En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


80. ¡Érase una vez...!

Se trata de tres palabras nada más, pero éstas son como una fórmula mágica, ya que tienen la peculiaridad de suscitar de inmediato en toda persona algún sentimiento intuitivo específico. Raras veces dicho sentimiento será el mismo; parecido al efecto que ejerce la música. Igual a como ocurre con la música, estas tres palabras llegan directo al espíritu del hombre, al verdadero «yo» de éste. Naturalmente que sólo en el caso de aquellos que no han cerrado por completo el espíritu en su interior, con lo que, estando aún en la Tierra, ya han perdido la verdadera humanidad.

Todo ser humano, empero, al oír o leer estas palabras, pensará al instante y de manera involuntaria en alguna vivencia pasada. La misma se alzará ante él con toda claridad y de forma viva, y, con esta imagen, despierta también en él un sentimiento correspondiente.

En algunos es una ternura llena de anhelo, una felicidad melancólica, incluso un deseo secreto e irrealizable. En otros, empero, orgullo, ira, horror u odio. El hombre siempre pensará en algo que ha vivido y que le ha causado una impresión singular, pero que él creía apagado hacía mucho ya.

Mas en él no se apaga ni se pierde nada que él, en algún momento, haya vivido de verdad. Todo lo que caiga en esta categoría lo puede considerar como suyo, como algo verdaderamente adquirido y, por ende, imperecedero.

Si, con mente despierta, el hombre por una vez pone la debida atención y el necesario cuidado, no tardará en darse cuenta de qué es lo que verdaderamente está vivo en él y qué puede ser calificado como algo muerto, como frío caparazón de recuerdos inservibles.

Para el hombre, y por hombre no debemos entender el cuerpo físico, tiene utilidad y finalidad únicamente aquello que durante su vida terrenal tenga una repercusión lo suficientemente profunda como para dejar una impronta en su alma que no desaparezca y que resulte imposible de borrar. Sólo semejantes marcas influyen en la configuración del alma humana y, no quedando su repercusión limitada a ello, inciden así también en el desarrollo del espíritu con miras a la constante evolución de éste.

De modo que, en realidad, solo aquello que ha sido vivido y que, de esa manera, se ha convertido en algo propio llega a dejar semejante impresión profunda. Todo lo demás pasa como un susurro, sin efectos, o, a lo sumo, sirve de ayuda para que se den hechos capaces de causar esas grandes impresiones.

Bienaventurados aquellos que tengan a su haber muchas de estas vivencias poderosas, da igual si lo que éstas suscitaron fue felicidad o sufrimiento; ya que las impresiones que han dejado serán un día lo más valioso que un alma humana pueda llevarse en su viaje al más allá. –

La actividad intelectual de índole puramente terrenal, que es lo acostumbrado hoy día, para lo único que sirve, cuando se le da un buen uso, es para aliviar la existencia terrenal del cuerpo. En rigor, esa es la verdadera finalidad de toda actividad del intelecto. Al final no hay otra cosa. Ello es aplicable a todo saber universitario –da igual en qué campo sea–, y también a toda ocupación –ya sea en la administración pública o en la familia–, a todo individuo y a las naciones, así como, por último, a la humanidad entera. Desgraciadamente, empero, todo se ha sometido incondicionalmente al intelecto nada más y se encuentra así atado por las pesadas cadenas de la terrenal estrechez de la facultad comprensiva, lo que, como es lógico, tenía inevitablemente que traer consigo funestas consecuencias en toda actividad y acontecer, y habrá de seguirlas trayendo.

En este respecto hay una sola excepción en toda la Tierra. Ahora, dicha excepción no nos la ofrece la iglesia, como muchos creerán, y como también debería ser, sino el arte. En éste el intelecto juega infaliblemente un papel secundario. Pero en los casos en que el intelecto se impone, el arte no tarda en degradarse a artesanía; éste desciende a niveles bien bajos de forma inmediata e incuestionable. Ello es una consecuencia que, en su simple naturalidad, no puede ser de otra forma en absoluto. En este respecto no se ha demostrado ni una sola excepción.

Como es lógico, empero, esa misma deducción se puede aplicar a todo lo demás. ¿Acaso eso no le da que pensar al hombre? Seguramente que es como si de repente le quitaran una venda de los ojos. A quien razona y hace sus comparaciones, ello le dice muy claramente que en todo lo demás donde el intelecto domine uno sólo podrá encontrar un mero sustitutivo, algo inferior. Esta realidad debería hacerle percibir al hombre cuál es el lugar que por naturaleza le corresponde al intelecto si se quiere que surja algo que sea correcto y valioso.

Hasta ahora el arte es lo único que ha nacido de la actividad del espíritu viviente, lo único que ha nacido de la intuición. Sólo el arte ha tenido un origen y un desarrollo naturales y, por ende, normales y sanos. El espíritu, empero, no se manifiesta por medio del intelecto, sino por medio de los sentimientos intuitivos y se evidencia en lo que la gente llama, de manera muy general, «corazón». Justo eso que los intelectuales de hoy día, tan desmesuradamente orgullosos de sí mismos, convierten en blanco de sus burlas y de su sorna. Con ello se burlan de lo más valioso en el ser humano, se burlan nada menos que de lo que hace al hombre lo que es.

El espíritu no tiene nada que ver con el intelecto. Si el hombre quiere que por fin se dé un mejoramiento en todo, tiene que hacer caso a las palabras de Cristo: «Por sus obras los conoceréis». Ya ha llegado la hora en que esto va ocurrir.

Solo las obras del espíritu tienen, desde su origen mismo, vida, y con esta vida, duración y permanencia. Y todo lo demás está condenado a colapsar sobre sí mismo una vez que su auge haya pasado. Tan pronto salen sus frutos, la vacuidad se hace evidente.

¡Fijaos tan solo en la historia! Únicamente el trabajo del espíritu, es decir, el arte, ha sobrevivido a los pueblos que ya han colapsado por causa del obrar de ese intelecto en sí frío y sin vida. Su elevado y tan ponderado saber no pudo salvarlos de ello. Los egipcios, los judíos, los griegos y los romanos siguieron este camino; más tarde los españoles y los franceses, y ahora los alemanes –pero las obras de arte auténtico los han sobrevivido a todos–. Dichas obras tampoco podrán desaparecer jamás. Sin embargo, nadie vio la estricta regularidad presente en este acaecer recurrente. A nadie se le ocurrió desentrañar la verdadera raíz de este grave mal.

En lugar de buscar dicha raíz y ponerle fin a esa decadencia recurrente, la gente se dio ciegamente por vencida y se resignaron con lamentos y refunfuños a eso que ellos veían como «algo que no hay quien lo cambie».

Ahora alcanza, por último, a toda la humanidad. Mucho sufrimiento que ya hemos dejado atrás, y mayor es el que aún nos espera. Un gran lamento recorre las densas multitudes de esos que en parte ya han sido afectados por ello.

Pensad en todos los pueblos que ya han tenido que sucumbir una vez que habían alcanzado su auge, una vez que habían llegado al cenit del intelecto. Los frutos que arrojó este apogeo fueron los mismos en todos los lugares. Inmoralidad, desvergüenza y gula en múltiples formas, todo lo cual vino seguido ineludiblemente del declive y del colapso.

Esa absoluta semejanza es algo que resulta bien llamativo para cualquiera. Asimismo, toda persona que razone no podrá menos que encontrar en este suceso una naturaleza y una lógica bien específicas y propias de las más estrictas leyes.

Uno tras otro, todos estos pueblos se vieron obligados a reconocer, por último, que su grandeza, su poderío y su gloria eran solo aparentes y que meramente eran preservados por medio de la fuerza y la imposición, y no gracias a un carácter sano que proporciona bases sólidas.

¡Abrid los ojos en lugar de desesperar! Mirad a vuestro alrededor, aprended de lo que ha pasado, comparad lo ocurrido con los mensajes que os han llegado provenientes de lo divino hace ya miles de años y encontraréis con toda seguridad la raíz de este mal devorador que por sí solo impide la ascensión de la humanidad entera.

Solo cuando dicho mal haya sido totalmente erradicado, y no antes, quedará entonces abierto el camino de la ascensión general. Y este camino será duradero, ya que es capaz de contener en sí la vitalidad propia del espíritu, la cual había estado excluida hasta la fecha. –

Antes de entrar en más detalles, quiero explicar lo que es el espíritu, lo único verdaderamente vivo en el hombre. Espíritu no es ingenio, ni intelecto; tampoco es saber adquirido. Es por eso por lo que la gente, erróneamente, califica a una persona de «espiritual» cuando ésta ha estudiado, leído y observado mucho y sabe conversar sobre ello con elocuencia; o cuando brilla por sus buenas ocurrencias y su chispa intelectual.

Espíritu es algo completamente diferente. Se trata de una modalidad independiente que proviene del mundo de su misma especie, mundo este que es diferente de la región a la que la Tierra y, por ende, el cuerpo pertenecen. El mundo espiritual se encuentra a una altura mayor y constituye la región superior y más liviana en la Creación. Por razón de su constitución, la parte espiritual en el hombre tiene el cometido de regresar a la esfera puramente espiritual tan pronto se haya separado de todas las envolturas materiales. El deseo de hacerlo se libera cuando se ha alcanzado un grado bien específico de madurez y lo conduce entonces hacia su especie afín en las alturas, siendo el hombre encumbrado por la fuerza de atracción de esta especie afín46.

El espíritu no tiene nada que ver con el intelecto terrenal, sino solo con el atributo que la gente denomina «corazón». Decir espiritual es, pues, lo mismo que decir «de buen corazón», pero no es lo mismo que intelectual.

Para poder distinguir de manera más fácil, basta con usar la frase: «Érase una vez». A muchísimos buscadores esto les será suficiente para llegar a una aclaración. Si le prestan atención a lo que entonces sucede en su interior, podrán distinguir todas las cosas vividas en la Tierra hasta ese momento que le han sido provechosas a su alma de lo que meramente les ha servido para facilitarles su trabajo en el entorno terrenal, así como el prosperar en éste. O sea, aquello que no sólo ha tenido valores terrenales, sino valores para el más allá también, y aquello que sólo ha servido propósitos terrenales, pero que resulta baladí para el más allá. Lo uno se lo pueden llevar consigo al otro mundo, lo otro, empero, lo han de dejar atrás al abandonar esta vida, por ser algo que es de aquí nada más y que de nada les servirá más adelante. Eso que el hombre deja atrás, empero, no es sino un instrumento para el acaecer terrenal, no es otra cosa que un adminículo para su tiempo en la Tierra, y nada más.

Ahora bien, si un instrumento no es usado como tal, sino que es colocado en un plano mucho más alto, como es lógico, no podrá desempeñarse a la altura del nivel en que ha sido puesto, ya que su lugar no está ahí; por ley natural, traerá así deficiencias de muchos tipos, las cuales, con el tiempo, acarrearán consecuencias bien nefastas.

Entre estos instrumentos se cuenta, como el más eminente de todos, el intelecto terrenal, que, como producto que es del cerebro humano, está condenado a llevar consigo la limitación a la que todo lo fisicomaterial-corporal, por razón de su propia constitución, siempre estará supeditado. Y el producto no puede ser diferente de su origen. Aquél permanece siempre atado a la naturaleza de dicho origen.

Ello trae como resultado natural que el intelecto tenga la más estrecha facultad comprensiva, una facultad comprensiva meramente terrenal y estrechamente atada a tiempo y espacio. Como el intelecto proviene de la materia física, que está muerta en sí y que no tiene vida propia, él tampoco dispone de fuerza viva. Como es lógico, esta circunstancia se hace extensiva a toda actividad del intelecto, al cual, por consiguiente, le resulta imposible insuflar vida a sus obras.

En este inmutable acaecer natural radica la clave de los tristes sucesos que han tenido lugar durante la existencia humana en esta pequeña Tierra.

Tenemos que acabar de aprender a diferenciar entre el espíritu y el intelecto, entre el núcleo viviente del hombre y su instrumento. Si dicho instrumento es puesto por encima del núcleo viviente, como ha sido el caso hasta ahora, el resultado es algo malsano que desde su nacimiento mismo lleva inevitablemente consigo el germen de la muerte, y lo vivo, lo excelso, lo más valioso queda así constreñido, atado y separado de su necesaria actividad, hasta que, con el ineludible colapso de esa muerta estructura, se alce de entre los escombros y se eleve a las alturas, libre pero inmaduro.

En lugar de «érase una vez», imaginémonos la pregunta: «¿Cómo era en tiempos de antaño?». ¡Qué distinto es el efecto! Uno enseguida nota la gran diferencia. La primera pregunta le habla a la intuición, la cual guarda relación con el espíritu. La segunda, en cambio, va dirigida al intelecto, y con ella aparecen imágenes completamente diferentes. Estas, desde un inicio, son constreñidas, frías y sin calor vital, ya que el intelecto no tiene otra cosa que dar.

El mayor pecado de la humanidad, empero, ha sido, desde un inicio, el haber puesto en un elevado pedestal al intelecto –el cual no puede generar sino productos defectuosos y sin vida– y el haber literalmente danzado en adoración alrededor de éste. Al intelecto se le dio un lugar que debía de haberle estado reservado al espíritu solamente.

Semejante comienzo es, en todos los sentidos, contrario a las disposiciones del Creador y, por ende, contrario a la naturaleza, ya que, a fin de cuentas, dichas disposiciones están cimentadas en el acaecer de la naturaleza. Es por eso por lo que tampoco nada puede conducir a una verdadera meta; al contrario, todo está condenado a fracasar en el punto donde se tiene que iniciar la cosecha. Otra posibilidad no hay; antes bien, se trata de un acontecer natural y que es de esperar.

Únicamente en la técnica pura y en toda industria es diferente. Gracias al intelecto, las mismas han alcanzado una gran altura y llegarán mucho más lejos aún en el futuro. Esta realidad, empero, evidencia la veracidad de mis explicaciones. En todas las cosas la técnica es y siempre será algo pura y exclusivamente terrenal, algo muerto. Pero como el intelecto también forma parte de lo terrenal, al mismo le es posible desarrollarse con brillantez en la técnica y lograr cosas verdaderamente grandes. Ahí sí que está en su lugar, en su verdadera tarea. Pero allí donde entre en consideración el elemento «viviente» también, o sea, lo puramente humano, el intelecto, por razón de su naturaleza, no se bastará y estará, por tanto, condenado al fracaso mientras no esté guiado por el espíritu. Ya que sólo el espíritu es vida. En una especie bien definida sólo la especie afín puede arrojar resultados. De ahí que el intelecto terrenal jamás pueda funcionar en lo espiritual. Por esa razón, constituyó un gran crimen de parte de esta humanidad el poner el intelecto por encima de la vida.

Con ello el hombre invirtió el cometido que le dictaban las disposiciones creadoras, o lo que es lo mismo, las disposiciones completamente naturales; se puede decir que puso este cometido suyo patas arriba, al concederle al intelecto –al cual le corresponde un segundo lugar, un lugar meramente terrenal– el lugar superior, lugar este que le corresponde al espíritu viviente. Con ello, por otra parte, resulta perfectamente natural que el hombre, en lugar de, a través del espíritu, poder mirar de arriba hacia abajo, en adelante se vea obligado a buscar trabajosamente de abajo hacia arriba, proceso este en el cual el intelecto, que ha sido colocado en la posición superior, impide, con su limitada facultad comprensiva, toda perspectiva amplia.

Si quiere despertar, está obligado a permutar las «luces primero», está obligado a poner lo que ahora se encuentra arriba, el intelecto, en el lugar que la naturaleza le ha dado y llevar al espíritu de vuelta al lugar cimero. Esta necesaria permuta ya no le resulta tan fácil al hombre de la actualidad. –

Esa acción transponedora de entonces de los hombres, acción que iba de manera sumamente incisiva en contra de la voluntad del Creador, o sea, en contra de las leyes naturales, fue la verdadera «Caída del Hombre», cuyas consecuencias no han dejado nada que desear en terribilidad; pues la misma creció hasta convertirse en el «pecado original», toda vez que el encumbramiento del intelecto a la posición de soberano absoluto trajo, por su parte, la natural consecuencia de que ese cultivo y empleo tan unilaterales, con el tiempo, fortalecieran el cerebro tendenciosamente, de manera que solo llegó a crecer la parte que tiene que ejecutar el trabajo del intelecto y la otra quedó condenada a atrofiarse. Por consiguiente, esa parte que ha quedado atrofiada por causa del descuido solo es capaz, hoy en día, de operar como poco fiable cerebro de los sueños, el cual incluso cuando realiza esta función permanece sometido a la fuerte influencia del llamado cerebro diurno, que es el que activa el intelecto.

De modo que la parte del cerebro que ha de constituir el puente al espíritu, o mejor dicho, el puente del espíritu a todo lo terrenal, queda así paralizada y la conexión interrumpida o, cuando no, demasiado floja, con lo cual el hombre contrarresta toda actividad de su espíritu y, con ello, también la posibilidad de «insuflarle vida» a su intelecto, de espiritualizarlo, de animarlo. Ambas partes del cerebro tenían que haber sido cultivadas de forma completamente pareja, con vistas a una actividad armónica conjunta, como todo en el cuerpo; el espíritu en el papel de guía, y el intelecto en el de ejecutor aquí en la Tierra. Que, por causa de ello, toda actividad del cuerpo e incluso este mismo no puedan jamás ser como deberían es algo lógico. Por ley natural, semejante suceso se extiende a todo. Ya que, de ese modo, falta lo principal para todo lo terrenal.

Semejante impedimento ha traído consigo al mismo tiempo la alienación y el alejamiento de lo divino, cosa que es fácil de entender. A fin de cuentas, ya no había un camino que condujera allí.

Ello, por su parte, trajo, en un final, la desventaja de que, por causa de una transmisión hereditaria de efectos cada vez más trascendentales, desde hace miles de años ya todo cuerpo infantil, al nacer, traiga consigo a la Tierra un cerebro intelectual tan grande que, por razón de esta circunstancia, todo niño queda fácilmente sometido al intelecto desde un principio tan pronto dicho cerebro desarrolla su actividad a plena capacidad. El abismo entre estas dos partes del cerebro se ha vuelto tan grande, y la relación de posibilidades de trabajo, tan dispar, que en el caso de la mayoría de los hombres no es posible alcanzar una mejoría sin que tenga lugar una catástrofe.

Ese hombre intelectual de la actualidad ya no es un ser humano normal, sino que carece de todo ese desarrollo de la parte principal de su cerebro que un ser humano pleno ha de tener, y ello por causa de ese descuido suyo en el transcurso de milenios. Todo hombre intelectual sin excepción dispone meramente de un cerebro deformado. Por consiguiente, desde hace milenios la Tierra está gobernada por discapacitados cerebrales, los cuales ven al hombre normal como un enemigo y tratan de oprimirlo. En su atrofia creen estar haciendo un trabajo tremendamente brillante, y no saben que el hombre normal está en condiciones de hacer el décuplo de lo que ellos hacen y de crear obras que duren y que son más completas que los frutos del empeño actual.

A un hombre intelectual, empero, ya no podrá serle tan fácil lograr comprender algo que forme parte de la actividad de esa parte atrofiada de su cerebro. Simplemente, no le es posible, aunque quisiera, y es sólo debido a esa constricción suya por voluntad propia que se ríe de todo lo que a él le resulta inalcanzable y que, por causa de su cerebro anormal y, en realidad, retrasado, ya más nunca podrá comprender. En ello radica justamente la parte más terrible de la maldición de esa desviación antinatural. La armónica colaboración de ambas partes del cerebro humano, la cual es algo que todo ser humano debe tener sin falta para ser considerado normal, está descartada de manera definitiva para esos hombres intelectuales de hoy día a los que la gente llama materialistas.

Ser materialista no es un elogio, sino la credencial de un cerebro atrofiado.

Así, en esta Tierra ha estado reinando hasta la fecha el cerebro antinatural, cuya actividad acaba, como es lógico, trayendo inevitablemente el incontenible colapso en todo, ya que la ley natural dicta que, por causa de la atrofia, todo lo que dicho cerebro quiera aportar llevará consigo desde un principio disarmonía y nocividad.

Ya nada se puede cambiar al respecto; hay que dejar que ese colapso que de manera natural se va gestando acabe de llegar. Pero ahí será el día de la resurrección del espíritu y también de una nueva vida. Y con ello el esclavo del intelecto, que desde hace milenios lleva la voz cantante, dejará de contar. Nunca más podrá erguirse de nuevo, ya que las pruebas y las vivencias personales lo obligarán finalmente a que, como el enfermo y el pobre espiritual que es, acabe inclinándose espontáneamente ante eso que no había podido entender. Y ya no se le presentarán más oportunidades de actuar contra el espíritu, ni con burlas ni con el simulacro del derecho por medio del poder judicial, como fue usado contra el Hijo de Dios, que tuvo que luchar contra ello. En aquel entonces había tiempo todavía para evitar muchas desgracias. Pero ya no; puesto que entretanto la conexión entre ambas partes del cerebro se ha vuelto tan floja que ya no puede ser reparada.

Muchas personas intelectuales querrán, una vez más, burlarse de las explicaciones en esta disertación sin poder acompañar sus burlas de otra cosa que de frases vacías, en las que no se podrá encontrar ni siquiera un solo argumento verdaderamente objetivo que rebata lo dicho en estas aclaraciones. Pero todo buscador serio y toda persona que razone no podrán menos que tomar semejante porfía ciega como una prueba más de lo que he demostrado aquí. A gente así, simplemente, no le es posible, por mucho que se esfuercen. Así que a partir de hoy veámoslos como enfermos que pronto van a necesitar de ayuda... y esperemos tranquilamente a que llegue ese momento. No hace falta ni lucha ni acciones violentas para hacer que el necesario progreso tenga lugar a toda costa; ya que el fin llegará por sí solo. Aquí también se cumple de manera enteramente ineludible y con absoluta puntualidad el acontecer natural basado en las inmutables leyes de todos los efectos recíprocos. – –

Y entonces, de conformidad con tantas anunciaciones que se han dado, surgirá una «nueva raza». Ésta, empero, no se compondrá meramente de nuevos nacimientos, como los que ya se están viendo en California y también en Australia, casos estos en que los nacidos parecen dotados de un «nuevo sentido», sino que en su mayoría estará conformada por personas que ya moran en este mundo y que, dentro de poco, se volverán «videntes», gracias a muchos sucesos venideros. Y entonces éstas contarán con el mismo «sentido» que los que están naciendo ahora; puesto que dicho sentido no es más que la facultad de vivir la vida en el mundo con un espíritu abierto y sin constricciones, con un espíritu que ya no se deja subyugar por la limitación del intelecto. Y con ello el pecado original queda por fin eliminado.

Todo esto, empero, no tiene nada que ver con esos atributos que hasta ahora han recibido el nombre de «facultades ocultistas». Se trata meramente del ser humano normal, tal como debe ser. El «volverse vidente» no tiene nada que ver con la «clarividencia», sino que significa «darse cuenta de las cosas», comprender.

Los hombres entonces estarán en condiciones de distinguirlo todo sin dejarse influenciar, lo cual no significa otra cosa que juzgar; y verán al hombre intelectual tal como verdaderamente es, con esa limitación que tan peligrosa es para él mismo y para su entorno y de la que, a su vez, dimana ese presuntuoso despotismo y la creencia de siempre tener la razón, atributos estos que en realidad son inseparables de dicha limitación.

También verán cómo desde hace milenios, en lo que ha sido un patrón de estricta lógica, toda la humanidad ha venido sufriendo bajo este yugo –unas veces en una forma y otras, en otra– y cómo este cáncer, en su condición de enemigo innato, ha ido siempre en contra del desarrollo del espíritu humano libre, desarrollo este que es el objetivo fundamental en la existencia del hombre. Nada se escapará a su perspicacia, tampoco el amargo convencimiento de que, por causa de este mal, las tribulaciones, todo sufrimiento y toda caída eran algo que tenía que pasar, y que la mejoría nunca podía tener lugar, ya que, por razón de la limitación de la facultad comprensiva, quedaba descartado de antemano un entendimiento de lo que estaba pasando.

Con ese despertar, empero, cesará también toda influencia y todo poderío de los hombres de intelecto; para siempre. Ya que entonces se iniciará una nueva y mejor época para la humanidad, una época en la que lo viejo ya no podrá mantenerse.

Y con ello llega lo que ya hoy cientos de miles anhelan, el necesario triunfo del espíritu sobre el fracasado intelecto. Muchas personas pertenecientes a esas masas que han sido inducidas a error se darán cuenta entonces de que han estado interpretando la expresión «intelecto» de manera completamente falsa. La mayoría lo ha tomado como un ídolo así sin más, sin que haya mediado el más mínimo examen, solo porque los demás lo han presentado como tal y porque todos sus adeptos han sabido dárselas de soberanos absolutos e infalibles, por medio de la fuerza y de las leyes. Es por eso por lo que muchos ni siquiera hacen el esfuerzo por desvelar la vacuidad que en verdad lo caracteriza y los defectos que se esconden detrás de la misma.

Cierto es que también hay muchos que, con tenaz energía y convicción, llevan ya décadas combatiendo este enemigo, algunos a escondidas y otros abiertamente, y en ocasiones quedando expuestos al más grave sufrimiento. Mas han estado luchando sin conocer al enemigo contra el que luchan. Y como es lógico, ello ha dificultado el éxito; lo ha imposibilitado de antemano. La espada de estos luchadores no estaba bien afilada, ya que con ella se la pasaban golpeando en cosas secundarias, mellando así su hoja. Sin embargo, al dirigir sus golpes a estas cuestiones secundarias, no conseguían otra cosa que dar en el vacío, lejos del objetivo principal, desperdiciando así sus fuerzas y trayendo divisiones en sus filas, divisiones estas que hoy día se hacen cada vez mayores.

En realidad, no hay más que un enemigo de la humanidad en toda la regla: la hasta ahora ilimitada dominación del intelecto. Esa fue la gran Caída del Hombre, la más grave culpa de la humanidad, la cual ha traído todo lo malo consigo. Es dicha dominación lo que devino en el pecado original y la misma es también ese anticristo del que se ha anunciado que habrá de levantar la cabeza. Para ser más precisos, la dominación del intelecto es su instrumento, por medio del cual los hombres han sucumbido a él, al enemigo de Dios, al anticristo en persona... a Lucifer47.

Ya nos encontramos de lleno en esa época. Ese anticristo vive hoy día en el interior de toda persona, listo para destruirla, toda vez que su actividad trae enseguida, como consecuencia perfectamente natural, el alejamiento de Dios. El anticristo aísla al espíritu tan pronto se le da la oportunidad de gobernar.

Por eso el hombre tiene que estar en guardia y alerta. –

No es que ahora deba apocar su intelecto, sino que tiene que hacer de éste el instrumento que es, y no la voluntad decisiva, no el soberano.

El hombre de generaciones venideras solo podrá ver las épocas pasadas con repulsión, horror y vergüenza. Parecido a como nos sucede a nosotros cuando entramos en una antigua cámara de tortura. Ahí también uno puede ver los malos frutos del frío saber intelectual. Porque seguramente que es innegable que una persona con tan siquiera algo de corazón y, por ende, de actividad espiritual jamás hubiera concebido semejantes atrocidades. A grandes rasgos, empero, la situación hoy día sigue siendo la misma, sólo que algo más encubierta, y los sufrimientos de las masas son frutos igual de podridos que las torturas de individuos en aquel entonces.

Cuando el hombre entonces lance una mirada al pasado, no conseguirá salir de su asombro. En su mente surgirá la pregunta de cómo ha sido posible que durante milenios la gente haya soportado estos errores sin chistar. La respuesta es bien simple: por la fuerza. Adondequiera que uno dirija la vista se puede ver esto de manera bien clara. Dejando a un lado los tiempos grises de la antigüedad, no necesitamos más que entrar en las ya mencionadas cámaras de tortura, las cuales todavía hoy día se pueden encontrar por doquier y cuyo empleo no data de hace tanto tiempo atrás.

El escalofrío recorre nuestro cuerpo cuando observamos esas viejas herramientas ¡¿Cuánta fría brutalidad y cuánta bestialidad no encierran?! Difícilmente haya alguien hoy día que ponga en duda que el proceder de aquel entonces fue un crimen de los peores. Contra el delincuente se perpetraba un delito aún mayor que el que éste había cometido. Pero también muchos inocentes fueron sacados del seno de su familia y de la libertad para ser lanzados brutalmente en estas cámaras. ¡¿Cuántos lamentos y cuántos gritos de dolor no se habrán extinguido aquí, provenientes de las gargantas de esos que, totalmente desvalidos, quedaban a merced de sus torturadores?! ¡Estamos hablando de personas que tuvieron que sufrir cosas que, al uno pensar en ellas, solo pueden despertar el horror y el aborrecimiento! Todo el mundo se pregunta inconscientemente si en verdad seres humanos pueden haber sido capaces de todo lo que les pasó a esos indefensos, y encima bajo la apariencia de estar asistidos por toda razón. Una razón que habían conseguido por la fuerza. Y después se servían de dolores corporales para arrancarles a los sospechosos confesiones de culpa, a fin de así poderlos asesinar con tranquilidad. Si bien dichas confesiones habían sido dadas solo para escapar a los descabellados martirios corporales, ello, no obstante, les bastaba a los jueces, ya que era lo que necesitaban para satisfacer la «letra» de la ley. ¿Habrán creído de verdad esos individuos estrechos de miras que de esa manera podían quedar limpios ante la voluntad divina también, y que podrían librarse de esa inexorable ley fundamental del efecto recíproco?

Toda esa gente que se tomaba la potestad de juzgar a otros o bien era la piltrafa de los criminales más recalcitrantes, o ello no fue más que un ejemplo tremendamente claro de la enfermiza estrechez del intelecto terrenal. Término medio aquí no hay.

Según las leyes divinas de la Creación, todo dignatario, todo juez, da igual cuál sea el cargo que ocupe aquí en la Tierra, nunca debería encontrarse bajo el amparo de su cargo ensu actuación, sino que, como cualquier otra persona, tiene que responder personal y cabalmente, sin gozar de ningún tipo de inmunidad, por todo lo que él haga en el ejercicio de su cargo. No solo espiritualmente, sino también terrenalmente. En tal caso, todo el mundo desempeñaría este cargo con mucha mayor seriedad y cuidado. Y seguramente que los supuestos «errores», errores estos cuyas consecuencias no pueden jamás ser enmendadas, no se darían con tanta facilidad. Eso sin pensar en el sufrimiento físico y psíquico de los afectados por ello y de sus allegados.

Pero continuemos con nuestras reflexiones y consideremos el capítulo de los procesos a las supuestas «brujas», capítulo este que forma parte del tema que nos ocupa.

Quien alguna vez haya tenido acceso a las actas judiciales de semejantes procesos desearía, agobiado por un ardiente sentimiento de vergüenza, el jamás ser considerado parte de esta humanidad. Si una persona en aquel entonces tenía conocimiento sobre plantas curativas, ya fuera a través de experiencia práctica o gracias a las tradiciones, y, obedeciendo a las peticiones de socorro de personas con padecimientos, ayudaba a estas con ello, por esa razón, era inexorablemente sometida a torturas, de las cuales acababa librándola únicamente la muerte en la hoguera, si es que su cuerpo no había sucumbido antes a estas crueldades.

Hasta la belleza corporal podía ser un motivo para ello en aquel entonces, especialmente la castidad que se resistía a pretensiones.

Y tenemos también los hechos terribles cometidos por la Inquisición. Son relativamente pocos los años que nos separan de ese «aquel entonces».

Así como hoy nosotros nos damos cuenta de la injusticia en semejantes acciones, de ese mismo modo lo sentía el pueblo en aquel entonces. Ya que éste no estaba aún tan completamente constreñido por el «intelecto»; en su caso, de vez en vez se abría paso el sentimiento, el espíritu.

¿Acaso la gente no percibe la completa estrechez, la irresponsable estupidez que se pone de manifiesto en todo esto?

Se habla de ello con aires de superioridad y con encogimiento de hombros, pero en el fondo nada ha cambiado al respecto. La estrecha presunción ante todo lo que no se entiende está hoy día exactamente igual de presente que en aquel entonces. Sólo que en lugar de recurrirse a esas torturas, hoy en día se recurre a la burla pública como reacción a todo aquello que la gente, por causa de su propia limitación, no entiende. Muchos deberían armarse de honestidad y reflexionar al respecto sin ser indulgentes consigo mismos. Todo individuo que posea la facultad de saber algo que le es inaccesible a los demás y de quizás ver el mundo etéreo con los ojos etéreos, cosa que es algo natural y que la gente, dentro de muy poco tiempo, ya no va a poner en duda, mucho menos va a combatirla insensiblemente, todo individuo así es visto de antemano por los defensores del intelecto, lo que es lo mismo que decir individuos que no son normales del todo, como un embustero, quizás incluso ante un tribunal.

Y pobre de quien no sepa qué hacer con semejante don y que se ponga a hablar de lo que ha visto y oído. Ese tendrá que temer las consecuencias de la misma manera que los primeros cristianos bajo Nero, con sus secuaces preparados para matar en cualquier momento.

Y si encima cuenta con otras facultades que jamás puedan ser entendidas por las personas marcadamente intelectuales, entonces, con toda seguridad, será hostigado, calumniado y marginado sin compasión como no quiera acceder a los deseos de todo el mundo; en caso de ser posible, lo «neutralizan», como tan eufemísticamente se acostumbra a decir. Y nadie siente remordimiento alguno por ello. A estas alturas, una persona así es aún vista como una presa que cualquiera puede atacar, siendo el atacante en ocasiones alguien bien inmundo interiormente. Cuanto más estrecho de miras sea, tanto mayor será su creencia de ser inteligente y su propensión al engreimiento.

La gente no ha aprendido nada de esos sucesos de antaño, con sus torturas y ejecuciones en la hoguera y esas sumamente ridículas actas procesales. Ya que hoy día todavía cualquiera puede mancillar y ofender impunemente aquello que resulte extraordinario y no se entienda. En este respecto no hay diferencia alguna a como era antes.

Peor aún que lo que sucedía en el ejercicio del poder judicial fue lo ocurrido con la Inquisición, la cual tuvo su origen en la iglesia. Aquí los gritos de los martirizados eran superados en volumen por beatas oraciones: una burla a la voluntad divina en la Creación. Los representantes eclesiásticos de aquel entonces demostraron con ello que no tenían ni idea de la verdadera doctrina de Cristo, mucho menos de la Divinidad y de Su voluntad creadora, voluntad esta cuyas leyes reposan de manera inmutable en la Creación y obran en Ella de la misma manera siempre, desde el comienzo mismo hasta el fin de todos los días.

Dios le dio al espíritu humano, a través de su constitución, la libre determinación. Es sólo con esta libre determinación que a éste le es posible madurar tal como debe, que le es posible pulirse y desarrollarse plenamente. Es únicamente con ese libre albedrío que él tiene posibilidad de ello. Ahora, si dicho libre albedrío es contrarrestado, ello constituye un impedimento, cuando no un violento retroceso. Las iglesias cristianas, no obstante, como muchas religiones, combatieron en aquel entonces esta disposición divina, le hicieron frente con la mayor crueldad. Por medio de martirios y, por último, de la muerte, quisieron obligar a seres humanos a tomar y seguir caminos y a hacer profesiones de fe que estaban en contra de su convicción, o sea, que estaban en contra de su voluntad. Con ello infringieron el mandamiento divino. Pero no sólo eso, sino que también entorpecieron el avance espiritual de estas personas e incluso las hicieron retroceder siglos.

Si ahí se hubiera evidenciado siquiera una chispa de verdadero sentimiento, o sea, una chispa de espíritu, algo así jamás hubiera podido ocurrir. Detrás de semejante proceder no se encontraba más que la frialdad del intelecto, lo inhumano.

¡¿Cuántos Papas no se han valido del veneno y del puñal, como demuestra la historia, para realizar sus deseos puramente materiales, para alcanzar sus objetivos?! Eso es algo que sólo podía darse con la dominación del intelecto, el cual somete a todo en su marcha triunfal y no se detiene ante nada. –

Y por encima de todo esto, en lo que constituye un acaecer ineluctable, se encontraba y se encuentra la diamantina voluntad de nuestro Creador. Al pasar al más allá, toda persona es despojada de su poder terrenal y de su protección. Su nombre, su posición, todo queda atrás. Lo que pasa al otro lado es meramente una miserable alma humana, a fin de allí recibir y degustar lo que ha sembrado. Ni una sola excepción resulta posible. Su camino la lleva a través de todo el mecanismo del incondicional efecto recíproco de la justicia divina. Ahí sí que no hay iglesia ni estado que valga, sino meramente un alma humana que tiene que personalmente rendir cuentas por todo error que ha cometido.

Aquel que actúe en contra de la voluntad de Dios, o sea, aquel que peque en la Creación, queda sujeto a las consecuencias de esta transgresión. Da igual de quién se trate y bajo qué pretexto haya cometido este pecado. Ya se trate de un individuo, y ya haya actuado bajo el manto de la iglesia, del poder judicial... un delito contra el cuerpo o contra el alma es y siempre será un delito. Eso no lo puede cambiar nada; ni siquiera la simulación de un derecho que para nada es lo correcto en todo caso. Ya que, como es lógico, las leyes también han sido concebidas meramente por las personas de intelecto y llevan inevitablemente la misma limitación terrenal que éstas.

Basta con fijarse en las leyes de muchos estados, especialmente en Centroamérica y Sudamérica. La persona que hoy lleva las riendas del gobierno y que goza de todos los honores por ello puede mañana mismo acabar en el calabozo como un delincuente o ser ejecutado en caso de que su adversario consiga apoderarse del gobierno mediante una acción violenta. Si éste no lo logra, entonces será él quien, en lugar de ser reconocido como gobernante, será visto como un delincuente y perseguido como tal. Y todos los organismos oficiales están igual de dispuestos a servir al uno como al otro. Incluso un viajero, al pasar de un país a otro, se ve a menudo obligado a cambiar de conciencia como quien cambia de ropa, a fin de ser considerado bueno adondequiera que va. Lo que en un país es visto como delito, en el otro es, en muchos casos, permitido y quizás hasta celebrado.

Como es lógico, ello sólo es posible allí donde el intelecto terrenal domina, y no allí donde este intelecto se ve obligado a ocupar su nivel natural como herramienta del espíritu vivo; ya que quien presta oídos al espíritu jamás pasará por alto las leyes de Dios. Y allí donde éstas son tomadas como base, no puede haber ni deficiencias ni lagunas, sino solo uniformidad, la cual trae consigo paz y felicidad. Las expresiones del espíritu en sus rasgos básicos serán siempre completamente iguales dondequiera, pues otra posibilidad no existe. Jamás van a ser contrarias las unas a las otras.

Asimismo, el arte del derecho, el arte curativo, el arte de la gestión estatal no pueden pasar de ser un mero oficio defectuoso allí donde la base solo pueda estar constituida por el intelecto y el elemento espiritual no esté presente. Simplemente, no hay posibilidad de que el resultado sea otro. Como es natural, esta consideración la hacemos partiendo siempre del verdadero concepto de «espíritu». –

El saber es un producto; el espíritu, en cambio, es vida, una vida cuyo valor y fuerza solo pueden ser estimados según su relación con el origen de lo espiritual. Cuanto más estrecha sea dicha relación, tanto más valiosa y poderosa será esa parte que ha abandonado el origen. Ahora, cuanto más floja sea esta relación, tanto más distante, enajenada, solitaria y débil tendrá que ser la parte que ha abandonado el origen para emprender su periplo, o sea, el ser humano en cuestión.

Todas estas son cosas de tan simple lógica que uno no consigue entender cómo los extraviados hombres de intelecto, una y otra vez, se las arreglan para, cual ciegos, pasar de largo por estos hechos. Ya que eso que la raíz traiga es lo que recibirán el tronco, las flores y los frutos. Pero aquí también se evidencia la irremediable autoconstricción del entendimiento. Con gran trabajo se han construido un muro delante de sí y ahora ya no pueden mirar por encima de éste, mucho menos a su través.

A todos los vivos de espíritu, sin embargo, estos individuos, con su sonrisa engreída, vanidosa y burlona, sus aires de superioridad y su desdén hacia otros que no están tan esclavizados como ellos, a veces deben por fuerza de parecerles necios miserables y enfermos, a los cuales, pese a toda la compasión que se pueda sentir por ellos, se les ha de dejar en su falsa creencia, ya que los límites de su comprensión dejan incluso pasar de largo realidades que demuestran lo contrario sin que ello cause impresión alguna. Todo esfuerzo por mejorar algo al respecto habrá de asemejarse meramente al empeño infructuoso de traerle el restablecimiento a un cuerpo enfermo echándole a los hombros un manto nuevo y reluciente.

El materialismo, de hecho, ya ha pasado su momento de apogeo y ahora está condenado a, dentro de poco, revelarse como un fracaso y venirse abajo. No sin arrastrar en su caída muchas cosas buenas. Sus adeptos, habiendo llegado ya al límite de sus posibilidades, pronto habrán de quedar ofuscados por sus obras y por sí mismos y no se percatarán del abismo que se ha abierto ante ellos. Pronto serán como un rebaño sin pastor, el uno desconfiando del otro, cada cual siguiendo su propio camino y, no obstante, mirando a los demás con soberbia y por encima del hombro; actuando sin reflexionar, siguiendo meramente viejas costumbres.

Y dando todas las señales del simulacro con que pretendían encubrir su vacuidad, acabarán cayendo al abismo ciegamente. Todavía toman por espíritu meros productos de su cerebro. Pero ¿cómo va a poder la materia muerta generar espíritu vivo? En muchas cosas están bien orgullosos de su meticuloso razonamiento y en las cuestiones más importantes dejan, de manera totalmente inescrupulosa, las más irresponsables lagunas.

Todo nuevo paso, todo intento de mejoramiento estará condenado a llevar consigo toda la aridez propia del trabajo intelectual y, por consiguiente, el germen de la inevitable decadencia.

Todo lo que estoy diciendo no son ni profecías ni inconsistentes predicciones, sino la ineludible consecuencia de esa voluntad en la Creación que todo lo anima y cuyas leyes ya he explicado en mis muchas disertaciones anteriores. Aquel que recorra conmigo el camino claramente indicado en las mismas no podrá menos que avistar y percibir el necesario final. Y todos los indicios de éste ya se pueden observar.

La gente se queja, clama al cielo y ve con repulsión cómo hoy día las excrecencias del materialismo se muestran en formas que apenas resultan verosímiles. Se ruega y se ora por la liberación del tormento, por el mejoramiento y el restablecimiento de este declive sin límites. Los pocos que han podido salvar de la marejada de este increíble acaecer alguna moción de su vida interior y que no se han ahogado espiritualmente en esa decadencia general que, de forma engañosa, lleva en la frente, con orgullo, el nombre de «progreso» se sienten como parias, como personas que se han quedado atrás, y también son vistos de esa manera por los abúlicos simpatizantes de los nuevos tiempos, los cuales se burlan de ellos por este motivo.

Una corona de laurel para todos esos que tienen el coraje de no unirse a las masas, esos que, con orgullo, se quedan atrás en ese camino de gran pendiente que conduce a las profundidades.

Es un sonámbulo ese que a estas alturas se vea a sí mismo como un desdichado por ello. ¡Abrid los ojos! ¿Acaso no véis que todo lo que os oprime es ya el comienzo del abrupto final de ese materialismo que ahora sólo reina en apariencias? Toda la estructura ya se está viniendo abajo, y sin la intervención de esos que han sufrido bajo ella y que inevitablemente seguirán haciéndolo. Los hombres de intelecto tendrán a partir de ahora que cosechar lo que han engendrado, alimentado, cultivado e idolatrado durante milenios.

En el cómputo humano se trata de un tiempo largo; para los molinos automáticos de Dios en la Creación, es un período corto. En todas partes y adondequiera que dirigís la vista, asoma su rostro el fracaso. Éste se va recogiendo como el mar y se acumula amenazante, alzándose como una pared para enseguida venirse abajo y sepultar bajo sus aguas a todos sus adoradores. Esa es la inexorable ley del efecto recíproco, que en estos efectos de su operar tiene que manifestarse de manera terrible, ya que en milenios que han transcurrido, pese a todas las experiencias vividas, no ha habido jamás un cambio hacia lo más noble, sino, al contrario, el mal camino ha sido ensanchado aún más.

Vosotros los que os desanimáis, ¡ya ha llegado la hora! ¡Levantad esa frente que a menudo habéis tenido que bajar, avergonzados, cuando a la injusticia y la estupidez les fue posible causaros aflicciones tan grandes como las que habéis vivido! ¡Observad hoy ecuánimemente a ese adversario que os ha querido oprimir de semejante manera!

Las suntuosas vestiduras ya están desgarradas sobremanera. A través de los agujeros ya se puede ver finalmente la figura en su verdadera forma. Inseguro, pero no por eso menos engreído, observa desde estos agujeros el debilitado producto del cerebro humano, el intelecto, el cual se ha querido arrogar la posición del espíritu... y en su mirada se ve la falta de entendimiento ante lo que sucede.

Quitaos la venda sin temor y mirad con detenimiento a vuestro alrededor. Basta con echar un vistazo a periódicos por lo general bastante buenos, y el que tenga mirada perspicaz se dará cuenta de unas cuantas cosas. Lo que uno ve es un desesperado esfuerzo por aferrarse a todas esas apariencias de siempre. Con arrogancia y, en muchas ocasiones, recurriendo a bromas de mal gusto, se trata de encubrir la cada vez más patente falta de entendimiento. A menudo sucede que, valiéndose de frases insípidas, alguna persona pretende emitir un juicio sobre algo de lo que, en realidad y a ojos vistas, no tiene ni la más mínima idea. Incluso personas de aptitudes bastante buenas, al no saber qué hacer, se refugian hoy día en las vías inmundas, todo con tal de no admitir que muchas cosas están por encima de la facultad comprensiva de su intelecto, el cual es lo único en lo que hasta ahora han querido confiar. No se percatan de lo ridículo de su conducta, no ven los puntos flacos que, de esa manera, no hacen sino ayudar a acrecentar. Confundidos y obcecados, se verán pronto ante la Verdad, y entre lamentos, le pasarán revista a su fracasada vida, con lo cual reconocerán finalmente, llenos de vergüenza, que justo allí donde se creían sabios lo que había era estupidez.

¡A lo que hemos llegado hoy día! ¡El hombre de músculos es el mejor! ¿Alguna vez algún investigador serio que, tras años de esfuerzo, ha descubierto un suero medicinal que le ha deparado protección y socorro de enfermedades mortales a cientos de miles de seres humanos, lo mismo grandes que chicos, alguna vez semejante investigador ha podido disfrutar de la misma gloria que un boxeador, que con una brutalidad bárbara y puramente terrenal derriba a sus semejantes a puñetazos, o que un aviador, que, con algo de coraje –no más que el que todo guerrero tiene que tener en el campo de batalla– y gracias a su formidable máquina, realiza un gran vuelo? Mucho bombo que se les da a estas cosas. Sin embargo, ¿acaso hay siquiera un alma humana que saque algún provecho de ello? Se trata de algo meramente terrenal, todo, sin excepción; o sea, se trata de cuestiones inferiores en lo que es la Creación toda. Totalmente en correspondencia con el becerro de oro de la actividad intelectual. Como victoria sobre la constreñida humanidad de ese príncipe ficticio de pies de arcilla y atado sobremanera a lo terrenal. – –

Y nadie ve este vertiginoso despeño hacia las profundidades.

Quien se percata de ello guarda silencio por lo pronto, consciente –y da pena decirlo– de que sería objeto de burla si hablara. Ya lo que hay es un furioso torbellino en el que, no obstante, reside el germinar de la comprensión de la incapacidad reinante. Y con el barrunto de esta comprensión, todo el mundo no hace sino encresparse aún más, por terquedad, por vanidad y, sobre todo, por temor y horror a lo que se avecina. Con el final ya ahí, y la gente no quiere por nada del mundo pensar en este gran error. Lo que hacen es aferrarse desesperadamente a la soberbia estructura de estos milenios pasados, la cual se asemeja mucho a la Torre de Babel y habrá de terminar como Ésta también.

El hasta ahora indómito materialismo ya lleva consigo el barrunto de la muerte, que con cada mes que pasa, aflora de manera cada vez más clara. –

Pero hay algo que se está moviendo en el interior de muchas almas humanas, en todos los lugares y en toda la Tierra. Encima del resplandor de la Verdad sólo queda una fina capa de viejas y falsas ideas que La cubre, capa esta que será barrida por la primera ráfaga de viento de la purificación, para así liberar el núcleo, cuya luminosidad se unirá con la de muchos otros a fin de desarrollar un cono de rayos que habrá de ascender cual fuego de gracias al reino de la alegría luminosa, a los pies del Creador.

Ese será el tiempo del tan anhelado reino de los mil años, el cual tenemos por delante como gran estrella de esperanza y como radiante promesa.

Y con ello queda finalmente disuelto el gran pecado de toda la humanidad contra el espíritu, pecado este que, a través del intelecto, mantiene atado a este espíritu a la Tierra. Sólo ese es el camino correcto que conduce de vuelta a lo natural, de vuelta al sendero de la voluntad del Creador, Quien quiere que las obras de los hombres sean grandes y estén permeadas del vivo sentir intuitivo. El triunfo del espíritu, empero, será, al mismo tiempo, el triunfo del más puro amor.

Mensaje del Grial de Abdrushin


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