En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


21. La lucha

Hasta ahora no ha sido posible hablar de una marcada oposición entre dos cosmovisiones. Lucha es, pues, un término inadecuado para el suceso que como tal se está dando entre los hombres de intelecto y los serios buscadores de la Verdad. Todo lo que hasta el momento ha tenido lugar no ha consistido más que en ataques unilaterales por parte de los hombres de intelecto, ataques estos que a cualquier observador sosegado han de parecerle llamativamente infundados y muchas veces ridículos. En todo lo dirigido contra los que tratan de desarrollarse en sentido puramente espiritual hay burla, animosidad y hasta persecución de la más seria naturaleza, listas para entrar en acción, así aquéllos mantengan una tranquila reserva. Siempre están los que, sirviéndose de la burla o de la violencia, tratan de detener bruscamente en su avance a quienes aspiran a las alturas y de arrastrarlos de vuelta al embotamiento de una existencia aletargada o a la hipocresía de las masas. Muchos hubieron de devenir en mártires de facto como resultado de ello, toda vez que de parte de los hombres de intelecto no sólo estaba la gran mayoría, sino, por ende, también el poder terrenal. Lo que estos intelectuales pueden ofrecer está ya de por sí encerrado claramente en la palabra «intelecto». Esto es, una capacidad comprensiva estrechamente limitada a lo puramente terrenal, o sea, a la más ínfima parte de la existencia propiamente dicha.

Es fácil de entender que ello no pueda traer nada perfecto ni, en realidad, nada bueno para una humanidad cuya existencia pasa fundamentalmente por regiones a las que los hombres de intelecto se cierran por decisión propia. Máxime cuando se toma en cuenta que esa minúscula vida terrenal de la que hablamos ha de devenir en un importante punto de inflexión para toda la existencia y entraña impactos trascendentales en esas otras regiones que les resultan completamente incomprensibles a los hombres de intelecto. Con ello, la responsabilidad de estos intelectuales, que, ya de por sí, han descendido bien bajo, crece desmesuradamente y, ejerciendo una impetuosa presión, habrá de devenir en factor contribuyente a que aquéllos sean empujados cada vez más y más rápido hacia la meta de su elección, a fin de que finalmente se vean obligados a paladear los frutos de aquello por lo que tenaz y presuntuosamente han abogado.

Por hombres de intelecto se ha de entender a aquellos que se han sometido a su intelecto de manera incondicional. Y, cosa rara, estos creen desde hace milenios tener derecho absoluto a, mediante la ley y la fuerza, poder imponerles sus estrechas convicciones a quienes quieren vivir de acuerdo a otros ideales. Esta presunción completamente ilógica tiene su razón de ser, una vez más, en la limitada capacidad comprensiva de los hombres de intelecto, a la cual no le es posible remontarse más alto. Es justo esta limitación lo que les trae un llamado tope del entendimiento, con lo cual han de surgir semejantes ideas envanecidas, ya que aquéllos creen encontrarse en el tope más alto. Y en su caso particular, es así, puesto que después de ahí viene la barrera que se les hace imposible franquear.

Ahora, la odiosidad muchas veces incomprensible de esos ataques suyos contra los buscadores de la Verdad, al ser examinada con mayor detenimiento, muestra claramente que detrás de dichos ataques se esconde el restallido del látigo de las tinieblas. Rara vez se puede encontrar en semejantes hostilidades algún asomo de volición seria que en cierta medida pueda justificar el carácter a menudo inaudito de ese proceder. En la mayoría de los casos, se trata de arremetidas en furia ciega que carecen por completo de verdadera lógica. Basta con echar una mirada sosegada a estos ataques. Qué raro es ver entre ellos algún artículo cuyo contenido evidencie el intento de entrar de manera verdaderamente objetiva en las alocuciones y disertaciones de un buscador de la Verdad.

La inane inferioridad de semejantes ataques salta a la vista enseguida y de manera bien especial justamente en el hecho de que éstos jamás se mantienen estrictamente objetivos. Siempre suponen un mancillamiento de la persona del buscador de la Verdad, ya sea de manera oculta o abiertamente. Eso sólo lo hace aquel que no es capaz de replicar con objetividad. A fin de cuentas, un buscador, o un portador, de la Verdad jamás se entrega personalmente, sino que lo que da está en lo que dice.

Lo que hay que examinar es la palabra, no la persona. El tratar siempre de concentrarse primero en la persona para entonces decidir si uno puede prestar oídos a sus palabras es una costumbre de los hombres de intelecto. Estos, producto de la estrecha limitación de su capacidad comprensiva, necesitan de ese tipo de soporte basado en exterioridades, ya que están obligados a aferrarse a lo externo para no acabar desorientados. Ahí tenéis la clase de edificio hueco que esos levantan y que es insuficiente para los hombres y un gran obstáculo para el progreso. Si contaran con un firme sostén interior, entonces dejarían simplemente que los hechos hablaran por sí solos y excluirían el aspecto personal. Pero no pueden hacerlo. Incluso lo evitan ex profeso, ya que sienten, o en parte saben, que en una justa con todas las de la ley serían rápidamente derrocados. Esa tan usada alusión irónica a «predicador profano» o «interpretación profana» pone en evidencia algo tan ridículamente presuntuoso que toda persona seria intuye enseguida: «Aquí se está usando una etiqueta en un intento desesperado por ocultar vacuidad; se está tratando de tapar el vacío propio con un letrero barato.».

Una torpe estrategia que no puede mantenerse por mucho tiempo, y que tiene por propósito convertir a los buscadores de la Verdad en personas incómodas, ponerlos a priori en un plano inferior a los ojos de sus semejantes, cuando no en uno ridículo o, si no, ponerlos al menos en la categoría de los «chapuceros», a fin de que no sean tomados en serio. Con semejante proceder buscan evitar que alguien dedique su tiempo a examinar seriamente las palabras. Ahora, lo que los motiva a actuar de esa manera no es la preocupación de que sus congéneres se vean retrasados en su ascensión interior por causa de enseñanzas erróneas, sino un temor indefinido a perder influencia y a verse así obligados a profundizar aún más de lo que lo habían hecho hasta ahora y tener que cambiar muchas cosas que hasta ese momento debían tomarse por inviolables y resultaban convenientes.

Justamente esa frecuente alusión a los «profanos», ese particular desdén por aquellos que, gracias a la naturaleza reforzada y más abierta de su intuición, se encuentran mucho más cerca de la Verdad, y que no se han amurallado producto de las rígidas formas del intelecto, desvela una debilidad cuyos peligros no pueden escapar a la atención de la persona que razone. Aquel que albergue semejantes puntos de vista está de antemano descartado para ser un maestro y guía imparcial, toda vez que, debido a ello, se encuentra mucho más lejos de Dios y Su obrar que cualquier otra persona. El saber de la evolución de la religión, con todos sus errores y fallos, no acerca a los hombres más a su Dios, como tampoco la interpretación intelectual de la Biblia y de otras valiosas escrituras de las diferentes religiones. El intelecto está, y siempre estará, atado a tiempo y espacio, o sea, atado a lo terrenal, mientras que la Divinidad y, por ende, el conocimiento de Dios y Su voluntad se encuentran por encima de tiempo y espacio y de todo lo perecedero y, por consiguiente, jamás podrán ser comprendidos por el intelecto, con su estrecha limitación. Es por esta sencilla razón por la que el intelecto tampoco está llamado a aportar esclarecimiento en cuestiones que encierran valores eternos. A fin de cuentas, se trataría de una contradicción. Y quien, por lo tanto, se ufane de cualificaciones universitarias en semejantes cuestiones y quiera mirar por encima del hombro a las personas que están libres de influencias pone así en evidencia su incapacidad y su limitación. Las personas que razonen no tardarán en intuir la unilateralidad y serán cautelosos con ese que de semejante forma llama a la cautela a los demás.

Sólo personas llamadas pueden ser verdaderos maestros. Dichas personas llamadas son aquellos que poseen la aptitud. Semejantes aptitudes, empero, no requieren de formación superior, sino solo de las vibraciones de una refinada capacidad intuitiva, a la cual le es posible elevarse por encima de tiempo y espacio, o sea, por encima del límite de entendimiento del intelecto terrenal.

Además, toda persona interiormente libre siempre valorará una cuestión o enseñanza de acuerdo a lo que trae y no según quién la trae. Lo último constituye, para aquel que analiza, un testimonio de pobreza como no lo puede haber mayor. El oro es oro, ya se encuentre en la mano de un príncipe o en la de un mendigo.

Mas justo en las cosas más valiosas del hombre espiritual se trata porfiadamente de pasar por alto o de cambiar esa irrefutable realidad. Por supuesto que con tan pobres resultados como en el caso del oro. Ya que aquellos que buscan en serio de verdad no se dejan influenciar por semejantes distracciones y examinan la cuestión por sí mismos. Aquellos que, en cambio, se dejan influenciar por ello no están aún lo suficientemente maduros como para recibir la Verdad: Ésta no es para ellos.

Pero no está lejos el momento en el cual habrá de iniciarse una lucha que no ha habido hasta ahora. La unilateralidad llegará a su fin y, acto seguido, se manifestará una marcada oposición que destruirá toda falsa presunción.

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