Si se va a hablar de la opinión y la manera de ver humanas, a las que también está ligada la justicia terrenal, no se puede esperar que estas sean lo mismo que la justicia divina, o que tan siquiera se acerquen a ella. Todo lo contrario: uno, por desgracia, no puede menos que decir que en la mayoría de los casos existe incluso una diferencia del cielo a la tierra entre las primeras y la segunda. En esta comparación, la expresión popular «del cielo a la tierra» viene a propósito como en ningún otro lugar. Esta diferencia de la que hablo encuentra a menudo su explicación en el intelecto de la humanidad, que, constreñido por tiempo y espacio, no es capaz, en su limitación, de percibir lo que de verdad es injusticia y separarlo de lo que es justo, ya que ello raras veces se puede reconocer por las exterioridades, sino que reside sólo en el ser interior de todo ser humano; y para juzgar este ser interior no bastan artículos de ley ni saber universitario. Es entristecedor, empero, que, debido a ello, haya tantos dictámenes de la justicia terrenal que no puedan menos que estar en franca oposición a la justicia divina.
No se va a hablar de los tiempos de la Edad Media, ni de los lúgubres tiempos de las martirizantes torturas, como tampoco de las llamadas quemas de brujas y otros delitos de la justicia. Menos aún se van a tocar las numerosas ejecuciones en la hoguera, las torturas y los asesinatos, todo lo cual obligadamente va a parar a la cuenta de deudas de las congregaciones religiosas y, a través de sus efectos recíprocos, tiene por fuerza que alcanzar a los perpetradores de manera doblemente terrible, dado que han actuado así al tiempo que abusaban del nombre del Dios perfecto, han cometido todos estos crímenes en Su nombre, como si dichos crímenes Le fueran gratos a Él, dándoles así a los hombres la impresión de que Él es el responsable de todo ello. Estos abusos y atrocidades no deberían ser olvidados demasiado rápido; al contrario, uno debería una y otra vez evocarlos a manera de advertencia a la hora de juzgar hoy día, especialmente porque los perpetradores de entonces llevaron celosamente a cabo estos desmanes aparentemente con plena razón y con la mejor de las intenciones.
Muchas cosas han cambiado. Y aun así, como es lógico, ya llegará también el día en que uno recuerde la jurisprudencia de la actualidad con el mismo escalofrío con el que hoy día contemplamos los tiempos arriba mencionados, que, según nuestra comprensión actual, tanta injusticia encierran. Esa es la marcha del Universo y constituye un cierto progreso.
Pero si se observa con mayor profundidad, se puede ver que ese aparente gran progreso que ha habido entre entonces y hoy radica meramente en las formas exteriores. El inmenso poder del que disponen algunos individuos, y que trae consecuencias de tamaña gravedad para la existencia entera de tantas personas sin que ese que lo ejerce sea llamado a contar por ello aquí en la Tierra, sigue siendo en muchos respectos el mismo. Asimismo, los hombres mismos y los móviles de sus acciones no han cambiado mucho tampoco. Y allí donde la vida interior es la misma, los efectos recíprocos que encierran el juicio divino van a ser los mismos también.
Si la humanidad de repente se volviera vidente en este respecto, el único resultado posible sería un grito de horror a una sola voz. Un pavor que se depositaría como un manto sobre todos los pueblos. Ya nadie se atrevería a levantar la mano para señalar acusadoramente a su prójimo, ya que todo individuo tendría por fuerza que sentir de alguna manera esa misma culpa pesar sobre sí. Ningún derecho tiene él de salirle al prójimo con reproches en este respecto, puesto que hasta ahora todo el mundo ha cometido el error de juzgar sólo por las apariencias y pasar por alto todo lo que realmente es vida.
Muchos desesperarían de sí mismos con el primer rayo de luz en caso de que éste pudiera penetrar en ellos sin previo aviso, mientras que otros que hasta ahora jamás se han tomado el tiempo de reflexionar no podrían menos que sentir una desmedida amargura por haber estado sumidos en un sueño durante tanto tiempo.
Por eso es conveniente el impulso a la reflexión ecuánime y al desarrollo del justo criterio propio, el cual rechaza la ciega adherencia a puntos de vista ajenos y sólo asimila, piensa, habla y actúa de conformidad con su propia intuición.
El hombre jamás debe olvidar que es él y solamente él quien tendrá que responder entera y plenamente por lo que él sienta, piense y haga, así lo haya tomado incondicionalmente de otras personas.
Bienaventurado aquel que alcance esa altura y que someta a examen todo juicio a fin de entonces actuar conforme a sus propios sentimientos intuitivos. De ese modo, evita el hacerse culpable como miles, que muchas veces solo por irreflexión y sensacionalismo se apresuran a juzgar o repiten lo que otros dicen, echándose así a cuestas un pesado karma que los lleva a regiones de un sufrimiento y un dolor que no tenían por qué haber llegado a conocer en ningún momento. En muchos casos, resultan perjudicados por ese proceder suyo estando todavía en la Tierra, al dejar pasar muchas cosas verdaderamente buenas sin aprovecharlas, con lo que no sólo desperdician cuestiones que les hubieran sido provechosas, sino que puede que incluso estén así poniendo todo en juego, su existencia entera.
Ese fue el caso con el odio enardecido y absurdo contra Jesús de Nazaret, odio este cuya verdadera razón solo les era conocida a unos pocos pregoneros malintencionados, mientras que todos los demás simplemente se dejaron poseer de un fanatismo ciego y completamente ignorante y se sumaron a los que gritaban sin haber tenido jamás un encuentro personal con Jesús. No menos perdidos están también todos aquellos que por razón de las erróneas opiniones de otras personas Le dieron la espalda y ni siquiera quisieron oír Sus palabras, mucho menos tomarse la molestia de hacer un examen objetivo, con el cual podían finalmente haber llegado a percatarse del valor encerrado en ellas.
Sólo así pudo darse la loca tragedia de que nada menos que el Hijo de Dios fuera acusado de blasfemia y llevado a la cruz, el único que había venido directamente de Dios y les había proclamado la Verdad sobre Dios y Su voluntad.
El suceso es tan grotesco que en él se evidencia con deslumbrante claridad toda la estrechez de los hombres.
Y desde entonces para acá la humanidad no ha progresado interiormente; antes bien, en ese respecto en particular ha retrocedido aún más, pese a todos sus descubrimientos e invenciones en otras áreas.
Lo único que ha progresado, y ello gracias a los aparentes triunfos, es la arrogancia, la cual se ha vuelto con ello más presuntuosa aún. Y es justo esta arrogancia lo que engendra y alimenta la estrechez; la misma constituye de hecho una señal manifiesta de estrechez.
Y de este suelo que, desde hace dos mil años, se ha vuelto cada vez más fértil es de donde han brotado las actuales opiniones humanas, las cuales tienen un efecto determinante y devastador, mientras que los hombres, sin sospechar nada, se enredan en ellas cada vez más, para su propia perdición, la cual habrá de ser espantosa.
Hasta ahora raras son las veces en que alguien se ha percatado de cuando una persona, por causa de concepciones falsas que, en muchos casos, abriga de buena fe, ha atraído hacia sí los efectos perniciosos de alguna corriente recíproca, o sea, ha violado las leyes divinas. Grande es el número de tales personas, y muchas, en descuidada altanería, están incluso orgullosas de ello, hasta que llegue el día en que poseídas de un horror martirizante se vean obligadas a ver la Verdad, la cual es completamente diferente de lo que su convicción les hace creer.
Pero entonces ya es demasiado tarde. La culpa que se han echado a cuestas tiene que ser expiada, a menudo en una lucha consigo mismo que dura décadas y que resulta afanosa.
En el momento en que un hombre desperdicia la favorable oportunidad de la existencia terrenal e incluso se echa a cuestas nuevas culpas, ya sea a sabiendas o por ignorancia, el camino de la comprensión es entonces largo y difícil.
Las disculpas no tienen peso alguno en la cuestión. Cualquiera puede poseer este saber si así lo desea.
Aquel que tenga ganas de por una vez ver en la marcha de los efectos recíprocos la justicia divina, en contraposición a las opiniones terrenales, que se tome el trabajo de contemplar algún ejemplo de la vida terrenal y analizar cuál parte verdaderamente está asistida por la razón y cuál no. Ejemplos de este tipo puede encontrarlos a miles todos los días.
Entonces su propia facultad intuitiva no tardará en fortalecerse y volverse más viva, y en un final acabará desechando todos los prejuicios aprendidos por razón de deficientes modos de ver. Con ello surge una intuición de justicia en la que se puede confiar, ya que la misma, al reconocer todos los efectos recíprocos, acepta la voluntad de Dios y armoniza con ella en su existencia y su operar.