avanzar hasta el punto al que éste tendría que haber llegado si la atadura no se hubiera producido. A su fallecimiento, se verá obligada a ir adonde el espíritu atado por ella vaya, así sea a las regiones más bajas. De manera que no es difícil de imaginar lo que esa gente que ha estado usando bastante la hipnosis habrá de cosechar. Cuando, tras abandonar este mundo, despierten de nuevo y vuelvan en sí, advertirán, horrorizados, cuántas ataduras tiran de ellos, ataduras que provienen tanto de individuos que han fallecido antes que ellos como de otros que aún moran en la Tierra. Y ni una de estas ataduras les podrá ser eximida. Se verán obligados a desprenderlas eslabón por eslabón, así pierdan milenios en esto. Ahora, es probable que no tengan para cuándo acabar con ello y sean arrastrados a la destrucción que destruye la personalidad de su propio «yo»;

puesto que han pecado gravemente contra el Espíritu.

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