En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


El segundo mandamiento
¡No usarás en vano el nombre del Señor, tu Dios!

El nombre despierta y condensa en el hombre el concepto. Quien desdora un nombre y se atreve a desvalorizarlo, está así desvalorizando el concepto. ¡Tened esto presente en todo momento!

Este claro mandamiento del Señor, sin embargo, es, de entre los diez mandamientos, el que menos se respeta y el que más se transgrede. Miles son las formas que toman dichas violaciones. Y así el hombre crea que muchas de estas transgresiones resultan completamente inofensivas y son tan solo maneras de hablar, las mismas, no obstante, siguen constituyendo una transgresión de este mandamiento dado de manera tajante. Son en particular estas muchísimas violaciones supuestamente inofensivas las que degradan el santo nombre de Dios y, con éste, el concepto de Dios, el cual siempre está estrechamente ligado al nombre; son estas las que lo despojan de su santidad ante los hombres e incluso ante los niños, las que mancillan su inviolabilidad al hacer de dicho nombre algo de uso cotidiano, al rebajarlo a una simple frase común. Los hombres no ponen reparos en llegar al ridículo con su proceder en este respecto. No voy a mencionar ni una de las muchas frases; ya que el nombre es demasiado excelso y sublime para ello. Pero todo individuo no necesita más que poner atención durante un día nada más, que, seguramente, se va a quedar perplejo por el inmenso cúmulo de transgresiones del segundo mandamiento por parte de personas de ambos sexos, de grandes y chicos, llegando hasta los niños que apenas son capaces de formar una oración correctamente. Ya que como canta el abad, así repite el sacristán. Es por esa razón por la que en muchas ocasiones las desvalorizaciones de Dios en particular están entre las primeras cosas que los muchachos se aprenden de entre las aparentemente inofensivas transgresiones de las leyes de Dios.

El efecto que ello trae, empero, es el peor de todas las transgresiones. El mismo se ha propagado de una manera literalmente devastadora por toda la humanidad, no solo entre los cristianos, también entre los mahometanos, entre judíos y budistas; por doquier oye uno lo mismo hasta la saciedad. ¡¿Qué puede entonces valer aún para el hombre el nombre «Dios»?! El mismo está depreciado y se le valora incluso menos que a la más insignificante de las monedas; mucho peor aún, menos que a una prenda de vestir harto usada. Y ese hombre de la Tierra que normalmente se las da de sabio lo considera algo inofensivo y peca en este respecto más de cien veces al día. ¡¿Dónde ha quedado la reflexión?! ¡¿Dónde la más mínima moción de la intuición?! Vosotros también mantenéis una postura de total indiferencia al respecto y oís sin inmutaros cuando el más sagrado de todos los conceptos es pisoteado de esa manera en el fango de lo cotidiano. Pero ¡no os equivoquéis! Ello trae consigo que la cuenta de débito en el más allá de todo aquel que ha pecado en este respecto sea gravada implacablemente. Y no es tan fácil saldar esta deuda en particular, ya que la misma acarrea continuamente perniciosas consecuencias, las cuales inevitablemente pasan factura hasta en la tercera y cuarta generaciones, a no ser que en esta cadena de descendientes alguien llegue a entrar en razones y le ponga fin a este pernicioso proceder.

Así que tratad de combatir esta perjudicial costumbre en el círculo de vuestros allegados. Pero sobre todo haced acopio de todas las fuerzas con que contáis y cortad primero vuestros propios hilos de karma, para que la cuenta de débito no se haga mayor de lo que ya es en este respecto. No cifréis vuestras esperanzas en una fácil redención por el hecho de que hasta ahora no habéis tenido en absoluto malas intenciones al actuar así. El daño sigue siendo el mismo de todas maneras. Y lo hecho sigue siendo un pecado contra este mandamiento, comoquiera que se le mire. A fin de cuentas, vosotros bien que habéis tenido conocimiento de él. El que no os hayáis esforzado debidamente por estar claros respecto de su envergadura es problema vuestro. No por ello se os va a descontar nada. Prestad oídos y actuad para que os sea posible saldar muchas cosas estando aún en la Tierra.

De lo contrario, espantoso será el lodazal que os aguardará cuando paséis al más allá, lodazal este que obstruye el camino de la ascensión.

Pero no ha sido sólo el individuo, sino que también las autoridades han demostrado abiertamente, durante muchos siglos, su resistencia contra este mandamiento de Dios y contra la Palabra de Dios, al hacer jurar a los hombres forzosamente, al instarlos violentamente a cometer la transgresión, bajo la amenaza de severos castigos terrenales como no accedieran a esta exigencia. El castigo en el más allá, sin embargo, es mucho peor, y es sobre todos esos que han exigido el juramento que caerá, y no sobre aquellos que tuvieron que prestar dicho juramento bajo presión. El mismo Cristo dijo expresamente una vez: «Que vuestra habla sea Sí o No, ya que lo que de ello pasa, del mal proviene».

Y después de todo, las autoridades tenían el poder para darle al Sí o al No el peso decisivo, castigando el engaño ante un tribunal de la misma manera que el perjurio. De esa forma podían elevar el valor de las palabras ante un tribunal al nivel que necesitaban para una sentencia. Así que no había por qué llevar forzosamente a los hombres a violar este mandamiento de Dios. Ahora habrán de recibir en el más allá su sentencia por ello. Ésta será más severa y más dura de lo que, con sus burlas del efecto recíproco, jamás hubieran imaginado. Y de ello no hay manera de librarse.

Sin embargo, aún peores han sido las iglesias y sus representantes, que con invocaciones a Dios sometían a sus semejantes a las peores torturas y, volviendo a invocar a Dios, los quemaban en la hoguera por último, si es que los desdichados no habían sucumbido ya a los martirios. El emperador Nerón, bien conocido por todos y célebre por su crueldad, no fue tan malo, con sus martirios de los cristianos, ni tan condenable como la iglesia católica, con su enorme registro de pecados ante las leyes de Dios. Primeramente, no asesinó ni torturó tanto como esta última, y en segunda, no lo hizo con tan hipócritas invocaciones a Dios, invocaciones estas cuyo carácter hace que las mismas hayan de contarse entre las mayores blasfemias que un ser humano es capaz de perpetrar.

De nada sirve que esas mismas iglesias condenen hoy lo que en aquel entonces se perpetró, desgraciadamente, por muy largo tiempo; ya que no fue voluntariamente que abandonaron estas prácticas.

Y hoy día no hay gran diferencia con respecto a ese período en cuanto a la hostilidad mutua, que en la actualidad es meramente de un carácter más callado y presenta una forma diferente, más moderna. También en este respecto lo único que ha cambiado con el tiempo es la forma, y no la esencia viviente. Y es únicamente esta esencia, la cual el hombre tanto gusta de ocultar, lo que cuenta ante el tribunal de Dios, y no la forma exterior.

Y esta forma actual y aparentemente inofensiva ha nacido de la misma indecible arrogancia de espíritu de los representantes de todas las iglesias, como siempre ha sido el caso hasta ahora. Y donde no está presente esta condenable arrogancia, lo que uno encuentra entonces es una vana presunción que se apoya en el poderío terrenal de las iglesias. Semejantes vicios resultan a menudo en las más impropias enemistades, las cuales, encima, están entretejidas con cálculos con miras a aumentar la influencia, eso si no llegan incluso a abrigar deseos de alcanzar gran importancia en el ámbito político.

Y todo eso con el nombre «Dios» en boca, de modo que, como el Hijo de Dios, me gustaría repetir: «¡Con esa conducta vuestra como si las casas de mi Padre fueran en vuestro honor, habéis hecho de ellas guaridas de asesinos! ¡Siervos de la Palabra de Dios os hacéis llamar, pero os habéis convertido en siervos de vuestra propia arrogancia!».

Todo católico se cree mucho mejor que un protestante a los ojos de Dios, sin que haya motivo para ello; todo protestante, empero, se cree más sabio, más avanzado y, por ende, más cerca de su Dios que el católico. Y todos esos son los que aseguran ser seguidores de Cristo, los que dicen regirse por Su Palabra.

Necias son ambas partes, que se apoyan en algo que ante la voluntad de Dios no cuenta para nada. Todos esos individuos en particular están pecando mucho más contra el segundo mandamiento de Dios que los adeptos de las demás religiones; toda vez que usan en vano el nombre de Dios no sólo con palabras, sino también con actos, con su forma de vivir toda, e incluso con su pretendido servicio divino. A toda persona que razone y que sea buena observadora no hacen más que darle un ejemplo disuasivo de formas vacías y de pensar hueco. Justo con esa arrogancia ilimitada de pretender hacerle creer a su entorno que ya poseen un lugar en el cielo, por delante de quienes tienen otra fe, ultrajan el concepto de Dios de la peor manera. No son las cuestiones exteriores de las prácticas eclesiásticas, tales como el bautizo y muchas otras, lo que cuenta. Es sólo el ser interior del hombre lo que tiene que comparecer en el Juicio. Tenedlo presente, so arrogantes, vosotros de quienes ya se ha anunciado que, portando banderas y ataviados de suntuosas vestiduras, saldréis el día del Juicio para, orgullosos y llenos de vosotros mismos, ir gozosamente a recoger vuestra recompensa. Pero nunca llegarán al Reino del Espíritu, situado a los pies de Dios, ya que recibirán la retribución que se merecen antes de llegar allí. Un soplo gélido los barrerá cual paja desprovista de todo valor; puesto que carecen de la pura humildad en su interior y del verdadero amor por el prójimo.

Con su forma de ser, son los que abusan del nombre «Dios» de la peor manera, son los mayores transgresores del segundo mandamiento.

Todos ellos sirven a Lucifer, y no a Dios. Y de esa manera se burlan de todos los mandamientos de Dios. Desde el primero hasta el último. Pero sobre todo de este segundo mandamiento, cuya violación constituye el más negro mancillamiento del concepto de Dios a través del nombre.

Guardaos de seguir pasando por alto este mandamiento. En lo adelante prestad mucha atención a vosotros mismos y a vuestro entorno. Tened presente que, si cumplís fielmente nueve mandamientos y no acatáis uno, igual os perderéis al final. Cuando Dios da un mandamiento, en ello ya está de por sí la prueba de que no se debe tomar a la ligera y que tiene que ser cumplido como algo imperiosamente necesario. De lo contrario, no os lo hubieran dado.

No os atreváis a orar si no sois capaces de poner toda vuestra alma en las palabras, y guardaos de comportaros ante vuestro Dios como irreflexivos parlanchines, ya que con ello os haríais culpables ante Él de usar en vano el nombre de Dios. Antes de pedirle cualquier cosa, reflexionad a ver si es de urgencia. No os enredéis en oraciones formales a ser recitadas en determinado momento, como, desgraciadamente, se ha hecho costumbre en todas las prácticas religiosas. Ello no sólo es un mal uso del nombre de Dios, sino una difamación de dicho nombre. En la alegría o el dolor, un ferviente sentir intuitivo sin palabras siempre va a valer mucho más que mil rezos, así dicho sentir intuitivo sólo dure fracciones de segundo. Y es que semejante sentir intuitivo siempre es auténtico y no tiene nada de hipocresía. Por consiguiente, jamás será tampoco un mal uso del concepto de Dios. Se trata de un momento sagrado cuando el espíritu humano se quiere postrar ante las gradas del Trono de Dios para hacer un pedido o dar gracias. Ello jamás debe convertirse en parloteo rutinario. Ni siquiera por parte de los siervos de una iglesia.

El individuo que sea capaz de usar el nombre de Dios en todas las ocasiones habidas y por haber jamás ha tenido la más mínima idea del concepto de Dios. Ese es un animal y no un ser humano. Ya que como espíritu humano él tiene obligadamente que contar con la facultad de vislumbrar a Dios en su intuición tan siquiera una vez en la vida terrenal. Esa sola vez, empero, bastaría de seguro para quitarle todo deseo de transgredir frívolamente el segundo mandamiento. En tal caso, siempre llevará consigo la necesidad interior de pronunciar el nombre «Dios» sólo estando postrado de rodillas y en la mayor pureza de todo su ser.

Quien no tenga esto está muy lejos de ser digno de la Palabra de Dios, ¡ni qué decir de entrar al reino de Dios, de disfrutar de su beatífica cercanía! Es por esa razón por la que también está prohibido elaborar una imagen de Dios conforme al pensamiento humano. Toda tentativa en este sentido está condenada a llevar a una deplorable degradación, toda vez que no hay espíritu humano ni mano humana que estén capacitados para ver visionariamente siquiera la más ínfima parte de la realidad y retenerla terrenalmente en una imagen. La mayor obra de arte en este respecto no podría significar otra cosa que una profunda degradación. Un ojo, con su inefable luminosidad, basta para esbozarlo todo. –Así de sublime es para vosotros la inconmensurable grandeza que englobáis en la palabra «Dios» y que, con descuidada osadía, os atrevéis a menudo a usar cual si se tratara de la más común de las frases vacías y proferidas sin reflexión. ¡Ya tendréis que rendir cuentas por ese proceder vuestro!

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