Una vez más hago referencia al hecho de que toda vida en la Creación se divide en dos categorías: la consciente de sí misma y la inconsciente. Lo consciente constituye el progreso de lo inconsciente. Y es con la adquisición de esta conciencia que se viene a adquirir también esa forma a imagen y semejanza del Creador que conocemos por forma humana.
Ahora bien, en la primera Creación, la Creación propiamente dicha –que, por ser la que más cerca se encuentra del Espíritu Creador, solo puede ser netamente espiritual–, tenemos, junto a los hombres-espíritus conscientes que fueron creados primero, lo espiritual que aún se encuentra en estado de inconciencia. Este elemento inconsciente, el cual tiene los mismos atributos que lo consciente, lleva en su interior, por ley natural, el deseo de continuar desarrollándose. Dicho desarrollo, empero, sólo puede tener lugar por medio del paso hacia el próximo estadio con miras a la adquisición de la conciencia.
Ahora bien, cuando en este elemento espiritual inconsciente el deseo de alcanzar la conciencia se ha intensificado hasta cierto punto, tiene entonces lugar, en lo que constituye un paso evolutivo perfectamente natural, un proceso que se asemeja a un nacimiento terrenal. No tenemos más que prestarle atención a nuestro entorno. En éste el cuerpo físico-material expulsa de manera automática todo fruto que ha alcanzado la madurez. Esto se ve tanto en el caso del animal como en el del hombre. También todo árbol arroja sus frutos. Ello constituye la repetición de un proceso de continuación del desarrollo cuyos rasgos esenciales radican en la primera Creación, en el llamado Paraíso.
De la misma manera tiene lugar también allí, alcanzada una cierta madurez, la repulsión automática de ese elemento inconsciente con sed de adquirir la conciencia, repulsión que también recibe el nombre de separación de lo inconsciente o de expulsión. Ahora bien, esas partículas espirituales inconscientes que han sido expulsadas en semejante proceso constituyen los gérmenes espirituales que devienen en seres humanos.
Ese es el proceso de la expulsión del Paraíso, la cual ha sido reproducida también en la Biblia, por medio de imágenes.
Dicho proceso ha de tener lugar obligadamente, puesto que el estado de inconciencia encierra falta de responsabilidad, mientras que con la adquisición de la conciencia va madurando, al mismo tiempo, la responsabilidad.
De modo que la separación del elemento inconsciente que va madurando es necesaria para ese elemento espiritual que, por razón de un deseo natural, quiere desarrollarse con miras a la adquisición de la conciencia. Dicha separación es un paso de avance, y no una regresión.
Ahora bien, como esos gérmenes vivos no pueden ser expulsados hacia arriba, en dirección de la perfección, les queda, como única vía, el camino que conduce hacia abajo. Ahora, al seguir este camino, entran en el reino de lo sustancial, el cual es más pesado y no contiene nada espiritual.
De esa forma ese germen espiritual que desea alcanzar la conciencia se ve de repente a sí mismo en un entorno que no le es afín, o sea, en un entorno extraño y, por ende, se ve prácticamente al descubierto. Por razón de ser espiritual, en esa sustancialidad más densa el germen se siente desnudo y expuesto. Si pretende permanecer ahí o continuar su marcha, se le hace una necesidad natural el cubrirse con una envoltura sustancial que sea de la misma naturaleza que su entorno. De lo contrario, no le será posible actuar allí ni tampoco permanecer en ese medio. De modo que él no sólo siente la necesidad de cubrir su desnudez, como ha sido reproducido figurativamente en la Biblia, sino que ello es también parte necesaria del proceso evolutivo.
El germen de lo que está deviniendo en un ser humano sigue entonces siendo llevado por caminos naturales hasta entrar en la materia.
Aquí se vuelve a ver rodeado de una necesaria envoltura, la cual tiene la misma constitución que su nuevo entorno material.
Ahora se encuentra en el borde exterior de la materia etérea.
La Tierra, empero, es el punto en el que concurre todo lo que reposa en la Creación. Aquí afluyen elementos provenientes de todas las subdivisiones, elementos que, de otra manera, permanecen estrictamente separados, por razón de su diferencia de especie. La totalidad de los hilos y todos los caminos van a parar a la Tierra como si Ésta fuera un único punto de encuentro. Y habiendo formado asociaciones y engendrado nuevos efectos, diferentes corrientes de fuerza son entonces proyectadas al Universo desde aquí, en un intenso llamear y en lo que constituye algo que no tiene lugar en ninguna otra parte de la materia.
En esta Tierra tienen lugar las más fervorosas vivencias por razón de la unión de todas las especies de la Creación, cosa que la materia posibilita. Mas, en todo caso, solo puede tratarse de la unión de todas las especies de la Creación, no de lo divino ni de nada del Espíritu Santo, el cual se encuentra sobre la Creación y fuera de Ésta. –
Ahora bien, las últimas estribaciones de este vivenciar en la Tierra corren al encuentro del germen espiritual apenas éste hace su entrada en la materia etérea. El germen espiritual en cuestión se ve entonces bañado por dichas estribaciones. Estas son lo que lo tienta y, al mismo tiempo, lo ayuda, despertando su conciencia y estimulando el desarrollo de ésta.
Desprovisto todavía de ataduras o, lo que es lo mismo, de deudas, el germen espiritual percibe, en ese umbral de toda la materia, las estribaciones de vibraciones de las intensas vivencias que se desarrollan con el devenir y el fenecer en todo lo material. Con ello surge en él el deseo de conocer esto más de cerca. Ahora, en el momento en que él abriga un deseo en este respecto, el germen espiritual se ajusta, a través de la formación de dicho deseo, a alguna corriente afín –la cual puede ser buena o mala–, y ello por voluntad propia. A través de la ley operante de la fuerza de atracción de especies afines, este germen inmediatamente se ve entonces atraído por una especie similar que es más fuerte que su propia especie. Ello lo lleva hasta un lugar donde a la especie deseada se le rinde culto de manera más intensa que lo que es su propio deseo.
Con semejante deseo interior su envoltura etérea, en correspondencia con su deseo, se vuelve inmediatamente más densa y la ley de la gravedad lo hace hundirse más.
Sin embargo, en un final, solo la Tierra físico-material le ofrece el verdadero vivenciar de ese deseo latente en él. – –
El germen espiritual siente la necesidad de continuar hasta llegar a encarnar terrenalmente porque desea pasar de gulusmear a probar y a disfrutar. Cuanto más intenso se vuelve el deseo de placeres terrenales de este espíritu que va despertando por medio del gulusmear, tanto más densa se configura la envoltura etérea que él lleva consigo. Con ello, empero, adquiere también más peso y se va hundiendo poco a poco hasta llegar al plano terrenal, que es donde único tiene posibilidad de realizar sus deseos. Ahora, una vez que ha llegado al plano terrenal, está entonces lo suficientemente maduro para un nacimiento terrenal.
Con ello la ley de atracción de las especies afines se pone de manifiesto de manera más clara. En total conformidad con el deseo o pasión que lleva consigo, cada uno de estos espíritus incompletos resulta atraído como por un imán al lugar donde el contenido de su deseo alcanza su realización a través de los hombres terrenales. Si, por ejemplo, el espíritu en cuestión tiene el deseo de gobernar, no acabará naciendo en circunstancias en las que le sea posible experimentar el cumplimiento de su deseo, sino que será atraído por personas que tienen un marcado carácter mandón, o sea, por personas que tienen un sentir de la misma naturaleza que el suyo, y así sucesivamente. Ya con ello él expía en parte lo incorrecto o siente gozo con lo correcto. Por lo menos, tiene la posibilidad de ello.
A partir de este suceso es que erróneamente se asume que existe la herencia de atributos o de facultades espirituales. Mas eso no es cierto. Puede que de esa impresión. Pero, en realidad, una persona no puede traspasarles a sus hijos nada de su espíritu viviente.
La herencia espiritual no existe.
Ninguna persona está en condiciones de traspasar tan siquiera una partícula de su espíritu viviente.
En este punto se ha alimentado un error que proyecta sus sombras obstaculizadoras y desconcertantes sobre muchas cosas. Ningún hijo puede agradecerles a sus padres por alguna facultad que él tenga, como tampoco puede reprocharles por algún defecto que él acuse. Eso estaría mal y sería una injusticia digna de castigo.
Esta maravillosa obra que es la Creación jamás es tan defectuosa e imperfecta como para permitir actos arbitrarios o aleatorios de herencia espiritual.
Esta fuerza de atracción de todas las especies afines, tan importante en un nacimiento, puede provenir tanto del padre como de la madre, así como también de alguien que esté cerca de la futura madre. Por eso la futura madre debería ser precavida respecto a qué persona tolera a su lado. Aquí hay que tener presente que la fortaleza interior radica principalmente en las debilidades, y no en los rasgos del carácter perceptibles a simple vista. Las debilidades traen importantes períodos de vivencias interiores que resultan en una intensa fuerza de atracción.
Ahora bien, la venida terrenal del hombre se compone de procreación, encarnación y nacimiento. La encarnación, o lo que es lo mismo, la entrada del alma, tiene lugar a mitad del embarazo. La mutua maduración creciente, tanto la de la futura madre como la del alma que va camino de encarnar, trae consigo una ligazón terrenal adicional. Se trata de una irradiación que es suscitada por esa mutua maduración y que tiene el efecto natural de intensificar ininterrumpidamente el anhelo de unión de ambas partes. Esta irradiación se va haciendo cada vez más fuerte y, por medio de dicho anhelo, va encadenando de manera cada vez más firme al alma a la madre y viceversa, hasta que, una vez que el cuerpecito en desarrollo en el vientre de la madre ha alcanzado cierta madurez, el alma acaba siendo literalmente succionada por dicho cuerpecito.
Como es natural, este momento de la entrada o succión del alma trae consigo las primeras sacudidas del cuerpecito, las cuales se evidencian en contracciones, contracciones a las que la gente se refiere como los primeros movimientos de la criatura. Al mismo tiempo, la futura madre experimenta en muchos casos un cambio en sus sentimientos. En dependencia de la naturaleza del alma humana que ha hecho su entrada, lo sentido será felicidad o también opresión. –
Con el cuerpecito, esa alma humana que ha llegado a ese punto en su desarrollo está cubriéndose con el manto de materia física, manto este que necesita para poder vivir, oír, ver y sentir todo a plenitud, lo cual es posible únicamente con una envoltura, o herramienta, de la misma consistencia, de la misma especie. Sólo entonces le es posible pasar de gulusmear a probar de verdad y, con ello, a formarse un juicio. Que el alma tenga primero que aprender a servirse de este nuevo cuerpo como herramienta, que tenga que aprender a dominarlo, es algo entendible.
Esa es, a grandes rasgos, la trayectoria del hombre para llegar a su primer nacimiento terrenal.
Sí porque, por ley natural, desde hace mucho tiempo ya no le es posible a un alma que vaya a encarnar por primera vez hacerlo en la Tierra, sino que los nacimientos han traído almas que cuando menos han pasado ya por una vida terrenal. Por razón de ello, desde su nacimiento mismo ya están densamente rodeadas de un variado karma. La posibilidad de liberarse de éste la ofrece la fuerza sexual.
Gracias a la envoltura del cuerpo físico-material, durante los años de la infancia el alma de una persona queda aislada de las corrientes que, provenientes de afuera, tratan de llegar al alma. Todo lo oscuro y lo maligno que anima el plano terrenal se encuentra con que el camino que lo conduce al alma está bloqueado por el cuerpo físico-material. Por consiguiente, no le es posible ganar influencia sobre el niño y no puede ocasionarle daños. Ahora, lo malo que esa alma que ha vuelto a encarnar trae de lo vivido anteriormente permanece con ella durante la infancia, como es natural.
El cuerpo forma esta pared divisoria mientras aún está verde e inmaduro. Es como si el alma se hubiera retirado al interior de un castillo en el que el puente levadizo ha sido levantado. Durante esos años se mantiene un abismo insalvable entre el alma del niño y esa Creación etérea donde viven las vibraciones etéreas de culpa y expiación. Así, el alma se encuentra protegida en la envoltura terrenal, madurando de cara a la responsabilidad y aguardando el momento que trae la bajada de ese puente levantado que permite la comunicación con la verdadera vida en la materia.
Por medio de leyes naturales, el Creador ha puesto en toda criatura un instinto de imitación a manera de reemplazo por el libre albedrío allí donde este último aún no está activo. La gente comúnmente lo llama la «receptibilidad de los niños y jóvenes». Este instinto de imitación tiene por finalidad el preparar el desarrollo para la vida terrenal hasta que, en el caso de los animales, dicho instinto resulte enriquecido y respaldado por las vivencias, mientras que en el caso de los hombres sea llevado al nivel superior por el espíritu y convertido en libre albedrío, con miras a un actuar con conciencia de sí mismo.
Ahora bien, en el cuerpo del niño, al espíritu encarnado en él le falta un puente de irradiaciones que no puede llegar a formarse hasta llegado el momento de la madurez corporal, un puente que se forma con la fuerza sexual. El espíritu carece de este puente a esa actividad eficaz y de verdadera trascendencia en la Creación que solo puede ser provocada por la completa posibilidad de irradiación a través de todas las especies de la Creación. Y es que solo en las irradiaciones hay vida, y es solo a partir de ellas y a través de ellas que tiene lugar el movimiento.
Durante ese tiempo, el niño, que sólo puede incidir en su entorno de manera plena y completa desde su parte sustancial, mas no desde su núcleo espiritual, tiene, ante las leyes de la Creación, tan solo un poco más de responsabilidad que un animal altamente desarrollado.
Mientras tanto, el joven cuerpo va madurando, y poco a poco va despertando en él la fuerza sexual, la cual solo existe en la materia física. Esta fuerza sexual es la más sutil y la más noble flor de toda la materia física, es lo más excelso que la Creación físico-material pueda ofrecer. Con su sutileza, la referida fuerza sexual constituye el cenit de todo lo físico-material, o sea, de lo terrenal, y, como última estribación viva de la materia, es lo que más se acerca a lo sustancial. La fuerza sexual es la vida pulsante de la materia y lo único que puede constituir el puente a lo sustancial, que, a su vez, facilita el progreso hacia lo espiritual.
Por esa razón, el despertar de la fuerza sexual se asemeja a la bajada del puente levadizo de un castillo al que no se había tenido acceso. Con ello, al morador de este castillo, o sea, al alma humana, le es posible salir completamente pertrechado para el combate, pero en igual medida le es posible a los amigos o enemigos que aguardan acampados en las afueras del castillo el llegar a él. Estos amigos o enemigos son, más que nada, las corrientes etéreas de índole buena o maligna, pero también los moradores del más allá, que tan solo están esperando que, por medio de algún deseo, uno les extienda la mano, con lo cual se les da la posibilidad de que se enganchen con firmeza y ejerzan una influencia propia de su naturaleza.
Ahora, cuando tiene lugar el paso de un nivel a otro de manera natural, las leyes de la Creación solo permiten la entrada de afuera de una fuerza que tenga la misma magnitud que la fuerza con la que se le puede presentar oposición desde adentro, de manera que un combate desigual queda totalmente excluido. –Siempre y cuando no se peque aquí. Puesto que todo instinto sexual provocado de manera antinatural por alguna estimulación artificial abre el referido castillo de manera prematura, con lo cual el alma, que aún no alcanzado la misma fuerza de lo que acecha afuera, queda expuesta. Y entonces está condenada a sucumbir a las corrientes etéreas malignas que se abalancen sobre ella, corrientes estas a las que, de otro modo, hubiera podido hacerles frente con toda seguridad.
Por ley natural, cuando hay una maduración normal solo existe la posibilidad de que ambas partes tengan la misma fuerza. Lo decisivo aquí, empero, es la voluntad del morador del castillo, y no la de los sitiadores. Es así como el primero, en caso de tener buena voluntad, siempre saldrá vencedor en la materia etérea. Es decir, siempre saldrá vencedor en los sucesos del mundo etéreo, sucesos estos que el hombre promedio no alcanza a ver mientras mora en la Tierra y que, no obstante, están estrechamente y mucho más vivamente ligados a él que ese entorno físico-material suyo que le resulta visible.
Ahora, si el morador del castillo le extiende la mano por voluntad propia a algún amigo o enemigo etéreo que se encuentra afuera, o también a corrientes, es decir, si lo hace por deseo propio o por decisión suya, entonces, lógicamente, la cosa cambia. Dado que con ello él se ajusta a una especie determinada de los sitiadores que aguardan afuera, a estos les es posible fácilmente desarrollar contra él una fuerza diez, cien veces mayor. Si dicha fuerza es buena, recibirá ayuda y bendiciones. Ahora, si es mala, cosechará destrucción. Esa elección libre encierra una actuación del libre albedrío. Una vez que él ha tomado dicha decisión, queda entonces sujeto a las consecuencias en todo caso. Ante estas consecuencias su libre albedrío queda interrumpido. Según su propia elección, a él se anuda un karma bueno o malo, karma al que, como es lógico, quedará sujeto mientras no cambie interiormente. –
La fuerza sexual tiene el cometido y también la capacidad de «infundirle calor» terrenalmente a todo el sentir intuitivo espiritual del alma. Es sólo por medio de ello que al espíritu le es posible obtener una verdadera conexión con la materia entera, y, por ende, es sólo entonces que adquiere pleno valor terrenalmente. Sólo entonces le es posible a este espíritu abarcar todo lo necesario para hacerse valer en la materia, a fin de afianzarse en ella, actuar de manera eficaz, contar con protección y, plenamente pertrechado, ejercer una defensa victoriosa.
Hay algo de formidable en esta conexión. Esa es la finalidad principal de ese enigmático e inconmensurable instinto natural. Este tiene por propósito ayudar a lo espiritual a desarrollar toda su fuerza de acción en esta materia. Sin dicha fuerza sexual, ello resultaría completamente imposible, por falta de una transición con miras a la animación y el control de toda la materia. El espíritu le sería entonces demasiado ajeno a la materia como para poder actuar en ella debidamente.
Con ello, empero, el espíritu humano obtiene también la fuerza plena, su calor y su vitalidad. Es con este suceso que él viene a estar listo para el combate.
Es por eso que aquí se inicia entonces la responsabilidad. Se trata de un verdadero punto de inflexión en la existencia de toda persona.
En este punto significativo, empero, la sabia justicia del Creador le da al hombre al mismo tiempo no solo la posibilidad, sino incluso el impulso natural a sacudirse fácilmente y sin esfuerzo de todo el karma con que él hasta ese momento ha lastrado su libre albedrío.
Si el hombre derrocha ese tiempo, entonces la culpa es suya. Tan solo reflexionen al respecto: Con la entrada de la fuerza sexual, entra en actividad, primero que nada, una tremenda fuerza de empuje hacia arriba, hacia todo lo ideal, lo bello, lo puro. Esto se puede observar con claridad en los jóvenes no corrompidos de ambos sexos. De ahí ese entusiasmo típico de los años mozos que, desgraciadamente, deviene sobradas veces en objeto de burla de los adultos. De ahí también la propensión en esos años a sentirse melancólico con facilidad y sin razón aparente.
Los momentos en que un jovenzuelo o una moza dan la impresión de llevar a cuestas las angustias del mundo entero y en que el vislumbre de una profunda seriedad asoma en ellos no son infundados. Asimismo, esa sensación de no sentirse comprendidos que tan a menudo se da en ellos encierra, en realidad, mucho de verdad. Se trata de la percepción que por momentos tienen de lo mal que están las personas que les rodean, que no pueden ni quieren entender el sagrado arranque de un vuelo puro hacia las alturas y que no se dan por satisfechas hasta que ese sentimiento tan fuertemente admonitorio en el alma en maduración es arrastrado al inferior nivel de lo que les resulta más entendible, «más real» y más pragmático, de lo que consideran como lo más apropiado para la humanidad y, en su tendenciosa mentalidad intelectual, tienen por lo único sano.
El enigmático entusiasmo radiante de una moza no corrompida o de un joven no viciado no es otra cosa que el puro impulso hacia lo más alto y más noble que el despertar de la fuerza sexual trae consigo, en combinación con la fuerza del espíritu, lo cual es percibido por el entorno del joven en cuestión.
El Creador se ha esmerado y ha puesto cuidado en que ello caiga en una edad en la que la persona ya puede tener plena conciencia de su volición y de sus actos. Y entonces habrá llegado el momento en que aquella estará en capacidad de, en unión con la fuerza plena que ahora reside en ella, sacudirse fácilmente de todo lo que arrastra del pasado, y no solo estará en capacidad sino también en el deber de hacerlo. Incluso ello se desprendería por sí solo si el hombre mantuviera la voluntad por el bien, lo cual se siente constantemente impelido a hacer en ese tiempo. En tal caso, le sería posible –como muy acertadamente dan a entender sus sentimientos– ascender sin esfuerzo a ese nivel que a él, como ser humano, le corresponde. Fijaos en la actitud soñadora de la juventud no corrompida. La misma no es más que la percepción del impulso y la volición a quitarse toda inmundicia, no es más que el ardiente deseo de lo ideal. Esa intranquilidad e inquietud, empero, es la señal de no perder el tiempo y, en su lugar, sacudirse vigorosamente del karma y ponerse en función de la ascensión del espíritu.
Es una gloria el hallarse en esa fuerza concentrada, el operar en ella y con ella. Pero solo mientras la dirección que el hombre escoja sea buena. Sin embargo, no hay nada más deplorable que desperdiciar estas fuerzas unilateralmente en el frenesí del apetito sexual y paralizar así el espíritu.
Pero, desgraciada y lamentablemente, el hombre, en la mayoría de los casos, desperdicia este tiempo de transición tan precioso y se deja llevar por las personas que le rodean y que «saben más que él» a caminos errados que lo retienen y que acaban conduciéndolo a las profundidades. De ese modo, se le hace imposible arrojar las vibraciones turbias que se adhieren a él y, con ello, el libre albedrío de la persona se enreda cada vez más, hasta que a ésta le resulta imposible reconocerlo, cubierto como éste está de tanta maleza innecesaria. Es lo mismo que pasa con las enredaderas a las que un tronco sano les ofrece ayuda al principio sirviéndoles de sostén y que acaban cortándole la vida al cubrirlo por completo y asfixiarlo.
Si el hombre se fijara más en sí mismo y en el acaecer en la Creación entera, ningún karma podría ser más fuerte que ese espíritu suyo que cobra plena fuerza en el momento en que, por medio de la fuerza sexual, obtiene una conexión ininterrumpida con la materia, a la cual, después de todo, pertenece el karma.
Incluso si el hombre desperdicia ese tiempo y se enreda aún más, llegando quizás a hundirse tremendamente, incluso en tal caso se le ofrece, no obstante, una posibilidad más de ascender: por medio del amor.
No ese amor que abriga deseos propios de lo físico-material, sino ese amor excelso y puro que no conoce ni quiere otra cosa que el bienestar del ser amado. Ese amor también pertenece a la materia y no exige renunciación ni penitencia, pero, eso sí, quiere siempre lo mejor para el otro. Y esa volición que jamás piensa en sí misma constituye la mejor protección de cualquier ataque.
El amor tiene como base, incluso en la edad más avanzada, los mismos sentimientos de ahhelo por un ideal que los jóvenes no corrompidos experimentan cuando la fuerza sexual hace su entrada. Mas este amor se manifiesta de una manera diferente: a los hombres maduros los espolea al máximo de su capacidad, los incita al heroísmo incluso. Aquí la edad no representa una limitante. La fuerza sexual perdura aun cuando el inferior instinto sexual desaparece; ya que la fuerza sexual y el instinto sexual no son una y la misma cosa.
En el momento en que el hombre le da cabida al amor puro, ya se trate del amor del hombre por una mujer o viceversa, del amor por un amigo, por una amiga, por los padres, por el hijo, da igual, siempre y cuando sea puro, este amor trae entonces consigo, como primer regalo, la oportunidad de desechar el karma, el cual puede ser deshecho bien rápido con una acción «simbólica». El karma entonces se «seca», puesto que ya no encuentra un eco afín en el hombre, ya no encuentra en él nada que lo alimente. De esa manera, éste queda libre. Y entonces comienza la ascensión, la liberación de las indignas cadenas que lo retienen.
El primer sentimiento que despierta en tal caso es el de sentirse indigno del ser amado. Uno puede llamarle a este suceso la aparición de la modestia y la humildad, o sea, la obtención de dos grandes virtudes. A ello se le une el deseo de mantener protectoramente las manos sobre el otro para evitar que de algún lado pueda sobrevenirle alguna pena. El «querer proteger a alguien contra viento y marea» no es una frase vacía, sino que caracteriza muy bien ese sentimiento que está aflorando. Ello, empero, encierra una total abnegación y entrega, una gran voluntad de servir, la cual puede ser suficiente para deshacerse de todo karma en un corto tiempo, siempre y cuando dicha voluntad se mantenga y no le dé cabida al instinto puramente sexual. Cuando hay amor puro se siente, por último, el ardiente deseo de poder hacer algo verdaderamente grande –grande en un sentido noble– por el ser amado, el deseo de no ofenderlo o herirlo ni con un gesto, ni con pensamientos, ni con palabras, y mucho menos con una mala acción. La más sutil consideración cobra vida.
Ahí lo más importante es mantener esta pureza de intuición y ponerla por delante de todo lo demás. Nadie en semejante estado deseará o hará jamás algo malo. Simplemente, no le será posible. Al contrario, en semejantes sentimientos intuitivos tendrá la mejor protección, la mayor fuerza y el consejero y amigo de mejores intenciones que pueda encontrar.
En Su Sabiduría, el Creador ofreció así un salvavidas con el que todo individuo se topa más de una vez en la existencia terrenal, a fin de que se agarre de él y suba.
La ayuda está disponible para todos y no hace distinción, ni en cuanto a edad ni en cuanto a sexo, ni entre ricos y pobres, ni entre aquellos de cuna ilustre y los de cuna humilde. Por eso es por lo que el amor es también el más grande regalo de Dios. Aquel que lo agarre tiene la salvación garantizada, no importa cuán grande sea el apuro en que se encuentre y cuán bajo haya caído.
El amor es capaz de, con fuerza demoledora, encumbrarlo hacia la Luz, hacia Dios, Quien es el amor en persona. –
En el momento en que en una persona despierta ese amor que se afana por darle luz y alegrías al ser amado y por no degradarlo con algún deseo impuro, sino encumbrarlo a las alturas protectoramente, dicha persona le estará sirviendo a ese ser querido sin en realidad percatarse de que lo hace; puesto que con ello se convierte más en un dador desinteresado, en un donante que da con gozo. Y este servicio lo libera.
A fin de encontrar el camino correcto aquí, uno no necesita más que fijarse en una única cosa. Todos los hombres terrenales albergan un gran y fuerte deseo en común: el poder verdaderamente ser para sí mismos eso que las personas que los aman ven en ellos. Y ese deseo es el camino correcto, el camino que conduce directamente a las alturas.
Son muchas las posibilidades que se le ofrecen al hombre de hacer un esfuerzo de voluntad y elevarse a las alturas, posibilidades que él deja escapar.
El hombre de hoy es como un hombre al que se le da un reino y prefiere desperdiciar su tiempo con juguetes.
Es perfectamente lógico y de esperar que esas formidables fuerzas que le son dadas tengan por fuerza que hacerlo pedazos cuando no sepa cómo encauzarlas.
Asimismo, la fuerza sexual no puede menos que aniquilar tanto al individuo como a pueblos enteros allí donde se abuse de su cometido principal. La finalidad de la procreación es tan solo de un segundo orden.
¡¿Y cuántas ayudas no le ofrece la fuerza sexual a toda persona para que se percate de su cometido principal y lo viva?!
Basta pensar en el pudor corporal. Éste despierta a la par de la fuerza sexual y es dado como protección.
Se trata de un trítono, como es el caso en toda la Creación, y, a medida que se desciende de nivel en este sentido, se puede apreciar cómo todo se vuelve más burdo. En cuanto primera consecuencia de la aparición de la fuerza sexual, el pudor, como transición al instinto sexual, tiene por finalidad constituir el obstáculo que impide que el hombre, ocupando la posición que ocupa, se entregue como una bestia a las prácticas sexuales.
¡Pobre del pueblo que no tenga en cuenta esto!
Un pudor intenso hace que al hombre le sea imposible sucumbir al apetito sexual. Aquel lo protege de la pasión, ya que, como lo más natural del mundo, no le dará jamás oportunidad de abandonarse siquiera por un instante.
Sólo violentamente le es posible al hombre, por medio de su voluntad, echar a un lado ese magnífico regalo para entonces comportarse como un animal. Ahora, semejante injerencia violenta en el orden cósmico del Creador tiene por fuerza que convertirse en una maldición para él; puesto que una vez que esa fuerza del instinto sexual corporal que está siendo desatada de esa forma es desencadenada, la misma deja de ser natural para él.
Cuando el pudor falta, el hombre pierde su condición de señor y se convierte en esclavo, es sacado bruscamente del escalón que ocupaba como ser humano y es puesto incluso por debajo del animal.
El hombre ha de tener presente que sólo el pudor intenso evita la posibilidad de caer. Con éste se le ofrece la mejor defensa.
Cuanto mayor sea el pudor, tanto más noble será el instinto y tanto más alta será la posición espiritual que ocupará la persona. Ello es la mejor medida de su valor espiritual. Dicha medida es inequívoca y fácil de reconocer por cualquier persona. Con la estrangulación y la eliminación de ese pudor exterior se extinguen, al mismo tiempo, las más sutiles y valiosas cualidades del alma y el hombre interior pierde así todo valor, cosa que se da en todo caso en que lo primero ocurra.
Resulta una inequívoca señal de profunda caída y de decadencia segura cuando, bajo la falacia del progreso, la humanidad comienza a querer ponerse «por encima» de ese tesoro que es el pudor, el cual es un factor potenciador en todo respecto. No importa si ello se hace bajo el manto de las prácticas deportivas, de la sanidad, de la moda, de la crianza de los niños o bajo cualquiera de los muchos otros pretextos de los que tan gustosamente se echa mano a tal efecto. En tal caso, no hay manera de detener el declive y la caída, y sólo el mayor de los horrores podrá hacer entrar en razones a unos pocos.
Y sin embargo, al hombre terrenal se le ha facilitado el tomar el camino de las alturas.
Lo único que necesita es ser «más natural». Ser natural, empero, no significa andar semidesnudo o andar vestido de manera extravagante y sin llevar calzado. Ser natural quiere decir prestar esmerada atención a la intuición interior y no sustraerse violentamente de sus admoniciones... sólo para no ser considerado anticuado.
Desgraciadamente, empero, más de la mitad de los hombres han llegado hoy día a tal punto que se han vuelto demasiado indiferentes para poder entender aún los naturales sentimientos intuitivos; se han vuelto demasiado estrechos de miras como para ello. Y esto habrá de acabar en un alarido de horror y espanto.
Bienaventurado aquel que entonces pueda hacer que el pudor vuelva a cobrar vida. Éste será para él escudo y sostén cuando todo lo demás se venga abajo.