¡¿Quién no conoce estas significativas palabras, proferidas por Jesús de Nazaret mientras estaba clavado en la cruz?! Se trata de una de las más grandes oraciones de intercesión que jamás han sido dichas. Clara como el agua. No obstante, durante dos mil años la gente no ha podido entender estas palabras, y se les ha dado una interpretación tendenciosa; una interpretación sólo en el sentido que les resulta más cómodo a los hombres. No ha habido ni uno que alzara la voz para expresar el verdadero significado y comunicárselo a voz en cuello y con toda claridad a la humanidad, y en especial a los cristianos.
Pero no sólo eso. Todos los sucesos estremecedores en la vida terrenal del Hijo de Dios han sido presentados de forma errónea, debido a la tendenciosidad de la transmisión. Esto, empero, es un defecto que no sólo está presente en el cristianismo; antes bien, se le puede encontrar en toda religión.
Que los discípulos hayan puesto los aspectos puramente personales de su Maestro por encima de todo y muy en primer plano es algo entendible, especialmente teniendo en cuenta que este Maestro les fue arrebatado brutal y abruptamente para, siendo completamente inocente, exponerlo al más grave sufrimiento, al más grosero escarnio y, por último, a la muerte más martirizante.
Algo así deja una impresión bien profunda en las almas de esos que tuvieron la posibilidad de llegar a conocer a su Maestro de la manera más ideal, por medio de la convivencia, y hace que el aspecto personal pase a ocupar el primer plano en todo pensamiento. Algo así es perfectamente lógico. Pero la misión sagrada del Hijo de Dios fue Su Palabra, el traer la Verdad de las alturas luminosas, para así mostrar a los hombres el camino que los conduce a la Luz, camino este que, hasta ese momento, había estado cerrado para ellos, dado que el desarrollo de su condición espiritual no había posibilitado hasta ese entonces el seguir dicho camino.
El sufrimiento que le fue infligido a este gran portador de la Verdad por parte de la humanidad es algo completamente aparte.
Ahora, lo que en el caso de los discípulos fue algo lógico y natural resultó en muchos errores garrafales en la religión que se formó más tarde. Lo objetivo del mensaje de Dios quedó relegado a un segundo plano, muy por detrás del culto del aspecto personal del portador de la Verdad, culto este que Jesús jamás deseó.
Es por esta razón por la que ahora se evidencian errores en el cristianismo que llevan al riesgo de un colapso si no son reconocidos a tiempo y abiertamente y no se tiene el coraje de cambiarlos.
Es de esperar con toda seguridad que el más mínimo progreso serio tenga por fuerza que poner al descubierto semejantes lagunas. En tal caso, es definitivamente mejor no rehuirles a éstas, sino encarar el problema con determinación. ¿Por qué no habría de ser la misma dirección quien acometa semejante purificación, con ánimo fresco y alegre y con la vista puesta de lleno en la gran Divinidad? Serían grandes los grupos de personas que, como liberadas de una presión que, si bien habían percibido, no habían reconocido, seguirían, agradecidas, el llamado que las conduce a la luz de la gozosa convicción. –
Siguiendo la costumbre de toda persona que ciegamente se ha sometido a la ilimitada dominación de su intelecto y, con ello, ha constreñido tremendamente su facultad comprensiva, la gente le ha dado el mismo valor a la vida terrenal de Cristo que a Su misión. Incluso se han interesado más por Sus lazos familiares y por todos los sucesos terrenales que por el objetivo principal de Su venida, el cual consistía en ofrecerles esclarecimiento a los espíritus humanos maduros sobre todo el verdadero acontecer en la Creación, que es donde único encuentran la voluntad de Dios, voluntad que ha sido entretejida en dicha Creación, con lo cual Ésta puede dar fe de ella.
El traer esa Verdad hasta entonces desconocida fue lo único que hizo necesaria la venida de Cristo a la Tierra; nada más. Ya que, sin comprender debidamente la voluntad de Dios en la Creación, a ninguna persona le es posible encontrar el camino ascendente que la lleva al reino luminoso, mucho menos seguirlo.
En lugar de simplemente aceptar estos hechos como la realidad que son y de profundizar en el Mensaje y vivir de acuerdo a Éste, tal como el Portador de la Verdad pidió con insistencia en repetidas ocasiones, los fundadores de la religión y la iglesia cristianas han creado, como la base principal, un culto personal que los ha obligado a hacer del sufrimiento de Cristo algo completamente diferente de lo que en realidad fue.
Dicho culto les resultaba necesario. Ello, como es perfectamente natural, acabó trayendo consigo, en su desarrollo evolutivo, un error garrafal tras otro, errores estos que le dificultaron a muchas personas el darse cuenta debidamente del camino correcto.
Ha sido únicamente la falta de objetividad que acusa la falsa estructura lo que ha acarreado que la tergiversación de todo acontecer se haya convertido en la norma. Pues está claro que la imparcialidad puramente objetiva quedó condenada a desaparecer en el momento en que el culto fundamental adoptó un carácter puramente personal. Con ello surgió el deseo de arraigar la misión del Hijo de Dios en Su vida terrenal fundamentalmente. De hecho, ello, en realidad, se convierte en una necesidad.
Que de esa manera se estaba procediendo mal es algo, empero, que el propio Cristo demostró con todo aspecto de Su actitud. Más de una vez Él rechazó de manera clara y tajante todo lo que tuviera que ver con Su persona. Cristo siempre señaló a Dios Padre, Cuya voluntad Él cumplía y en Cuya fuerza Él se encontraba y operaba, en toda palabra que profería y en toda acción que realizaba. Él explicó cómo los hombres en lo adelante debían de aprender a dirigir su mirada a Dios Padre, pero nunca habló de Sí mismo en tales ocasiones.
Pero como la gente no siguió estas palabras Suyas, era sólo cuestión de tiempo para que se acabara viendo el sufrimiento terrenal de Cristo como algo necesario y querido por Dios y para que dicho sufrimiento fuera incluso acuñado como el cometido principal de Su venida a la Tierra. De acuerdo a la opinión que nació de ahí, Cristo vino de las alturas luminosas sólo para sufrir aquí en la Tierra.
Ahora bien, como Él personalmente no se había lastrado con ninguna culpa, sólo quedó un camino para poder sustentar la referida opinión: tenía entonces que tratarse de los pecados de otros, los cuales Él se había echado a cuestas a fin de expiarlos por ellos.
Qué otra opción quedaba que no fuera el construir sobre esa base que había sido sentada.
De proporcionar la fuerza sustentadora y el suelo propicio se encargó entonces esa ya no tan desconocida sobrevaloración interior de la que toda la humanidad adolece. La misma es la consecuencia de esa gran Caída del Hombre que estuvo dirigida contra el espíritu y que ya yo he explicado detalladamente en numerosas ocasiones. Con su sobrevaloración del intelecto, el hombre sólo piensa en sí mismo, y no en Dios, quedando así cortados todos los puentes que conducen a Éste. Sólo a unos pocos les quedan puentes que conducen a lo espiritual, puentes estos, empero, que están en pésimas condiciones y que, por ende, permiten tan sólo vislumbrar muy poco, y jamás posibilitan el llegar a conocer.
Por eso a nadie se le ocurrió lo que hubiera sido el pensamiento correcto y natural: separar el sufrimiento de Cristo, como hecho aparte que es, del Mensaje de Dios, ver todo el acosamiento, la persecución y el martirio como los delitos graves y de la más burda naturaleza que en realidad fueron. Constituye otra gran injusticia más el edulcorarlos presentándolos como algo que fue necesario.
Sin dudas, ese sufrimiento y la martirizante muerte en la cruz son merecedores de la luz radiante de la más excelsa gloria, ya que el Hijo de Dios no se dejó amedrentar por esa sumamente mala recepción que, después de la Caída del Hombre, era de esperar que Le fuera brindada por parte de esos hombres sedientos de poder y de venganza. Al contrario, por los pocos que eran buenos, trajo, pese a ello, su tan necesario Mensaje de la Verdad a la Tierra.
Ello hace que esta acción se deba valorar más aún, ya que en realidad los que querían salvarse por medio de esta Palabra constituían una pequeña minoría entre los hombres.
Sin embargo, constituye un nuevo sacrilegio contra Dios el pretender mitigar, mediante premisas erróneas, los delitos perpetrados por esta humanidad en aquel entonces, como si los hombres no hubieran sido otra cosa que instrumentos de un cumplimiento que era necesario.
Estos errores son los causantes de que muchas personas que razonan se sientan inseguras respecto de las consecuencias del proceder de Judas Iscariote. Y con toda razón. Ya que si la muerte en la cruz fue necesaria para la humanidad, entonces Judas, con su traición, ofreció el instrumento necesario al efecto y, por ende, en el sentido espiritual no debería, en realidad, ser merecedor de castigo por dicha traición. Sin embargo, la verdad sobre lo que en realidad ocurrió elimina todas esas discrepancias, cuyo justificado surgimiento no hace sino ofrecer la confirmación de que la suposición mantenida hasta ahora en realidad tiene que ser falsa. Ya que allí donde está lo correcto no hay cabida para semejantes interrogantes sin respuesta; al contrario, el acaecer completamente natural puede ser analizado desde cualquier ángulo sin que uno se tropiece con obstáculos.
Ya hay que acabar de tener el valor necesario de ver la cobardía que semejante edulcoramiento entraña y que sólo es mantenida oculta por la astucia del intelecto atado a lo terrenal, el mayor enemigo de todo lo que puede elevarse por encima de él, como siempre acaba haciéndose patente de manera clara con todo compañero inferior. O como disimulada autoexaltación, la cual dimana de la misma fuente. A fin de cuentas, es muy sabroso el poder creerse ser tan valioso que la Divinidad asuma todo sufrimiento en una lucha que tiene por único objetivo el ofrecerles a estos hombrecillos un lugar de honor en el reino divino de la alegría.
Esa es la opinión fundamental en realidad, dicha descarnadamente y sin paliativos. Así es la misma en su esencia, una vez que, con mano firme, las formas han sido despojadas del oropel que las cubre.
Que semejante opinión solo pueda dimanar de la más estrecha limitación del entendimiento de todo acaecer supraterrenal es algo que me imagino que difícilmente necesite señalar. Una vez más, se trata de una de las graves consecuencias del endiosamiento del intelecto terrenal, el cual impide toda perspectiva amplia y despejada. Como es perfectamente natural, desde la Caída del Hombre la adoración de ese ídolo que es el intelecto ha ido creciendo continuamente hasta convertirse en lo que es ahora, ese anticristo terrenalmente poderoso, o, para ser más precisos, se ha convertido en todo lo antiespiritual. Al fin y al cabo, eso es algo que hoy día se puede percibir con claridad adondequiera que uno dirige la mirada. Para ello ya no es necesario tener una vista perspicaz.
Y dado que lo espiritual es lo único que puede ofrecer el puente para el acercamiento a todo lo divino y para su comprensión, la entrega del control al intelecto terrenal, del cual hoy día todas las ciencias, con orgullo, se declaran adherentes, no es, pues, otra cosa que una abierta declaración de guerra a Dios.
Pero no sólo las ciencias, sino toda la humanidad se mueve hoy día bajo este signo. Incluso todo aquel que se hace llamar buscador serio arrastra esta ponzoña consigo.
Por eso es natural que también las iglesias lleven consigo mucho de esto. Esa es la razón por la que en la reproducción e interpretación de todas las palabras del Salvador se han colado muchas cosas que solo tienen su origen en la astucia terrenal del intelecto.
Esa es también la serpiente que constantemente está tentando a los hombres y sobre la que el relato de la Biblia advierte. Es única y exclusivamente esa serpiente, que es la astucia del intelecto, la que pone a todo ser humano ante la engañosa interrogante: «¿Acaso Dios ha dicho que...?».
La misma, en el momento en que, a ella, o sea, al intelecto solamente, se le deje toda decisión, siempre escogerá, como muy correctamente se señala en la Biblia, lo hostil a Dios o lo que aparta de Él, lo puramente terrenal, lo que es mucho más inferior, de lo que, a fin de cuentas, el intelecto constituye la flor y nata.
Al hombre se le ha dado el intelecto para que en cada vida terrenal éste le ofrezca un contrapeso hacia abajo que equilibre lo puramente espiritual, que tiende hacia arriba, con el fin de que el hombre en la Tierra no se la pase pensando sólo en las alturas luminosas, olvidando así su cometido en la Tierra. El intelecto también tiene como finalidad el hacer más fácil y más cómoda toda vida terrenal. Pero sobre todo el llevar a la pequeña esfera terrenal ese fuerte impulso hacia lo alto, lo puro y lo perfecto que reposa en el espíritu como la condición más intrínseca de este, el traducirlo en efectos terrenalmente visibles en lo material. Como peón del espíritu viviente, como siervo de éste. Y no como lo que decide ni lo que guía todo. El intelecto ha de ayudar a crear las posibilidades terrenales, o sea, materiales, para implementar el impulso del espíritu. Ha de ser el instrumento y el peón del espíritu.
Sin embargo, si se le deja a él solo toda decisión, como ocurre ahora, entonces ya no queda limitado al rol de mero contrapeso, al rol de ayudante, sino que echa en la balanza de toda decisión su propio peso y nada más, y esto, como es más que natural, sólo puede traer como consecuencia el hundimiento, ya que el intelecto tira hacia abajo. El resultado no puede ser otro, ya que, después de todo, el intelecto forma parte de la materia y siempre estará atado a ésta, mientras que lo espiritual viene de arriba. En lugar de entonces extenderle la mano a lo espiritual y ayudarlo, con lo cual se fortalece y se hace grande, rechaza la mano más fuerte que lo espiritual le ofrece y la excluye tan pronto todo le es dejado a su cargo. Otra cosa no le es posible, y lo único que está haciendo es actuar conforme a las leyes de su constitución.
Eso sí, hay que puntualizar que el intelecto terrenal viene a convertirse en el enemigo del espíritu sólo cuando es puesto por encima de éste. Ya que, si está bajo el dominio del espíritu, tal como por naturaleza está establecido según la voluntad del Creador, siempre será un siervo fiel que podrá ser valorado como tal. Ahora, si en contra de las leyes naturales se le da el puesto de soberano, el cual no le pertenece, ello trae como consecuencia inmediata que el intelecto oprima todo lo que le pueda estorbar en sus intentos de mantenerse en ese trono usurpado. Automáticamente cierra esa puerta que, de mantenerse abierta, no podría menos que arrojar luz sobre sus deficiencias y su estrecha limitación.
Ello es el vivo retrato de las acciones de personas que en circunstancias ordenadas y bajo una buena guía sienten crecer sus facultades, las sobrevaloran, echan abajo el orden existente y, al ser entonces incapaces de conducir a algo más alto, llevan a un pueblo a la miseria y la necesidad. Y así como dichas personas no son capaces de darse cuenta del porqué de lo sucedido y siempre tratan de echarle la culpa de las consecuencias de su propia ineptitud a las circunstancias pasadas, para justificarse así ante sí mismos y ante los demás, de igual modo el intelecto humano es incapaz de darse cuenta de que jamás podrá desempeñar la función del espíritu, que es más alto, sin causar al mismo tiempo los más graves daños y, por último, la ruina. En todo se ve siempre el mismo cuadro, el mismo acaecer, en lo que constituye una eterna repetición de los hechos.
Tratad de visualizar en vuestra mente este suceso con ecuanimidad y claridad. Todo enseguida os resultará comprensible e inevitablemente habrá de pareceros lo más útil también.
Esta circunstancia puso también ante los fundadores de las iglesias y las religiones una cortina que los separaba de la gran simpleza de la verdad divina, un velo que se extendía sobre toda posibilidad de alcanzar la debida comprensión.
La humanidad no podría haberse lastrado de peor manera que con esta limitación voluntaria: la incapacidad de entender todo lo supraterrenal, o sea, lo que, con mucho, constituye la mayor parte de todo acaecer. Como consecuencia de ello, lo supraterrenal está literalmente por encima de ese horizonte suyo tan limitado.
Que alguien trate de luchar contra la impenetrabilidad de ese muro. Enseguida se verá obligado a ver cómo se confirman las palabras del poeta que dicen que contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano.
Ese resistente muro sólo puede ser quebrantado desde adentro, por el individuo mismo, ya que es desde adentro que fue levantado. Pero ellos no quieren.
Por eso hoy día el fracaso asoma su cabeza por doquier. Adondequiera que uno dirige la mirada lo que ve es un cuadro del más desconsolador desconcierto y de mucha miseria.
Y sobre la pila de escombros se yergue, hinchado, vano y soberbio, el causante de esta tumultuosa confusión... el «hombre moderno», como éste gusta de llamarse a sí mismo. El individuo «adelantado», que en realidad lo que ha hecho es atrasarse todo el tiempo. Exigiendo admiración, éste se hace llamar también «pragmático materialista». –
A uno le duele la cabeza y siente brotar en su interior la repulsión cuando vive todo esto, cuando ve hundirse también tantas cosas buenas que en el entorno adecuado hubieran crecido y florecido estupendamente, cuando ve a tantos sufrir bajo ello, y en lo más íntimo surge la oración: «¡Señor, ponle Tú fin a todo esto, que nosotros no podemos!».
A todo esto se le suman además las muchas divisiones, el odio que se tienen el uno al otro y que no hace más que ir en aumento, y ello pese a la uniformidad de su voluntaria esclavización. No son los patrones o los empleados los culpables de ello, ni lo son el capital o la falta de éste, como tampoco la iglesia o el estado o las diferentes naciones, sino que es únicamente la falsa postura del individuo la que ha hecho que las cosas lleguen a este punto.
Incluso en el caso de los buscadores de la Verdad de hoy día son muy pocos los que se encuentran en el camino correcto. Nueve de cada diez no hacen más que convertirse en fariseos que con arrogancia critican y miran por encima del hombro a sus semejantes, a la vez que con gran celo se combaten entre ellos. ¡Todo está mal! Primero tiene que darse el inevitable cumplimiento de un terrible final para que algunos puedan llegar a despertar de este sueño.
Todavía es posible regresar. ¡Para todo el mundo! Pero pronto llegará un «demasiado tarde» que será para siempre, contrario a todas las esperanzas de muchos creyentes que abrigan el erróneo parecer de que para la purificación es necesario un tiempo que puede ser más largo o más corto, todo en dependencia del ser humano en cuestión, pero que, al final, el camino de toda persona tiene por fuerza que llevarla de vuelta a la Luz, a la alegría eterna, a la felicidad de la proximidad de Dios.
Semejante idea es un agradable consuelo, pero no es correcta y no se corresponde con la Verdad. –
Una vez más pasemos revista con ecuanimidad y claridad, pero a grandes rasgos, a la gran trayectoria de la Creación y de los seres humanos que forman parte de Ella. Al hacerlo, tengan siempre presente la ley primordial de las especies afines, la cual he explicado varias veces, con todo lo que ésta entraña en cuanto a consecuencias irrevocables y necesarias en el acaecer.
Cual gran terreno de cultivo, la materia se mueve describiendo un ciclo gigantesco en el extremo inferior de la Creación, como la parte más pesada de Esta. Empezando como simiente primordial, se va desarrollando constantemente en un movimiento continuo, volviéndose cada vez más compacta y asumiendo cada vez más formas, hasta llegar a los astros que nos resultan visibles y entre los que se cuenta la Tierra. O sea, madurando hasta alcanzar su mayor floración y arrojar los frutos que se corresponden con nuestro tiempo, para, con la excesiva maduración que entonces sobreviene, volver a desintegrarse completamente por sí sola, de conformidad con las leyes de la Creación, y disolverse en la simiente primordial, la cual, al continuar su desplazamiento, recibe una y otra vez la posibilidad de alcanzar nuevas uniones y nuevas formas. –
Ése es el panorama que se nos ofrece cuando realizamos nuestra observación tranquilamente desde arriba.
Lo material en sí no es otra cosa que la materia, la cual sirve de forma, de envoltura y solo llega a cobrar vida cuando lo sustancial, que no es material y que se encuentra inmediatamente por encima de ella, la penetra y, por medio de esta unión, le proporciona calor.
La unión de lo material con lo sustancial, que no es material, constituye una base para la continuación del desarrollo. Es de lo sustancial que se forman también todas las almas animales.
Por encima de estas dos subdivisiones básicas, lo material y lo sustancial, se encuentra la más alta subdivisión de la Creación, lo espiritual. Lo espiritual es una modalidad aparte, como todos mis oyentes ya saben. Es de esta esfera espiritual que parten los gérmenes que quieren convertirse en espíritus humanos conscientes de sí mismos.
Sólo en el campo de cultivo de la materia le es posible a semejante simiente del espíritu ir madurando hasta convertirse en un espíritu humano consciente de sí mismo, como mismo una simiente de maíz en el campo se desarrolla hasta convertirse en una espiga madura.
Ahora, a esa simiente le viene a resultar posible el penetrar en el campo que es la materia solo cuando dicho campo ha alcanzado cierto grado de madurez que se corresponda con la constitución del espíritu, que es lo que ocupa el lugar más alto en toda la Creación.
Se trata de ese momento en que la Creación produce el cuerpo animal más altamente desarrollado en el que ya no resulta posible una continuación del desarrollo a través del alma animal.
Una pequeña reproducción, una repetición de este gran suceso cósmico la ofrece, por ejemplo, el nacimiento terrenal del alma humana que tiene lugar más tarde, y que se repite una y otra vez, pues, a fin de cuentas, en el hombre, como colofón que es de la Creación, o sea, como la más elevada hechura creada, se refleja todo el suceso cósmico. Asimismo, un alma humana sólo puede penetrar en el cuerpecito que se está gestando en el vientre de la futura madre cuando dicho cuerpecito ha alcanzado una madurez bien específica; no antes. El necesario estado de madurez es lo que viene a dejarle el camino libre al alma para que haga su entrada. Ese momento está en la mitad del embarazo.
Es así como también en el gran suceso cósmico el momento del más elevado desarrollo del cuerpo animal cae igualmente en el medio, o sea, en la mitad del ciclo de toda la materia. Que el oyente tenga esto bien presente.
Dado que en el citado punto en aquel entonces lo sustancial del alma animal había alcanzado lo más alto en la evolución del cuerpo material, semejante circunstancia fue lo que vino a hacer posible que dicho elemento sustancial dejara automáticamente el camino libre para el elemento espiritual que se encuentra por encima de él.
Ahora bien, el germen espiritual, por su parte, al ser lo más inferior en su especie, la espiritual, sólo podía hacer su entrada en la más excelsa obra maestra de lo sustancial que se encuentra por debajo de él, o sea, en el cuerpo animal más altamente desarrollado por lo sustancial.
Por ley natural, al hacer esta entrada suya, el germen espiritual, en virtud de su más alta constitución, toma enseguida las riendas en su mano, teniendo entonces la posibilidad de llevar tanto el cuerpo que ahora habita como su entorno terrenal a un mayor desarrollo, cosa que a lo sustancial no le era posible hacer. Como es perfectamente lógico, con ello el elemento espiritual se desarrolla también.
Éste es el cuadro fugaz de todo acaecer en la Creación, cuadro cuyos detalles exactos ofreceré en disertaciones posteriores, llegando hasta los más ínfimos pormenores.
Nosotros pertenecemos a la primera parte de este anillo de la materia, y estamos de primeros en la parte de anterior de su curso. Antes de nosotros no ha habido nada de nuestra misma especie, pero después de nosotros ésta va a ser eterna.
De modo que la parte a la que nosotros pertenecemos pasa por todo acaecer primero que todas las demás. Por eso es por lo que también la Tierra juega un papel muy importante y crucial, ya que, al ser Ésta el cuerpo celeste material más maduro, todo suceso cósmico trascendental tiene que desarrollarse en Ella.
Así que nada de lo que estamos viviendo y de lo que nos queda por vivir es algo que haya sucedido otras veces. Se trata de algo que nunca antes ha ocurrido en el suceso cósmico. –
Volvamos a la primera vez que el germen espiritual humano entra en esta materia, o sea, a lo que es la mitad del curso de la materia. Los animales más altamente desarrollados, a los que hoy día se les llama erróneamente hombres primitivos, acabaron extinguiéndose. Los únicos cuerpos que continuaron su desarrollo camino del ennoblecimiento fueron aquellos en los que, en lugar de las sustanciales almas animales, encarnaron gérmenes espirituales. Éstos fueron madurando en dichos cuerpos a través de numerosas vivencias, mejoraron los cuerpos animales hasta convertirlos en los cuerpos humanos que conocemos y acabaron separándose en razas y pueblos. – La Caída del Hombre ya había tenido lugar. La misma fue la primera acción nacida de una decisión voluntaria y ocurrió después de la toma de conciencia personal del germen espiritual. Dicha acción fue una consecuencia del haber puesto el intelecto por encima del espíritu e hizo que el trascendental pecado original fuera creciendo, pecado este que no tardó nada en arrojar de manera patente y fácilmente reconocible los huecos frutos propios del dominio del intelecto. El pecado original es el cerebro unilateralmente desarrollado, el cual es heredado como tal por la descendencia y es una consecuencia de la unilateral actividad intelectual. Este hecho ya lo he mencionado varias veces48, y con el tiempo hablaré sobre él de manera mucho más detallada. Seguramente, aparecerán personas que, sirviéndose de la dirección mostrada aquí, podrán colaborar en la gran obra de esclarecimiento.
La rotación siguió su curso indeteniblemente. Mas la humanidad descarriada trajo estancamiento y desconcierto en el necesario desarrollo. En medio de esta confusión el pueblo judío cayó bajo el pesado yugo de los egipcios, como ya se sabe. El sufrimiento y el intenso anhelo hizo a las almas madurar más rápido. Los judíos aventajaron a todos los demás espiritualmente porque, gracias a esta intensa agitación del ánimo ocasionada por sentimientos independientes de las relaciones sexuales, les fue posible por primera vez mirar debidamente en su interior y también en el alma de sus opresores. Después de darse cuenta de que ya nada de lo terrenal, ni siquiera la más aguda astucia del intelecto, era capaz de ayudar, con lo cual reconocieron también el vacío de sus almas, su ojo espiritual adquirió mayor perspicacia, y gradualmente fue, por fin, tomando forma un concepto de la verdadera Divinidad, un concepto más veraz y más excelso que el que habían tenido hasta ese momento. Y las plegarias volvieron a ascender a lo alto preñadas de dolor y, esta vez, dotadas de un fervor mucho mayor.
Gracias a ello el pueblo judío pudo convertirse en el pueblo llamado, el pueblo que marchaba a la cabeza de todos los demás, ya que tenía la concepción más pura de la Divinidad hasta ese momento, en la medida en que ello era posible en aquel entonces, teniendo en cuenta el estado de madurez del alma humana.
Les ruego que no confundan la madurez espiritual con el saber adquirido y que tengan siempre presente que el «ser espiritual» es sinónimo de «tener corazón».
La madurez espiritual de los judíos, que en aquel entonces era la más elevada, les permitió recibir también, por medio de Moisés, la voluntad de Dios expresada claramente en forma de leyes, leyes estas que representaban el tesoro más valioso con miras a la continuación del desarrollo y ofrecían el mejor y más poderoso apoyo.
Así como, por ley enteramente natural, el suceso cósmico se concentra siempre en el lugar de mayor madurez, de igual modo este suceso cósmico fue en aquel entonces confluyendo poco a poco en ese pueblo de los judíos que iba madurando espiritualmente cada vez más. –
Aquí, empero, no se debe confundir el suceso cósmico con la historia terrenal del mundo, la cual está muy lejos del verdadero acontecer cósmico y la mayoría de las veces no hace sino reproducir las implicaciones del mal uso que tan a menudo se le da al libre albedrío del espíritu humano, uso este con el cual no se hace otra cosa que arrojar gran cantidad de piedras en el verdadero acontecer y generar así en muchos casos torceduras temporales y trastornos terrenales.
En aquel entonces el pueblo judío estaba, con su culto religioso, por delante de los demás y, por consiguiente, era el que tenía la ideología que más se acercaba a la Verdad.
La consecuencia natural de ello fue que, debido al efecto recíproco, la anunciación de una encarnación proveniente de la Luz tenía por fuerza que seguir este camino exclusivamente, dado que el mismo, al ser el más correcto, es el que más se le puede acercar. En virtud de su mayor alejamiento de la Verdad, los otros caminos no podían estar libres para semejantes posibilidades, ya que se perdían en errores.
Una vez más, se debió a la ley según la cual la especie afín es absolutamente indispensable para que haya resultados que, a la hora de encarnar, el portador de la Verdad proveniente de la Luz sólo pudiera seguir este camino, el cual era en todos los sentidos el que más cerca estaba de esta Verdad y el que más similitud guardaba con Ella. Eso es lo único que ofrece el necesario sostén y ejerce atracción, mientras que los conceptos erróneos repelen y cierran literalmente el camino para la entrada de algo que provenga de la Luz.
La ley del efecto recíproco y de las especies afines tiene inevitablemente que desempeñar enteramente su función aquí también. Por medio de los efectos proporcionados e imperturbables de su operar, las leyes primordiales abren o cierran un camino dado.
Este detalle ofrece al mismo tiempo y automáticamente la prueba de que ese pueblo en el que Cristo encarnó como gran portador de la Verdad debía de tener la idea más pura de la Divinidad y de Su actividad y de que, por tanto, todas las demás religiones existentes en aquel entonces no se acercaban tanto a la Verdad como lo hacía la de dicho pueblo. Así pues, el budismo, por ejemplo, no se acercaba ni se acerca tanto a la Verdad, sino que yerra en muchas cosas. Puesto que las leyes en la Creación no se equivocan. Con ello toda persona, si reflexiona con ecuanimidad, tendrá por fuerza que encontrar el camino correcto, y su inseguridad no tardará en desaparecer. –
Pero cuando, entretanto, en la religión de los judíos también volvió a ganar terreno el dominio del intelecto, lo cual generó un impuro arribismo, la mano dura de los romanos contribuyó a que un pequeño grupo se mantuviera en la comprensión correcta, para que la palabra se pudiera cumplir.
Mis oyentes tienen que esforzarse por examinar con mayor profundidad y de manera más abarcadora la actividad de las leyes de la necesaria especie afín, del efecto recíproco y de la gravedad, tienen que esforzarse por visualizar sus efectos en todos los sentidos y por buscar todas las sutilezas en dichos efectos. Pronto se darán cuenta de su carácter abarcador y sostenedor, así como de su vitalidad. Armados con estas llaves, serán capaces de orientarse enseguida en todo acontecer. No podrán menos que percibir que en realidad se trata de la llave universal, con la que les es posible abrir todas las puertas. No con actitud fantasiosa ni innecesario misticismo, sino con la clara mirada propia de la comprensión sin lagunas. –
Así como un germen espiritual sólo puede penetrar en una región cósmica que guarde la debida correspondencia con su especie espiritual –que si bien no está perfeccionada todavía, es, aun así, de una naturaleza más elevada– y jamás podría entrar en una región cósmica demasiado inmadura aún, como tampoco en una demasiado madura, como es hoy día el caso de la nuestra, en la cual sólo pueden vivir almas que ya han encarnado varias veces, lo mismo sucede con la encarnación de un portador de la Verdad proveniente de la Luz. Su venida solo puede tener lugar en la parte de la humanidad más madura para ello. Donde más minuciosamente tienen que cumplirse los requisitos de todas las leyes es justo en todo lo concerniente a un mensajero proveniente de lo divino. De modo que este mensajero sólo podía nacer allí donde imperaran aquellos conceptos que más se acercaban a la Verdad.
Así como el germen espiritual sólo puede penetrar en la materia después de que lo sustancial ha alcanzado, con su actividad, su punto más alto, a partir del cual, de no tener lugar la entrada del elemento espiritual, ocurriría inevitablemente un estancamiento y, con ello, un retroceso, del mismo modo, antes de la venida de Cristo, en la materia se había llegado a un punto en que el elemento espiritual, debido a la confusión ocasionada por el pecado original, ya no podía seguir avanzando. En lugar de contribuir al desarrollo de todo lo existente, el libre albedrío que yace en lo espiritual había impedido ese desarrollo hacia las alturas que se quiere que tenga lugar en la Creación y, al exaltar el intelecto, había encauzado todas sus facultades unilateralmente hacia lo terrenal. Se trataba de un momento de sumo peligro.
El elemento sustancial, sin contar con un libre albedrío, había llevado a cabo correctamente el desarrollo de la Creación, de manera completamente natural, o sea, de conformidad con la divina voluntad del Creador. En cambio, el elemento espiritual, con su libre albedrío, se había vuelto incapaz, por causa de la Caída del Hombre, de continuar dicho desarrollo y no hizo sino traer desconcierto y estancamiento en el desarrollo evolutivo de la materia. Su falso empleo de ese poder que le fue dado de dirigir la divina fuerza de la Creación en aras del necesario incremento en la materia madura tenía incluso que conducir al declive inevitablemente en lugar de llevar al más alto desarrollo. Con la Caída del Hombre, el espíritu humano retuvo violentamente todo verdadero progreso evolutivo; ya que los adelantos técnico-terrenales no constituyen un verdadero progreso en ese sentido del acontecer cósmico que Dios desea. Por consiguiente, se hizo necesaria la más rápida ayuda, la intervención del Creador en persona.
Todo siglo más que transcurriera en esa situación hubiera acrecentado el desastre de tal manera que con el tiempo la posibilidad de enviar ayuda divina hubiera quedado completamente descartada, ya que el dominio del intelecto hubiera poco a poco eliminado completamente cualquier entendimiento de todo lo verdaderamente espiritual, mucho más la comprensión de lo divino. En tal caso, hubiera faltado el anclaje para una encarnación proveniente de la Luz.
De modo que había que actuar rápido, dado que aún no había llegado la hora del Hijo del Hombre, que en ese entonces ya estaba enfrascado en Su desarrollo con miras a Su misión.
Es de esta situación de necesidad que dimana el gran misterio divino de que Dios haya hecho el sacrificio por la Creación de enviar una parte de la Divinidad a la Tierra a fin de traerle luz a los descarriados.
Esta venida de Cristo no estaba prevista en un principio.
Únicamente el falso uso del libre albedrío por parte de la humanidad, debido a la Caída del Hombre, y las consecuencias de dicho uso hicieron necesaria la intervención de Dios, en contra de Su voluntad inicial. El elemento sustancial en la materia había cumplido su cometido dentro del proceso evolutivo de la Creación; sin embargo, el elemento espiritual, que está por encima del sustancial, había fracasado de lleno. Y lo que es peor: empleó la fuerza de resolución que le había sido concedida en lo diametralmente opuesto y, de ese modo, se convirtió en enemigo de la voluntad divina con la propia fuerza de ésta que le había sido encomendada para su uso.
Así, el nacimiento de Cristo no era un cumplimiento de las promesas y revelaciones que les prometían a los espíritus humanos, como regalo de Dios, el mediador eterno. Antes bien, fue una acción de emergencia divina para toda la Creación, la cual estaba amenazada de ser hundida por los extraviados espíritus humanos.
Ello traía consigo que la parte divina encarnada en aquel entonces en Jesús de Nazaret tuviera que regresar de nuevo al Padre, a lo divino, como el propio Cristo enfatizó varias veces. Él tenía, pues, que volver a ser uno con el Padre. Esta realidad demuestra también que Él no podía ser el prometido mediador eterno entre Dios y la Creación, que no podía ser ese Hijo del Hombre que había sido prometido al efecto.
Este es el último progreso de la Creación; el mismo ha estado previsto desde siempre para el final de la primera parte de la materia, y después de que tenga lugar, la Creación habrá entonces de seguir su marcha de manera proporcionada y con el Hijo de Dios a la cabeza como eterno mediador, con lo cual Éste, al mismo tiempo, es el Siervo supremo de Dios, condición que siempre habrá de mantener. Cristo, el Hijo de Dios, era parte de la Divinidad y, por tanto, estaba obligado a volver a entrar enteramente en lo divino. El Hijo del Hombre es el siervo ejecutor de Dios, y si bien ha sido enviado de lo divino, no puede jamás regresar por entero a la Divinidad, toda vez que, aparte de lo que Le es inherente por Su origen divino, ha recibido también el elemento puramente espiritual como propiedad indisociable. Ello Le impide el permanente regreso a lo divino. Con ello es que entonces se viene a cumplir esa revelación que contiene la promesa del eterno mediador entre Dios y Su Creación, de la Cual, al fin y al cabo, la humanidad forma parte también. –
Esa es la marcha del suceso cósmico hasta el final. Cada cosa se desprende de la otra con perfecta naturalidad. Una vez que se llega a entender bien la Caída del Hombre y que, entonces, se ve esa venida de Cristo que no estaba prevista desde un principio como la acción de emergencia que fue, ya no se hace difícil entender todo lo demás, y todas las lagunas se llenan por sí solas. Las preguntas sin respuesta desaparecen.
Las puertas del Paraíso vinieron a abrírseles a los espíritus humanos maduros con el mensaje de Cristo. La facultad de entender debidamente el camino que conduce allí no había existido hasta ese momento. Con la dilación, empero, dicha facultad estaba condenada a desaparecer de nuevo, debido al extravío de los espíritus humanos, como no llegara ayuda de inmediato. El Mensaje estaba destinado tanto a los hombres terrenales como a los que habían abandonado este mundo, como es el caso con todo mensaje de Dios, con toda Palabra de la Verdad luminosa.
Los hombres oyeron en Él, después de la severidad de las leyes, de un amor que no habrían podido comprender antes pero que en lo adelante tendrían que ser capaces de cultivar. Mas con este mensaje de amor las leyes no fueron derogadas, sino que, más bien, fueron ampliadas. Las mismas habrían de permanecer vigentes como una sólida base que habría de contener semejante amor en sus efectos. –
La gente trató más tarde de edificar sobre esta Palabra del Hijo de Dios, pero, debido a muchas falsas premisas, ¡de dicho intento han dimanado soberanos errores...! Mas a ello ya he hecho referencia al comienzo de esta disertación. –
Examinemos por una vez la historia del cristianismo. De ahí se pueden sacar las mejores enseñanzas, las cuales se pueden usar como si de rayos se tratara para arrojar luz sobre todas las religiones. Dondequiera encontramos los mismos errores.
Todo portador de la Verdad sin excepción, ya fuera grande o pequeño, tuvo que soportar persecuciones y ataques acompañados de burlas y de escarnio por parte de sus amados semejantes, que, tal como sucede aún hoy día, se creían demasiado inteligentes y sabios como para recibir explicaciones de la voluntad de su Creador de parte de Sus mensajeros, especialmente debido a que dichos mensajeros jamás han salido de las instituciones de educación superior de esta humanidad.
La explicación de la voluntad de Dios es básicamente la mera interpretación de la marcha de Su Creación, en la cual viven los hombres y de la cual éstos forman parte. Conocer la Creación, empero, lo es todo. Cuando el hombre La conoce, entonces le es bien fácil hacer uso de todo lo que Ella encierra y ofrece. El poder hacer uso de Ella le trae, por otra parte, todo tipo de ventajas. De esa manera, no tardará en reconocer y cumplir el verdadero objetivo de la existencia y, fomentándolo todo, ascenderá a la Luz, para su propia alegría y para bendición de su entorno.
Pero todo mensajero fue blanco de sus burlas y, con él, también el Mensaje. Ni una sola vez se dio el caso que semejante mensajero fuera acogido con beneplácito, por mucho bien que hiciera. Siempre resultó una molestia, lo cual, naturalmente, es fácil de explicar cuando se tiene en cuenta ese intelecto tan hostil a Dios, y da de por sí la evidencia de la realidad de la hostilidad hacia la Divinidad. Cristo resume este hecho con claridad en la historia en la que Dios envió a Sus siervos adonde todos sus arrendatarios para recoger Su tributo. En lugar de que éste les fuera entregado, empero, Sus siervos simplemente fueron mofados y vapuleados, para entonces ser enviados de vuelta entre burlas y con las manos vacías.
Eufemísticamente se le llama a esta historia una parábola, algo que no es la primera vez que ocurre. En lo que constituye una muestra de sabrosa comodidad, la gente siempre se pone al margen de los hechos y nunca se da por aludida. O si no, sienten la necesidad de explicar esto diciendo que, cuando los mensajeros de Dios se ven obligados a sufrir de esa manera, ello constituye una distinción de parte de Dios, en lugar de ver semejantes hechos como un delito de parte de esta humanidad, un delito contrario a lo que Dios desea.
Como el intelecto necesita de oropel y relumbrón para encubrir esa limitación suya que, de lo contrario, sería demasiado visible, se esfuerza casi hasta el punto de la desesperación en mirar siempre con desdén y desprecio la simpleza de la Verdad, ya que Ésta puede resultarle peligrosa. Él, por su parte, necesita de cascabeles tintineantes en la capa que lleva. Necesita de muchas palabras altisonantes para mantener el foco de atención sobre sí. Este es el caso hoy más que nunca. Pero actualmente ese desprecio hacia la sencilla simpleza de la Verdad hace mucho que se ha convertido en inquietud. Y a esa necesaria capa de bufón multicolor se le van añadiendo cascabeles cada vez más tintineantes, con los que se busca, mediante contorsiones y saltos, hacer cada vez más ruido, a fin de mantenerse un poco de tiempo más en el trono usurpado.
Pero últimamente esos saltos se han vuelto un baile de desesperación que está a punto de convertirse en el baile de la muerte, el baile final. Y los esfuerzos aumentarán, tendrán que aumentar, ya que con todo ese tintineo la vacuidad salta a la vista cada vez más. Y con los saltos tremendamente grandes que se están preparando, la variopinta capa habrá de acabar cayendo al suelo, dejando expuesto lo que había estado cubriendo.
Y entonces se alzará, radiante e infundiendo tranquilidad en los corazones, la corona de la simple Verdad, pasando a ocupar el lugar que sólo a ella le corresponde.
Y, por fin, esos buscadores serios que con todo han sido llevados de manera tan grotesca a alturas artificiales difíciles de entender recibirán así la base firme, el sostén para su horizonte. Sin esfuerzo podrán entonces entender a plenitud toda la Verdad, mientras que hasta ahora encontrar la más ínfima parte de Ésta costaba inevitablemente un gran trabajo.
¡Hay que regresar a la simpleza en el pensar! De lo contrario, a nadie le es posible comprender el gran todo enteramente, por lo que tampoco podrá alcanzarlo jamás. ¡Pensad de manera tan simple como los niños! Es en eso en lo que radica el significado de las grandes palabras: «Si no os volvéis como niños, no podréis entrar al reino de Dios.».
El camino que conduce allí jamás podrá ser encontrado con la tan complicada manera de pensar de hoy día. Y lo mismo se observa en las iglesias y religiones también. Cuando allí se dice que el sufrimiento ayuda a ascender y que, por tanto, constituye una gracia de Dios, en ello hay un pequeño grano de Verdad, pero seriamente distorsionado de manera edulcorante. Ya que Dios no quiere que Su pueblo sufra. Él sólo quiere alegría, amor y paz. El camino en la Luz no puede ser de ninguna otra manera. Y el camino a la Luz tiene piedras sólo cuando el hombre las ha puesto ahí.
El pequeño grano de Verdad en la doctrina del sufrimiento es que con dicho sufrimiento se puede saldar alguna culpa. Mas ello sólo sucede allí donde la persona conscientemente se da cuenta de que este sufrimiento es algo merecido. Similar a lo que sucedió con el ladrón en la cruz.
Sin ninguna sensatez vive hoy día todo el mundo su vida. También quienes gustan de hablar de saldar el karma. Estos se equivocan en sus afirmaciones, ya que es mucho más difícil de lo que semejantes sabelotodos se imaginan. Puesto que los efectos recíprocos de un karma no siempre equivalen a una liquidación del mismo. Toda persona ha de prestar mucha atención a esto que estoy diciendo. Muchas veces puede suceder lo contrario, que el sujeto en cuestión acabe hundiéndose aún más como resultado de dichos efectos.
Pese al efecto recíproco de una culpa, es únicamente la postura interior de cada individuo la que resultará determinante para su posible ascensión. Según aquel ajuste el gran timón en su interior, ya sea hacia arriba, recto hacia el frente, o hacia abajo, así será el rumbo que seguirá pese a todas sus vivencias.
En ello se hace evidente que él no es ni puede ser un juguete, sino que está obligado a encauzar el camino propiamente dicho únicamente por medio de la fuerza de su libre albedrío. En este respecto dicho albedrío es libre hasta el último momento. Ahí todo individuo es verdaderamente dueño de hacer lo que quiera; eso sí, tendrá también que contar inevitablemente con consecuencias del mismo tipo que las posturas que ha asumido, las cuales lo conducen hacia las alturas o hacia las profundidades.
Ahora, si, como consecuencia de haberse dado cuenta de las cosas y de estar imbuido de una buena volición, ajusta su timón de manera que el rumbo sea hacia arriba, los efectos recíprocos perniciosos lo alcanzarán cada vez menos y acabarán incluso cerrando su ciclo en él de manera meramente simbólica, ya que, gracias a su aspiración a ascender, el sujeto en cuestión ya se ha apartado de los bajos de los efectos recíprocos perniciosos, así aún se encuentre morando en la Tierra. Dichos efectos pasan entonces por debajo de él. No es en absoluto necesario que una persona tenga que sufrir cuando aspira a la Luz.
¡Así que quitaos esa venda de los ojos que os han puesto para que no tembléis ante el abismo que hace mucho se ha abierto ante vosotros! La tranquilización temporal no fortalece, sino que constituye una pérdida de tiempo, tiempo que jamás podrá ser recuperado.
Jamás se ha encontrado lo que explique y aclare correctamente el sufrimiento humano. Por eso es por lo que se ha recurrido al narcótico de los eufemismos, los cuales, una y otra vez, les son transmitidos irreflexivamente a los que sufren, con palabras que en unos casos son más habilidosas que en otros. Se trata del gran defecto unilateral de todas las religiones.
Y cuando un buscador bien desesperado exige por una vez una respuesta demasiado clara, entonces lo que no se entiende es simplemente relegado al dominio de los misterios de Dios. Allí es adonde por fuerza han de ir a parar los caminos de todas las preguntas sin resolver, allí es donde éstas han de encontrar un buen puerto. Pero con ello dichos caminos se evidencian claramente como caminos falsos.
Ya que todo camino correcto tiene también un final claro y no puede conducir a algo impenetrable. Allí donde «los inescrutables caminos de Dios» han de servir de explicación, se está recurriendo a una evasiva propia de una ignorancia inconfundible.
Para los hombres no tiene por qué haber misterio alguno en la Creación; no debe ser. Ya que Dios quiere que Sus leyes, que operan en la Creación, sean del perfecto conocimiento del hombre, a fin de que éste se pueda regir por ellas y, con la ayuda de ellas, complete y cumpla su periplo por el Universo sin extraviarse en la ignorancia.
Una de las más nefastas interpretaciones, empero, es ver el brutal asesinato del Hijo de Dios como un necesario sacrificio expiatorio por la humanidad.
¡Mira que pensar que ese bárbaro asesinato de un Hijo podía apaciguar a Dios!
Dado que, como es lógico, no se puede hallar explicación alguna para semejante parecer tan particular, lo que se hace es, como siempre, ocultarlo, avergonzado, tras el muro protector de los misterios de Dios, o sea, se le cuelga la etiqueta de suceso que para un ser humano es imposible de entender.
Sin embargo, ¡Dios es tan claro en todo lo que hace! ¡Es la claridad en persona! A fin de cuentas, Él ha creado la naturaleza de Su voluntad. De modo que lo natural tiene también que ser lo correcto. Ya que, al fin y al cabo, la voluntad de Dios es completamente perfecta.
El sacrificio expiatorio en la cruz, en cambio, tiene por fuerza que resultarle antinatural a toda persona de mente recta, por ser injusto contra el Hijo de Dios, Que no tenía culpa alguna. El asunto no tiene vuelta de hoja. Es mejor que el hombre reconozca con franqueza que algo así en realidad resulta incomprensible. Puede esforzarse todo lo que quiera, que no va a llegar a ninguna conclusión y, en este caso, se le hace imposible entonces entender a Dios. Dios, empero, quiere que se Le entienda. Y esto, de hecho, es posible, puesto que la manifestación de Su voluntad reposa de manera clara en la Creación, sin contradecirse jamás. Los hombres son los únicos que se empeñan en introducir elementos incomprensibles en sus investigaciones religiosas.
De hecho, la trabajosa estructura que rodea la idea básica de un necesario sacrificio expiatorio es hecha añicos por las palabras que el Salvador mismo profirió cuando lo crucificaron.
«¡Padre, perdónalos, que no saben lo que hacen!». ¿Habría sido necesaria semejante oración de intercesión si la muerte en la cruz hubiera sido un necesario sacrificio con miras a la conciliación? A fin de cuentas, las palabras «¡no saben lo que hacen!» constituyen una acusación de la más grave naturaleza. Las mismas son un claro indicio de que lo que están haciendo está mal, de que semejante acto no fue más que un vulgar crimen.
¿Hubiera Cristo orado en Getsemaní para ser librado de la copa del sufrimiento si su muerte en la cruz hubiera sido un necesario sacrificio con miras a la conciliación? ¡Nunca! ¡Cristo no hubiera hecho eso jamás! Pero Él sabía que el martirio que le esperaba no era sino una consecuencia del libre albedrío de los hombres. Y de ahí su plegaria.
Cegada, la gente ha pasado esto de largo durante dos mil años y, sin reflexionar, han aceptado lo imposible.
Muchas veces tiene uno que oír con dolor opiniones que manifiestan que los preferidos entre los discípulos y discípulas de Jesús hoy día son agraciados con sufrimiento corporal, como, por ejemplo, con estigmas.
Naturalmente que todo eso no viene de otra cosa que de esa falsa interpretación del sufrimiento terrenal de Cristo. Otra cosa no se podía esperar en absoluto como resultado de semejante interpretación. Grande es el peso, empero, de las consecuencias personales que ello puede traer consigo, de lo cual hablaré más adelante.
¡Cuán irreflexivo hay que ser y qué abyecta mentalidad de esclavo hay que tener para imaginarse al todopoderoso Creador de los cielos y la tierra como alguien que puede actuar de esa manera! Sin dudas, se trata de la más pecaminosa denigración de esa sublime Divinidad, Cuya esencia, por muy bella que se le represente, jamás podrá ser honrada con dicha representación, ya que en este sentido lo mejor y lo más bello está muy lejos aún de tan siquiera acercarse a la realidad. ¡Y a ese gran Dios la gente Lo cree capaz de exigir que el hombre que Él ha creado tenga que retorcerse de dolor cuando Él le confiere una gracia!
¡¿Cómo puede haber una ascensión cuando esas son las bases sobre las que se descansa?!
Los hombres conciben a su Dios tal como ellos quieren que sea, Le dan la dirección de su propia volición. Y ay si Él resulta ser diferente de como ellos se Lo imaginan; ahí es rechazado así sin más, como lo evidencia el hecho de que enseguida se rechaza y se combate a aquellos que se atreven a tener una idea de Dios mucho más grandiosa y sublime. En esas opiniones que los hombres han mantenido hasta ahora no hay nada de grande. Al contrario, las mismas testifican meramente de una inquebrantable fe en su propio valer, en el valer de los hombres, cuyo favor Dios tiene que mendigar y de cuyas manos ensangrentadas Él pudo recibir de vuelta a Su Hijo, que, tras haberLo enviado de ayuda con el Mensaje salvador, Le devolvieron mofado y zaherido, martirizado y torturado.
¡Y la gente a estas alturas todavía quiere mantener en pie la opinión de que todo esto fue un sacrificio necesario para Dios! ¡Cuando el propio Cristo, en medio de Sus tormentos, exclamó, completamente desesperado por semejante ceguera: «¡No saben lo que están haciendo!»!
¿Acaso hay alguna posibilidad todavía de llevar a esta humanidad al camino correcto? A fin de cuentas, los sucesos más extremos siguen resultando aún muy débiles para conseguir esto. ¡¿Cuándo se acabará de dar cuenta el hombre de lo mucho que en realidad se ha hundido y de lo vacías y huecas que son las ilusiones que se hace?!
Pero tan pronto uno escarba tan solo un poco, encuentra encapsulada la egolatría en su forma más pura. Y así en todos los confines se hable hoy día de buscar de Dios, se trata, como siempre, de una gran hipocresía con base en la acostumbrada autocomplacencia, la cual carece de toda sed verdaderamente seria de la pura Verdad. La gente solo busca el autoendiosamiento, y nada más. No hay un sólo ser humano que se esfuerce seriamente por entender a Dios.
Con una sonrisa acompañada de aires de superioridad, echan enseguida a un lado la sencillez de la Verdad, sin hacerle el menor caso; ya que se creen demasiado sabios, demasiado excelsos y demasiado importantes como para que su Dios pueda tener algo que ver con la simpleza. En honor a quienes son ellos, Dios tiene que ser mucho más complicado. De lo contrario, no vale la pena creer en Él. ¡¿Cómo puede uno –se dicen ellos– reconocer algo que a cualquier inculto le resulta fácil de entender?! Algo así no tiene nada de grande. De algo semejante no puede uno ocuparse en absoluto; de lo contrario, se estaría poniendo en evidencia. Que los niños, las viejas y los incultos se ocupen de ello. Pues está claro que no es para personas con un intelecto tan instruido, para personas con la inteligencia que uno ve hoy día en la gente estudiada. Que el vulgo se ocupe de ello. Del único parámetro que pueden servirse la formación y el saber a la hora de usar su gran rasero es del grado de dificultad que una materia o un asunto presenta para ser comprendido. –
Los ignorantes, empero, son esos que piensan así. Semejante gente no merece recibir siquiera una gota de agua de la Mano del Creador por medio de Su Creación.
Con su limitación, se han cerrado a la posibilidad de ver la deslumbrante grandeza que reside en la simplicidad de las leyes divinas. Semejantes individuos son literalmente incapaces de darse cuenta de dicha grandeza; hablando en plata, son demasiado estúpidos, debido a ese unilateral cerebro suyo que tan atrofiado está y del que ellos siguen haciendo ostentación como símbolo de su más grande logro, a estas alturas, cuando la hora del nacimiento está ahí mismo ya.
Constituye un acto de gracia de Dios que Éste los deje languidecer en la estructura que ellos han levantado; ya que adondequiera que uno dirige la mirada, todo es hostil a Dios y se encuentra desvirtuado por causa de ese enfermizo delirio de grandeza de todos los hombres de intelecto, cuya ineptitud poco a poco se está haciendo evidente por doquier.
Y esto es algo que ha venido creciendo desde hace ya miles de años. Y ha traído el envenenamiento a las iglesias y religiones, dado que allí donde el hombre optó de forma ilimitada por el dominio del intelecto, el resultado fue ese mal corrosivo, esa consecuencia garantizada de la Caída del Hombre.
Y ese falso dominio del intelecto siempre ha engañado a los hombres sometidos a él en todo lo concerniente a lo divino; incluso en todo lo espiritual.
Aquel que no eche abajo ese trono en su interior, quedando libre así, tendrá que sucumbir junto con él.
Ya uno no debe decir «pobre humanidad»; puesto que son culpables a sabiendas, tan culpables como una criatura puede serlo jamás. Las palabras, «¡perdónalos, que ya no saben lo que hacen!», ya no son apropiadas para la humanidad de hoy día. Más de una vez ya han tenido la oportunidad de abrir ojos y oídos. Lo que hacen lo están haciendo plenamente conscientes y, por consiguiente, los efectos recíprocos tendrán obligadamente que alcanzarlos con todo su peso, sin que nada les sea mitigado. –
Cuando ahora se cierre el anillo de todo acaecer que ha tenido lugar hasta ahora, con ello llega el corte, la cosecha y la criba para esta región cósmica que es la primera en madurar en toda la Creación. Nunca antes ha ocurrido algo así desde el surgimiento de toda la materia; ya que nuestra región cósmica marcha a la cabeza de todas las demás en el ciclo eterno, como la que tiene que pasar por todo de primera.
Es por eso también por lo que hace dos mil años el Hijo de Dios encarnó en esta Tierra. Se trata de un suceso cósmico que tuvo lugar en la primera región de toda la materia, en la más madura, y que, sin embargo, no se repetirá jamás. Ya que en las regiones que le siguen a esta se da siempre una prolongación de lo sucedido aquí. De modo que esta región siempre entra de primera en un nuevo suceso cósmico, en un suceso cósmico que no ha tenido lugar antes, pero que después de nosotros se va a repetir siempre. Se trata de la desintegración de la materia formada que trae su excesiva maduración, lo cual constituye un suceso completamente natural. –
¡Consumado es! Se ha mostrado el camino de la Luz y, por ende, de la vida eterna para lo espiritual-personal. Que los espíritus humanos miren a ver ahora qué camino quieren seguir, en lo que constituye la última oportunidad de tomar una decisión: el de la condenación eterna o el de la alegría eterna; ya que, de conformidad con la voluntad divina, la decisión al respecto es sólo de ellos.