Se puede decir sin temor a equivocación que eso que para el hombre tendría que ser algo absolutamente natural, a saber, la adoración de Dios, todavía no ha sido entendido por él en modo alguno, mucho menos ha sido llevado a la práctica. ¡Fijaos por una vez en la adoración de Dios que se practica hoy día! ¡En lo único que se piensa es en pedir, o mejor dicho, en mendigar! Solo muy de vez en vez se dan por fin oraciones de gratitud que verdaderamente brotan del corazón. Mas se trata de muy raras excepciones que exclusivamente se producen en situaciones en que el hombre ha recibido un obsequio bien especial de forma inesperada, o en que ha sido rescatado de un gran peligro repentinamente. Al hombre le hace falta lo inesperado y lo repentino para por una vez tomarse el trabajo de orar. Siempre que a él y a todos sus seres queridos el destino les depare la llamativa circunstancia de gozar de buena salud, y que las preocupaciones terrenales le sean ajenas, difícilmente se animará a dar las gracias con una oración sincera. Desgraciadamente, para suscitar en el hombre un sentimiento más fuerte, siempre hace falta un impulso bien especial. Mientras las cosas marchen bien, jamás se animará a ello espontáneamente. Puede que de vez en cuando la diga de boca para afuera, o que vaya a la iglesia y, en un momento dado, murmure una oración de gracias, pero nunca le pasa por la mente el poner el alma entera en ello, aunque sea por un minuto siquiera. Es solamente cuando se ve en una situación difícil de verdad que entonces se acuerda bien rápido de que hay alguien que lo puede ayudar. La angustia lo lleva a finalmente balbucear una plegaria. Y en tales casos, siempre se tratará meramente de una petición, y no de adoración.
Ese es el hombre que aún se considera bueno, que se hace llamar creyente. ¡Y de esos hay pocos en la Tierra! ¡Se trata de encomiables excepciones!
¡Imaginaos vosotros mismos, por una vez, este lamentable cuadro! ¡¿Qué impresión os da a vosotros los hombres cuando lo examináis debidamente?! ¡¿Cuánto más deplorable entonces no ha de ser la imagen que una persona así le ofrece a su Dios?! Mas, desgraciadamente, esa es la realidad. Podéis darle al asunto las vueltas que queráis, que siempre que os esforcéis por llegar al fondo de la cuestión, dejando a un lado toda excusa, arribaréis a esta misma realidad. Supongo que esto debe haceros sentir algo incómodos; puesto que ni la petición ni la gratitud tienen que ver con la adoración de Dios.
¡Adoración es devoción! No hay lugar en la Tierra, empero, donde aquélla exista de verdad. Fijaos en las fiestas o festividades que supuestamente se celebran en honor a Dios, y donde, por una vez, se prescinde de las peticiones y de la mendicidad. ¡Empecemos por los oratorios! ¡Buscad con la mirada a los cantores que entonan sus cantos en adoración a Dios! Observadlos mientras se preparan en el salón o en la iglesia. ¡Todos ellos tratan de hacer algo para resultar del agrado de los hombres! Dios prácticamente les tiene sin cuidado. ¡Precisamente Él, a Quien se supone que todo eso esté dedicado! ¡Observad al director de orquesta! Éste exige ser aplaudido y quiere demostrarles a los hombres lo que es capaz de hacer.
¡Y no os detengáis ahí! Observad las edificaciones, las iglesias o las catedrales erigidas en honor a Dios... supuestamente. El artista, arquitecto o maestro de obras no está persiguiendo más que el reconocimiento terrenal; toda ciudad se pavonea de estas construcciones... para su propio honor. Estas han de servir incluso para atraer forasteros. Pero no con el propósito de que se Le rinda adoración a Dios, sino para que a la localidad le entre más dinero gracias al consiguiente aumento del comercio. ¡Adonde quiera que dirigís la mirada, solo veréis el afán por exterioridades terrenales! ¡Y todo bajo el pretexto de adorar a Dios!
Cierto es que hay alguna que otra persona a la que, estando en el bosque o en la montaña, suele acontecerle que su alma se abre, y que, en tales momentos llega incluso a pensar fugazmente en la grandeza del creador de toda la belleza que le rodea, pero solo como algo muy secundario. Y si bien su alma abre sus alas, no lo hace en un vuelo jubiloso a las alturas, sino... de forma repantigada; literalmente, se arrellana en la agradable sensación de disfrute. Algo así no debe confundirse con un vuelo a las alturas. No debe ser visto más que como el contento de un glotón ante una mesa bien servida. Ese tipo de desdoblamiento del alma es tenido erróneamente por adoración, cuando se trata de algo sin sustancia, de algo ilusorio, de una sensación de bienestar personal que es considerada por quien la siente como un agradecimiento al Creador. Es, pues, un suceso de índole puramente terrenal. Son muchos los entusiastas de la naturaleza que toman esa misma embriaguez por verdadera adoración de Dios, y que se creen estar muy por encima de aquellos que no cuentan con las oportunidades de disfrutar de esas bellezas de formaciones terrestres. Se trata de un burdo fariseísmo que meramente se expresa a través de esa sensación de bienestar personal. No es más que oropel, carente de todo valor. Cuando personas así se vean obligadas algún día a buscar los tesoros de su alma, a fin de servirse de ellos para su ascensión, habrán de encontrar el santuario en su ser interior completamente vacío; por cuanto el imaginado tesoro se trata meramente de un éxtasis por lo bello, y de nada más. Le falta la verdadera veneración por el Creador. –
La verdadera adoración de Dios no se demuestra ni con el entusiasmo desmedido, ni con rezos, ni con mendicidad, ni con genuflexiones, ni con retorcimiento de manos, ni con feliz sobrecogimiento, sino con la acción gozosa. ¡Con la jubilosa afirmación de esta existencia terrenal! ¡Con el disfrute de cada instante! Disfrutar significa aprovechar. Aprovechar significa, a su vez... vivir. Pero no vivir jugando y bailando, no perdiendo el tiempo en pasatiempos que son dañinos al cuerpo y al alma y que el intelecto busca y necesita como compensación y estimulante para su actividad, sino vivir en veneración por la Luz y Su Voluntad, la Cual no hace otra cosa que fomentar, encumbrar y ennoblecer todo lo existente en la Creación.
Pero para ello es necesario, como requisito elemental, el conocimiento cabal de las leyes de Dios en la Creación. Éstas le muestran al hombre cómo ha de vivir si quiere estar sano de cuerpo y alma, y le indican con exactitud el camino que conduce al Reino Espiritual, mas también le permite percatarse claramente de los horrores que habrán de aguardarle como se oponga a ellas.
Dado que las leyes en la Creación actúan de manera viva y autoactiva, de forma férrea e inmutable, y con una fuerza contra la cual los espíritus humanos nada pueden hacer, resulta más que lógico que la necesidad más imperiosa de todo espíritu humano tenga que ser conocer al dedillo dichas leyes, a cuyos efectos, de todas formas, va a estar expuesto sin defensa alguna.
Y, no obstante, esta humanidad tiene tal estrechez de miras que despreocupadamente trata de pasar por alto esa necesidad tan simple y clara, pese a que no existe nada más obvio. Pero, como ya se sabe, la humanidad jamás es capaz del razonamiento más simple. Por raro que parezca, cualquier animal es, en este sentido, más inteligente que el hombre. Aquél se ajusta al mecanismo de la Creación y es así beneficiado en su desarrollo, siempre y cuando el hombre no trate de impedírselo. El hombre, en cambio, quiere regir sobre algo a cuya actividad automática él está, y estará, sujeto constantemente. En su presunción, se imagina dominar ya ciertas fuerzas cuando, con algún propósito que se ha trazado, aprende a hacer uso de lo que tan solo son los efectos más marginales de ciertas irradiaciones, o cuando se sirve de la acción del aire, del agua y del fuego en sus más ínfimas manifestaciones. Sin embargo, no tiene en cuenta que, para llegar a esas relativamente insignificantes aplicaciones, tiene primero que aprender y que observar, a fin de aprovechar modalidades o fuerzas ya existentes en conformidad con su naturaleza particular. Él es quien debe tratar de adaptarse si es que quiere tener resultados aquí. ¡Él y sólo él! Eso no es dominar ni conquistar, sino someterse, amoldarse a las leyes existentes.
Ahí el hombre tendría que haberse dado cuenta por fin de que sólo el sometimiento a través del aprendizaje puede traerle beneficios. Agradecido, debería servirse de ello para avanzar. ¡Ah, pero no! Lo que hace es jactarse y ufanarse de ello con aún mayor presunción que antes. Justo allí donde por una vez se somete a la voluntad divina impuesta en la Creación y le sirve, obteniendo así beneficios inmediatos y palpables, justo allí trata puerilmente de hacerse pasar por vencedor. ¡Por vencedor de la naturaleza! Esa descabellada interpretación llega al colmo de la estupidez con el hecho de que, de ese modo, está ignorando ciegamente cuestiones verdaderamente grandes; ya que, con la interpretación debida, devendría en un verdadero vencedor... en un vencedor sobre sí mismo y su vanidad, al haber ganado la claridad de que, en todo adelanto digno de ser mencionado, tuvo antes que doblegarse a lo existente por medio del aprendizaje. Solo así le sonríe el éxito. Todo inventor y todo aquello que es verdaderamente grande han ajustado su pensar y su voluntad a las leyes naturales existentes. Aquello que se les resista a estas o que incluso quiera oponérseles será aplastado, triturado o pulverizado. No podría, en realidad, llegar a cobrar vida jamás.
Así como acontece en las vivencias en cuestiones menores, del mismo modo ocurre con la existencia entera del hombre, y también con él mismo.
Él, cuyo peregrinaje no se reduce al pequeño lapso de una vida terrenal, sino que ha de pasar por la Creación entera, necesita definitivamente del conocimiento de las Leyes, leyes estas a las que toda la Creación permanece sujeta, y no sólo el entorno inmediato y visible de todo hombre terrenal. De no conocerlas, se verá frenado y retenido, será lastimado, arrojado hacia atrás en su andar e incluso triturado, puesto que, en su ignorancia, no es capaz de ir con las corrientes de fuerza de las Leyes, sino que se sitúa de tan mala manera que dichas corrientes no pueden menos que empujarlo hacia abajo en lugar de encumbrarlo.
Un espíritu humano que tozuda y obcecadamente se empeña en negar hechos que por fuerza ha de reconocer a diario y por doquier, a través de los efectos que aquéllos traen consigo, no se muestra grande y digno de admiración, sino que no hace más que ponerse a sí mismo en ridículo en cuanto se trate de efectos que no solo debería emplear en su ocupación y en todo el ámbito de la técnica, sino también en lo más fundamental en cuanto a sí mismo y a su alma respecta. En su existencia terrenal y su actividad tendrá siempre ocasión de percatarse de la absoluta constancia y paridad de todos los efectos fundamentales, siempre que no se cierre descuidada o, incluso, malintencionadamente y se duerma.
En este sentido no existe una sola excepción en toda la Creación, tampoco para el alma humana. Ésta está obligada a ajustarse a las leyes en la Creación si quiere que la actividad de dichas leyes le ayude a avanzar. Pero, hasta ahora, el hombre ha pasado completamente por alto y de la forma más descuidada esta simple lógica.
Le pareció tan fácil que justo a causa de ello hubo de convertirse en lo más difícil de comprender que podía haber para él. Y, con el tiempo, esa dificultad se le ha hecho imposible de superar. Es así como hoy día se encuentra al borde de la ruina, del colapso de su alma, colapso este que inevitablemente habrá de destruir también todo lo erigido por él.
Solo una cosa puede salvarlo: el cabal conocimiento de las leyes de Dios en la Creación. Eso, y solo eso, es lo único capaz de llevarlo adelante, de elevarlo, a él y también a todo aquello que trate de erigir en el futuro.
No vengáis diciéndome que a vosotros, como espíritus humanos que sois, no os es tan fácil poder comprender las leyes en la Creación, que se hace difícil distinguir la verdad de los razonamientos falsos. ¡Eso no es cierto! Aquel que hable así solo está tratando de disimular la pereza que se esconde en él; ese no pretende más que impedir que se den cuenta de la indolencia de su alma o solo quiere disculparse ante sí mismo, para su propia tranquilidad.
Sin embargo, de nada le servirá; ya que, de ahora en adelante, todos los indiferentes y todos los perezosos serán reprobados. Sólo aquel que haga acopio de todas sus fuerzas, a fin de aprovecharlas enteramente para lograr lo más perentorio para su alma, podrá aún tener perspectivas de salvación. Toda medida a medias es prácticamente igual que nada. Asimismo, toda vacilación; cualquier dilación es ya de por sí una falta total. La humanidad ya no dispone de tiempo, dado que han esperado justo hasta el momento que constituye el último término para su salvación.
Durante milenios se ha hecho mucho para esclareceros la voluntad de Dios o la ley que rige la Creación, al menos en la medida en que os hace falta a fin de poder ascender a la Creación Primordial, de donde habéis salido, a fin de encontrar el camino de vuelta allí. Este saber no se os hizo llegar por medio de las llamadas ciencias de la Tierra, ni tampoco por medio de las iglesias, sino por medio de los siervos de Dios, de los profetas de antaño, así como por medio del mismísimo Mensaje del Hijo de Dios. Con toda la sencillez con que estas doctrinas os fueron dadas, hasta ahora no habéis hecho otra cosa que hablar de ellas, pero nunca os habéis esforzado seriamente por entenderlas de verdad, mucho menos por vivir en consecuencia. ¡En vuestra perezosa opinión, eso era pedir demasiado de vosotros, a pesar de que ello constituye vuestra única salvación! ¡Queréis ser salvados sin que tengáis que poner de vuestra parte! Si reflexionáis sobre el particular, no podréis menos que llegar a esa triste conclusión.
De todo mensaje divino hicisteis una religión. Para vuestra comodidad ¡Y eso estuvo mal! Por cuanto a una religión vosotros le erigís un pedestal completamente aparte, al margen de la actividad cotidiana. ¡Y ese fue el mayor error que pudisteis cometer! Ya que así pusisteis también la voluntad de Dios al margen de la vida cotidiana, o lo que es lo mismo, vosotros os colocasteis al margen de la voluntad de Dios, en lugar de fundiros con ella, de hacerla el centro de vuestra vida y del ajetreo de vuestro día a día; ¡en lugar de volveros uno con Ella! Todo mensaje de Dios debéis asimilarlo de forma natural y práctica, tenéis que hacerlo parte de vuestra labor, de vuestro pensar, de vuestra vida entera. No debéis hacer de él algo aparte –como ha ocurrido hasta ahora–, algo a lo que solo acudís en vuestras horas de descanso y donde, por unos instantes, tratáis de entregaros a la contrición, o a la gratitud, a la reposición de energías. De ese modo no se convierte en algo elemental para vosotros, en algo que es tan inherente a vosotros como el hambre o el sueño.
¡Todo mensaje divino os fue dado como algo vuestro, o sea, como algo que debía convertirse en parte de vosotros! ¡Tenéis que tratar de entender bien lo que esto significa!
No debíais considerarlo como algo aparte, que permanece separado de vosotros y a lo que os habéis habituado a acercaros con tímida reserva. ¡Asimilad en vuestro interior la Palabra de Dios, para que cada cual sepa cómo es que él personalmente ha de vivir y de andar a fin de llegar al reino de Dios!
¡Así que despertad de una vez! Aprendeos las leyes en la Creación. Ahora, la astucia terrenal no os va ayudar al efecto, como tampoco el exiguo saber adquirido a través de la observación técnica; algo tan insuficiente no alcanza para el camino que vuestras almas están obligadas a seguir. Tenéis que alzar la vista por encima de la Tierra, más allá de sus confines, y divisar adónde os lleva el camino que se extiende más allá de esta existencia terrenal, a fin de que así os percatéis al mismo tiempo de por qué y con qué finalidad os encontráis en esta Tierra. Y sea cual sea vuestra situación en esta vida, ya seáis pobres o ricos, ya estéis sanos o enfermos, ya viváis en paz o en guerra, ya sean felices vuestras circunstancias, ya desgraciadas, os daréis cuenta de la razón de ello y de la finalidad que tiene, experimentando así regocijo y alivio, en gratitud por lo que habéis vivido. ¡Aprenderéis a apreciar cada segundo en todo su valor y, sobre todo, a aprovecharlo! A aprovecharlo con miras a la ascención en pos de la existencia pletórica de gozo, en pos de la felicidad grandiosa y pura.
Y como vosotros mismos os habíais enredado y complicado sobremanera, vino a vuestro rescate el mensaje divino, traído en aquel entonces por el Hijo de Dios, después de que las advertencias de los profetas no habían sido oídas. Este mensaje divino os mostró el sendero, os mostró el único camino de vuestra salvación del pantano que ya amenazaba con asfixiaros. Sirviéndose de parábolas, el Hijo de Dios trató de llevaros allí. Y si bien los buscadores y los que querían creer prestaron oídos a dicho mensaje, ahí quedó todo. No trataron de vivir en consecuencia.
También para vosotros, la religión y la vida cotidiana siempre han sido dos cosas diferentes. No hicisteis sino manteneros al margen, en lugar de meteros de lleno. El funcionamiento de las leyes en la Creación explicado en las parábolas no llegó a ser comprendido por vosotros en absoluto, pues no tratasteis de buscarlo en ellas.
Ahora, por medio del Mensaje del Grial, llega la aclaración de las leyes en la forma que más entendible os resulta a vosotros en los tiempos actuales. En realidad, son exactamente las mismas explicaciones que ya Cristo trajo en la forma apropiada para aquel entonces. Él mostró como los hombres debían pensar, hablar y actuar para, por medio de la maduración espiritual, llegar a ascender en la Creación. ¡La humanidad no necesitaba más que eso! Así que no existe ninguna laguna en el Mensaje de entonces. El Mensaje del Grial trae ahora exactamente lo mismo, sólo que en la forma actual.
Aquel que, en lo tocante a sus pensamientos, sus palabras y sus acciones, acabe de orientarse por dicho Mensaje estará practicando así la adoración de Dios en su forma más pura, ya que ésta no consiste más que en la acción propiamente dicha.
¡Quien voluntariamente se ajuste a las leyes hará siempre lo correcto! Con ello estará demostrando su veneración por la sabiduría de Dios y estará sometiéndose con gozo a esa voluntad Suya que radica en las leyes. Así, se verá beneficiado y protegido por la actividad de éstas, siendo liberado de todo sufrimiento y encumbrado al Reino del Espíritu Luminoso, donde, en jubilosas vivencias, a todos se les hace visible la omnisciencia de Dios de forma pura e inalterable, y donde la adoración de Dios consiste en la vida misma. Donde todo aliento, todo sentir intuitivo y toda acción están sustentados por una radiante gratitud y perviven así como un continuo deleite. Dimanando de la felicidad, esparciendo felicidad y, por consiguiente, cosechando felicidad. La adoración de Dios en la vida y en las vivencias no reside sino en el acatamiento de las leyes divinas. Solo así se garantiza la felicidad. Y así habrá de ser en el reino venidero, el Reino de los Mil Años, que tendrá por nombre el Reino de Dios en la Tierra. De ese modo, todos los adherentes del Mensaje del Grial habrán de devenir en luces y señalizadores entre los hombres.
Aquel que no pueda o no quiera no ha entendido el Mensaje. El servicio al Grial debe ser adoración de Dios viva y verdadera. La adoración de Dios es el primer servicio divino, el cual no sólo consiste en exterioridades y no solo se echa a ver en lo externo, sino que también se vive en los momentos de mayor retiro de toda persona y se manifiesta en el pensar y las acciones de ésta, como si se tratara de algo completamente natural.
Quien no quiera adherirse a ello voluntariamente no vivirá la cercana hora del Reino de Dios y será aniquilado, o, si no, con la ayuda de fuerza divina y coacción terrenal, será obligado a un sometimiento absoluto. Por el bien de toda esa humanidad a la que se le concede la gracia de acabar de encontrar en este reino la paz y la felicidad.