Estas palabras tan usadas son uno de los calmantes principales de todos esos que se hacen llamar cristianos creyentes. Pero dicho calmante es un veneno que genera una embriaguez semejante al efecto causado por muchos tóxicos que son usados ante ciertas enfermedades para anestesiar los dolores corporales que se presentan y que traen así una aparente sedación; algo parecido es lo que sucede en el sentido espiritual con las palabras: «¡Echad sobre Él toda la culpa, puesto que Él nos ha redimido y, gracias a Sus heridas, somos salvos!».
Dado que esto es admitido por los creyentes como uno de los pilares fundamentales de la doctrina eclesiástico-cristiana, tanto mayor es su efecto devastador entre ellos. Toda su postura interior la edifican sobre estas bases. Con ello, empero, caen en el abrazo mortal de la fe ciega, en el cual solo consiguen ver todo lo demás en una densa nebulosa, hasta que el cuadro entero acaba siendo desplazado y sobre la Verdad cae un velo gris, de manera que solo en la artificial estructura de teorías tergiversadoras les es posible aún encontrar un sostén, sostén que, junto con dichas teorías, habrá de venirse abajo el día de la luz.
«¡Echad sobre Él toda la culpa...!». ¡Qué creencia tan necia! Como un fuego, la luminosa Verdad recorrerá las filas de los falsos maestros y los creyentes perezosos, incendiando y consumiendo todo lo erróneo. A estas alturas, aún hay muchos que se solazan placenteramente en la creencia de que todo lo que el Salvador sufrió e hizo fue por ellos. En la pereza de su pensar, tildan de presuntuoso y sacrílego el que alguien se imagine tener que poner algo de su parte para poder ir al Cielo. En este punto muchos poseen una humildad y una modestia asombrosas, las cuales resultan imposibles de encontrar en ellos en otras cuestiones, por mucho que uno busque. Según su parecer, equivale a una blasfemia darle cabida –aunque sea de manera muy débil y tímida– a la idea de que el descenso del Salvador a la Tierra y el consiguiente sufrimiento y muerte asumidos por Él no pueda ser suficiente para lavar los pecados de las personas que ya no duden de Su existencia terrenal en aquel entonces.
«Echad sobre él toda la culpa...», piensan con fervorosa devoción, sin saber lo que en realidad están haciendo. Se encuentran sumidos en un sueño, pero el despertar que tendrá lugar en algún momento va a ser terrible. Su aparente fe humilde no es otra cosa que autocomplacencia y arrogancia desmedida al creer que un Hijo de Dios bajó para, como si se tratara del siervo de ellos, prepararles el camino por el cual podrían entrar al trote directamente al Reino Celestial con esa actitud embotada que acusan. En realidad, todo el mundo debería percatarse de inmediato y con facilidad de la vacuidad que ello entraña. La misma solo puede tener su origen en una indescriptible comodidad y frivolidad, si es que no ha sido creada como cebo con el fin de alcanzar beneficios terrenales.
La humanidad se ha perdido en miles de descaminos y, con esa fe tonta suya, se engaña a sí misma. ¡Qué degradación de Dios reside en ello! ¡¿Quién es el hombre para atreverse a esperar que un Dios envíe a Su Hijo Intragénito, o sea, a una parte de Su propia vida insustancial, a fin de que los hombres puedan lanzar sobre Él su fardo de pecados, solo con el objeto de no tener ellos que esforzarse por lavar su ropa sucia y quitarse la oscura capa que ellos mismos se han echado encima?! ¡Ay de aquellos que algún día tengan que responder por semejantes pensamientos! Se trata de la mayor suciedad perpetrada contra la excelsa Divinidad. La misión de Jesús no era de índole tan inferior, sino que era elevada sobremanera y mostró de forma exigente el camino que conduce al Padre.
Ya una vez hice referencia a la gran labor redentora del Hijo de Dios23. Su gran labor de amor se ha desarrollado y ha crecido tanto en este mundo como en el más allá, dando frutos de todo tipo. Entretanto, sin embargo, personas llamadas por los hombres han tratado muchas veces de hacerse pasar por llamados de Dios y, con manos profanas, han agarrado la pura doctrina y, oscureciéndola, la han arrastrado al bajo nivel en que ellos se encuentran. La humanidad que ha confiado en ellos sin examinar personalmente las palabras aprendidas ha seguido el mismo camino. La excelsa esencia de la verdad divina quedó rodeada de constricciones terrenales, de manera que si bien es cierto que la forma se ha conservado, se ha perdido, sin embargo, toda luminosidad, por causa de la sed de poderío y de ventajas terrenales. Allí donde podría haber el más claro esplendor de la vida espiritual, solo impera mortecina penumbra. La humanidad suplicante se vio despojada de ese tesoro que Cristo Jesús trajo a todos los que lo deseaban. A los buscadores se les muestra un camino errado, un camino desvirtuado como consecuencia de la ocultación movida por deseos egoístas, y este camino no sólo les hace perder un tiempo precioso, sino que en muchos casos los lleva incluso a los brazos de las tinieblas.
No tardaron en brotar enseñanzas falsas que, cual mala hierba, taparon la sencillez, la verdad, y la cubrieron con un manto iridiscente de cuya magnificencia de colores, empero, emanan peligros semejantes a los que se dan con las plantas venenosas, peligros que anestesian todo lo que tienen cerca y hacen así que la vigilancia de los creyentes respecto de ellos mismos se paralice y acabe apagándose. Y con ello muere también toda posibilidad de ascensión a la luz verdadera. Una vez más el gran llamado de la Verdad habrá de resonar en todos los países. Pero acto seguido vendrá la liquidación de cuentas para toda persona, a través del destino que ella misma se ha tejido. La gente recibirá por fin aquello que han estado defendiendo persistentemente. Se verán obligados a vivir en carne propia todos esos errores que han plantado con sus deseos y sus ideas presuntuosas, o que han tratado de seguir. En el caso de muchos, el resultado será un desaforado baladrar, y los dientes comenzarán a castañetearles de la rabia y la desesperación que sentirán.
Mas esos individuos tan gravemente infestados por el mal y que son rechazados en el Juicio se sentirán de repente tratados de manera injusta y excesivamente severa cuando choquen con esa realidad que hasta ese momento en su vida terrenal habían querido ver como lo único cierto y que constantemente les ofrecían a sus semejantes también. Ahí van a pretender que los ayude ese mismo Dios para el que han tenido semejante presunción sin límites. Y Le dirigirán súplicas e invocaciones e incluso esperarán que Él, en Su divinidad, le perdone a la «ignorante» criatura humana hasta lo más grave, como si nada hubiera pasado. En su mente se Lo imaginarán de repente demasiado «grande» como para guardarle a uno algo así; ¡Él, a Quien tanto han estado denigrando!
Pero Él no les hará caso ni los volverá a ayudar, dado que ellos anteriormente no quisieron hacerle caso a esa Palabra Suya que Él les envió. Y en ello hay justicia, la cual resulta indisociable de Su gran amor.
Los hombres debían examinar por sí mismos la Palabra que Él les dio; así no hayan querido reconocer a Sus mensajeros como tales. De ahí que con voz de trueno Él les dirá: «¡Vosotros sois los que no habéis querido! ¡Así que ahora seréis destruidos y borrados del Libro de la Vida!».