En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


El décimo mandamiento
¡No codiciarás la casa del prójimo, ni su hacienda, ni su ganado, ni nada que sea suyo!

Quien trata de ganarse la vida con un trabajo o un negocio honestos podrá, en el ajuste de cuentas, aguardar con tranquilidad el llamado de este mandamiento; ya que el mismo pasará por su lado sin asestarle un golpe. En realidad, es tan fácil cumplir todos los mandamientos, y sin embargo... fijaos en los hombres como es debido, y no tardaréis en daros cuenta de que incluso el acatamiento de este mandamiento, acatamiento que en realidad debería ser lo más natural para los hombres... no tiene lugar, o sólo muy raras veces, y entonces no con alegría, sino con muchísimo trabajo.

Es como si sobre todos los hombres, ya sean blancos, amarillos, pardos, negros o de piel roja, se moviera cual exhalación un ansia insaciable de envidiar a los demás aquello que ellos mismos no poseen; o mejor dicho: de envidiarles todo. Esta envidia ya encierra la prohibida codicia. Con ello, la violación del mandamiento ya está consumada y la misma deviene en raíz de muchos males, males estos que no tardan en hacer que el hombre sufra caídas de las que, en muchos casos, jamás vuelve a levantarse.

Por extraño que parezca, la persona promedio rara vez aprecia lo que es suyo y, en su lugar, valora sólo aquello que aún no posee. Las tinieblas esparcieron diligentemente el apetito, y por desgracia, las almas humanas se mostraron más que dispuestas a propiciar el más fértil suelo para la trágica siembra. Fue así como, con el tiempo, para la mayor parte de la humanidad el deseo de las posesiones ajenas se convirtió en la base de toda actividad y quehacer. Empezando por el simple deseo, pasando por la astucia y el poder de convencimiento y, en un continuado incremento, acabando en la envidia sin límites propia de la insatisfacción constante y en el odio ciego.

Toda vía que condujera a la satisfacción y que no se opusiera de manera demasiado evidente a las leyes terrenales fue vista como justa. Con el aumento del afán adquisitivo el mandamiento de Dios quedó ignorado. Todo individuo se creía verdaderamente honrado mientras no fuera llamado a contar ante un tribunal terrenal. El evitar esto, empero, no le costaba gran trabajo; ya que se servía de la mayor cautela y la más aguzada inteligencia del intelecto cuando se proponía perjudicar desaprensivamente a sus semejantes, de ser ello necesario para procurar alguna ventaja de manera fácil. No se puso a pensar que ello, en realidad, le iba a salir más caro que todos los recursos terrenales. La llamada inteligencia se convirtió en carta de triunfo. Sin embargo, lo que hoy día se entiende por inteligencia no es más que la flor de la astucia, o un incremento de ésta. Resulta extraño que todo el mundo tenga recelo para con el individuo astuto y respeto para con el inteligente. La postura báscia general es la que trae esta paradoja. El individuo astuto es un chapucero en el arte de la satisfacción de su apetito, mientras que los sujetos inteligentes son maestros en ello. El chapucero no es capaz de revestir su volición de formas atractivas y, por ello, no cosecha otra cosa que desprecio compasivo. El individuo habilidoso, empero, se gana la más envidiosa admiración de las almas que rinden culto al mismo apego. Envidia también aquí, puesto que en el suelo de la humanidad de hoy ni siquiera la admiración puede darse sin el acompañamiento de la envidia. Los hombres no conocen este fuerte móvil de muchas cosas que están mal; ya no saben que esa envidia, en sus muchas formas, domina y guía actualmente todo su pensar y su proceder. Y dicha envidia anida tanto en el individuo como en pueblos enteros, dirige los estados, engendra tanto las guerras como los partidos, al igual que la eterna disputa que se da incluso allí donde sólo haya dos individuos que tengan algo que deliberar.

¡¿Dónde queda la obediencia del décimo mandamiento de Dios?!, le gustaría a uno gritarles a los estados a manera de advertencia. Llevados por la más despiadada codicia, todos y cada uno de los estados terrenales ambicionan solamente lo que los otros poseen. Y es así como no tienen reparos en asesinar ni a individuos ni a masas, como tampoco en esclavizar a pueblos enteros, solo para hacerse grandes ellos. Los eufemísticos discursos sobre autopreservación y autoprotección no son sino cobardes pretextos, y es que ellos mismos tienen la clara sensación de que algo hay que decir para paliar, para disculpar en algo esos monstruosos crímenes contra los mandamientos de Dios.

Pero de nada les sirve, ya que implacable es el estilo que graba en el libro del acaecer cósmico el no acatamiento de los mandamientos de Dios e irrompibles son los hilos del karma que se anudan en todo individuo que no los cumple, de manera que ni la más mínima moción de su pensar y su proceder se puede perder sin que haya sido expiada.

Quien tenga la posibilidad de abarcar con la mirada todos estos hilos verá qué terrible juicio habrá de tener lugar en lo adelante, ocasionado por todo esto. El caos y el colapso de todo lo erigido hasta ahora son tan sólo las primeras consecuencias leves de esta violación del décimo mandamiento de Dios, la más ignominiosa de todas. Nadie podrá mostraros piedad tan pronto todo el efecto final comience a caer sobre vosotros con intensidad creciente. No os habéis merecido otra cosa. Con ello no estáis recibiendo más que lo que vosotros mismos os habéis buscado.

¡Arrancad completamente de vuestras almas ese inmundo apetito! Tened presente que un estado no se compone sino de individuos. Abandonad todo odio y toda envidia contra aquellas personas que, en vuestra opinión, tienen mucho más que vosotros. Su razón hay para que así sea. Ahora, el hecho de que vosotros no seáis capaces de ver esta razón es algo de lo que sólo vosotros tenéis culpa, por haber creado a la fuerza, como resultado de una decisión propia, la circunstancia que trajo esa monstruosa limitación de vuestra facultad comprensiva, limitación que es ajena a los deseos de Dios y que por fuerza tenía que producirse, al ser la consecuencia de vuestro nefasto amor por el intelecto.

Quien en el reino de Dios aquí en la Tierra no quiera conformarse con la posición que se le ha dado a través de sus hilos de karma, los cuales son un producto de su creación, no se merece la oportunidad que con ello se le está ofreciendo de liberarse con relativa facilidad de viejas culpas que se adhieren a él, lastrándolo, y de al mismo tiempo madurar espiritualmente, a fin de encontrar el camino que conduce a la patria de todos los espíritus libres, el camino que conduce allí donde solo reinan la luz y la alegría.

En el futuro todo inconforme será barrido implacablemente de la faz de la Tierra, por ser inservible y por resultar un elemento perturbador de la paz que finalmente se desea, por constituir un obstáculo para la sana ascensión. Pero si hay aunque sea algo de bueno en él que prometa claramente un pronto cambio de parecer, entonces se acudirá a una ley terrenal de nueva creación con la que tal individuo será sometido –por su propio bien y como última salvación– hasta que se llegue a dar cuenta de la absoluta justicia de la sabia voluntad de Dios; justicia también para él, que únicamente debido a la estrechez de miras de su alma y a una necedad deseada por él mismo no había podido percatarse hasta ese momento de que la cama en que ahora se encuentra aquí en la Tierra ha sido hecha por él, y por nadie más, como consecuencia obligada de toda su existencia hasta ese momento –la cual incluye varias vidas en el más allá y otras tantas aquí en la Tierra también– y de que la misma no es un producto de la ciega arbitrariedad de una casualidad. Ahí se dará cuenta por fin de que él necesita única y exclusivamente justo eso que él está viviendo y el lugar donde se encuentra, así como las circunstancias en las que ha nacido, con todo lo que ello implica.

Si trabaja diligentemente en el mejoramiento de su persona, además de ascender espiritualmente, también lo hará terrenalmente. Ahora, si porfía en hacerse otro camino a la fuerza, sin consideración alguna y para detrimento de sus semejantes, ello jamás podrá servirle de verdadero provecho.

Él no puede decir que la comprensión de ello es Dios quien debe y tiene que dársela, para así él poder actuar en consecuencia y cambiar. No es sino presunción y un pecado más que él espere o incluso exija que primero se le demuestre que está equivocado al ver las cosas de la manera que lo hace para entonces poder creer, convencido de lo contrario. Es él y sólo él quien ha hecho que ahora le resulte prácticamente imposible entender, y es él quien se ha apartado del sendero correcto en que se encontraba al comienzo. Las posibilidades de alcanzar la comprensión ya le han sido dadas por Dios a lo largo del camino que él mismo pidió que se le permitiera recorrer. Ahora bien, parece que, como él, con su maléfica obstinación, ha sepultado de mala manera dicho camino, ahora Dios, como si fuera su esclavo, ha de abrir esta fosa de nuevo. ¡Qué actitud más pueril! Es justo esa presunción, esa exigencia lo que más le dificultará al hombre expiar las blasfemias así cometidas. Os voy a decir algo: A cualquier ladrón le será más fácil liberarse de la culpa que a un alma humana que se atreve a exigir y a esperar que Dios esté obligado a enmendarle al hombre su gran culpa personal haciéndole otro obsequio más, regalándole la comprensión. Se trata justamente de lo mismo que el hombre se ha echado a cuestas como el más grave pecado, en la más rebelde actitud contra la voluntad de Dios.

Va a ser bien dura la lucha que el alma humana tendrá que librar para poder liberarse de la costumbre de violar el décimo mandamiento, o sea, para cambiar en este respecto, a fin de finalmente vivir de verdad según lo que dicta el mandamiento, tanto en su pensar, como en sus palabras y sus acciones. Ahora, a todos aquellos que no lo consigan les aguarda el sufrimiento y la destrucción tanto aquí en la Tierra como en el más allá.

¡Amén!

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