En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


87. El maestro universal

El Maestro Universal es el Hijo del Hombre. No se le llama Maestro Universal porque vaya a instruir al Universo, o porque vaya a fundar una religión que unifique al Universo y, en un sentido más restringido, a la Tierra o, mejor dicho, a la humanidad terrenal, o que domine la Tierra, sino que se le llama Maestro Universal porque explica el «Universo», porque trae la doctrina sobre el Universo, eso que el hombre, en realidad, está obligado a conocer. El Maestro Universal enseña a comprender el «Universo» y Su actividad automática, a fin de que el hombre se pueda regir por ello y de que, de esa manera, le resulte posible ascender con conocimiento de causa y a través de la comprensión de las verdaderas leyes cósmicas.

De modo que se trata de una doctrina universal, una enseñanza sobre el Universo, sobre la Creación.

Tal como ya una vez fue el caso con Cristo, tras este verdadero Maestro Universal se alza radiante y de manera visible a los clarividentes puros la gran Cruz del Redentor. Uno también podría decir que «Él lleva la Cruz». Dicha Cruz, empero, no tiene nada que ver con sufrimiento y martirio.

La misma habrá de ser un día la señal que, con su «viva luminosidad», no podrá ser simulada por ningún ilusionista o mago, por muy habilidoso que éste sea, y por la cual se podrá reconocer la absoluta autenticidad de la misión de su portador.

Este fenómeno supraterrenal no es incoherente, no es meramente algo arbitrario, o sea, no es antinatural. Uno entiende enseguida cómo se relaciona con lo demás tan pronto se conoce el significado real de la verdadera «Cruz del Redentor». La Cruz del Redentor no es lo mismo que la cruz del calvario de Cristo, cruz esta que, a fin de cuentas, no le pudo traer la redención a la humanidad, como ya he descrito extensamente y he repetido numerosas veces en la disertación «La muerte en la cruz»53. Esta Cruz es algo completamente distinto, algo que, por un lado, es aparentemente más simple y que, no obstante, es de una grandeza impresionante.

Al fin y al cabo, la cruz ya era conocida antes del período en que Cristo moró en la Tierra. La misma constituye el símbolo de la Verdad divina. No sólo el símbolo, sino Su forma viviente. Y dado que Cristo fue el portador de la Verdad divina, inalterada, y toda vez que Él venía de la Verdad y tenía con Ella una conexión directa, llevaba una parte de Ella en Su interior, esta Verdad se adhería a Él y a Su ser interior de manera viva. La misma es visible en la cruz viva, o sea, en la cruz luminosa que irradia de manera automática. Uno podría decir que es la Cruz misma. Allí donde está esta Cruz radiante, está también la Verdad, dado que dicha Cruz es inseparable de la Verdad; antes bien, las dos son una y la misma cosa, toda vez que esta Cruz muestra la forma visible de la Verdad.

De modo que la Cruz de rayos o la Cruz radiante es la Verdad en su forma primordialmente intrínseca. Y dado que sólo a través de la Verdad, y no de otra manera, le es posible ascender al hombre, el espíritu humano encuentra la verdadera redención sólo en la comprensión o el conocimiento de la voluntad divina.

Y como la redención solo está en la Verdad, de ello se desprende que la Cruz, o sea, la Verdad, es la Cruz redentora o la Cruz de la redención.

Es la Cruz del Redentor. Ahora, el Redentor, para la humanidad, es la Verdad. Sólo el conocimiento de la Verdad y el consiguiente empleo del camino que reside en la Verdad o que se muestra en la Verdad puede conducir al espíritu humano fuera de su enajenación y confusión actual y hacia a la Luz, puede liberarlo y redimirlo del estado actual. Y dado que el Hijo de Dios, que ya os fue enviado, y el Hijo del Hombre, que viene ahora, son los únicos portadores de la Verdad en su forma pura y los únicos que La llevan en Su interior, ambos, como es natural, tienen que llevar la Cruz como algo inseparable de ellos, tanto exterior como interiormente, o sea, han de ser por fuerza portadores de la Cruz de rayos, portadores de la Verdad, portadores de la redención, que, para los hombres, radica en la Verdad. Ambos traen la redención en la Verdad a aquellos que La acojan, o sea, a aquellos que sigan el camino mostrado. –Al lado de esto, ¿qué importancia puede tener toda palabrería que dimana de la astucia humana? La misma se esfumará en la hora de las tribulaciones.

De ahí que el Hijo de Dios les dijera a los hombres que tomaran la Cruz y Lo siguieran, lo que es lo mismo que decir que aceptaran la Verdad y vivieran de acuerdo a Ella; que se ajustaran a las leyes de la Creación, que aprendieran a entenderlas cabalmente y a hacer uso de sus efectos automáticos solo para el bien.

Pero ¿qué ha hecho la estrecha mente humana de esta simple y natural realidad? Una doctrina del sufrimiento que no era el deseo de Dios ni de Su Enviado, el Hijo de Dios. Y con ello se tomó un camino falso, un camino que no armonizaba con el camino mostrado, sino que se apartaba tremendamente de la voluntad de Dios, voluntad que solo quiere llevar a la alegría en lugar de al sufrimiento.

Naturalmente que para la humanidad constituye un terrible símbolo que el Hijo de Dios haya sido clavado y martirizado hasta la muerte por los hombres justo en la forma reproducida terrenalmente de la configuración de la Verdad, o sea, que Él haya sucumbido en el símbolo de esa Verdad que Él trajo. Ahora, la cruz del calvario de las iglesias no es la Cruz redentora.

«El que se encuentra en la Fuerza y en la Verdad», se dice del Hijo de Dios. La Fuerza es la voluntad de Dios, el Espíritu Santo. Su forma visible es la Paloma. La forma visible de la Verdad es la Cruz que irradia de manera automática. Ambas pudieron ser observadas en el Hijo de Dios, ya que Él se hallaba en Ellas. O sea, en su caso, se trataba de un fenómeno natural y lógico.

Lo mismo va a ver la gente en el Hijo del Hombre también. La Paloma sobre Su cabeza y la Cruz redentora detrás de Él; ya que Él también está indisociablemente ligado a Ellas, en Su calidad de portador de la Verdad «que se encuentra en la Fuerza y en la Verdad». Son las señales imposibles de simular de Su auténtica misión para el cumplimiento de las profecías. Las señales que no se pueden imitar, que resultan indestructibles y que vienen como advertencia y, pese a lo terrible de la cosecha, también como promesa. Las mismas son lo único ante lo cual todo lo oscuro se ve obligado a retirarse.

¡Alzad la mirada! Tan pronto hayan hecho acto de presencia los inexorables nuncios de Su venida, que Le habrán de limpiar el camino de los obstáculos que la presunción humana ha amontonado en él, caerá la venda de los ojos de muchos que son agraciados de reconocerlo de esa forma. Y entonces tendrán que dar testimonio de Él a voz en cuello, obligados por la fuerza de la Luz.

Ni uno solo de los muchos falsos profetas y líderes de hoy día puede sostenerse ante Él; ya que con esas dos excelsas señales que nadie fuera del Hijo de Dios y del Hijo del Hombre puede llevar, Dios mismo está hablando por Sus Siervos, por lo que toda astucia humana se ve obligada a enmudecer. –

Estad pendientes de ese momento, que está más cerca de lo que todos se imaginan.

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