En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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67. El error de la clarividencia

¡La clarividencia! ¡¿Cuánto esplendor no se construye en torno a ella, cuánta burla no se oye por un lado, mientras que por el otro habla una curiosidad temerosa?!; el resto es un silencio lleno de veneración. En cuanto a los videntes mismos, éstos se pavonean con soberbia como gallos en un gallinero. Se creen agraciados de Dios y, llevados por esta creencia, se sienten, en su soberbia humildad, muy por encima de los demás. Con mucho gusto se dejan admirar por algo que en realidad les resulta tan desconocido como a ese entorno suyo que tantas preguntas hace. Esa ignorancia de la que en realidad adolecen la disimulan con una sonrisa que nada dice y con la que buscan engañar a quienes de verdad saben. Pero dicha sonrisa es más bien la acostumbrada expresión de su ineptitud ante las preguntas que exigen de ellos un verdadero saber sobre el fenómeno.

En realidad, no saben más que el martillo y el cincel con los cuales la mano del artista le da forma a alguna obra. Sin embargo, en este caso también vuelven a ser los hombres mismos quienes quieren hacer de sus congéneres dotados de dones videntes algo que en realidad no son, causándoles un gran daño de esa forma. Esa es la situación malsana que uno se encuentra por doquier. El «ver», en la mayoría de los casos, es de verdad, pero en absoluto nada extraordinario que merezca ese asombro y mucho menos esos repeluznos, puesto que, en realidad, ello debería ser algo completamente natural. La naturalidad, empero, se preserva solamente cuando algo así viene de uno mismo y es dejado a que se desarrolle tranquilamente y como debe ser, sin ninguna asistencia propia o ajena. Una asistencia aquí es tan condenable como lo sería una ayuda para la muerte corporal.

Sin embargo, el ver sólo alcanza valor por medio del verdadero saber. Únicamente el saber es capaz de darle seguridad a esa facultad natural y, con ello, también la debida actitud, conjuntamente con la meta correcta. Que esto, empero, está ausente en el caso de la inmensa mayoría de las personas videntes es algo que uno puede constatar enseguida al advertir ese ambicioso celo excesivo que trae consigo engreimiento, así como al reparar en esa presunción de saber que llevan a la vista de todos y a la que a menudo le dan expresión también.

Y esa presunción de saber es justo lo que no sólo les impide avanzar a semejantes individuos, sino que se convierte para ellos en una verdadera perdición, ya que la misma los lleva a que, en sus esfuerzos, tomen extravíos que, en lugar de conducirlos a las alturas, los conducen a las profundidades, sin que esos que creen saber más noten nada de ello. Entre dichos individuos se dan muy aisladamente los casos en que el individuo en cuestión experimenta que su clarividencia o su clariaudiencia se va debilitando poco a poco y acaba por desaparecer, lo cual es la mayor ayuda que puede recibir. ¡Esa es su salvación! Y ello ocurre por medio de la concurrencia de alguna situación favorable para esa persona; situaciones de ese tipo las hay muchas.

Analicemos ahora a las personas clarividentes y su errada convicción, la cual tratan de transmitir a otras personas. Ellas son las únicas culpables de que todo ese campo haya podido ser pisoteado en el lodo, por ser considerado falso y poco fiable.

Lo que semejantes individuos ven es, en los casos más favorables y avanzados, el segundo escalón de lo que la gente llama el más allá, si uno quiere pensar en las diferentes divisiones como escalones (y no como esferas), cuando el escalón de la Luz vendría siendo aproximadamente el vigésimo, sólo para dar una idea aproximada de la diferencia. Ahora, los individuos que verdaderamente pueden mirar hasta el segundo escalón se imaginan que es algo tremendo lo que han logrado con ello. Sin embargo, aquellos que tan solo pueden mirar hasta el primer escalón son, en la mayoría de los casos, más engreídos todavía.

Ahora bien, hay que tener presente que una persona, por muy dotada que esté, en realidad sólo podrá mirar hasta donde su propia madurez interior se lo permita. En ello el hombre está atado a su propia condición interior. Por ley natural, le resulta simplemente imposible ver algo –y cuando digo ver me refiero a ver de verdad– que no sea su propia especie afín; o sea, le resulta imposible ver algo que no esté dentro del dominio en que él se podrá mover libremente después de haber abandonado la Tierra. Más allá de ahí no podrá ver, ya que en el momento en que él cruzara la frontera del más allá que la condición de su propia madurez le prescribe, estaría condenado a perder inmediatamente toda conciencia de su entorno. De todos modos, le resultaría imposible cruzar dicha frontera por sí solo.

Ahora, si su alma fuera llevada al escalón inmediato superior por un morador de ese escalón en el más allá, perdería la conciencia en los brazos de éste apenas cruzara la frontera que la separa de ese escalón superior, o sea, se dormiría. Ya de vuelta, pese a sus dotes clarividentes, solo podría recordar lo que vio hasta donde su propia madurez le permitió observar en estado de vigilia. De manera que ello no le traería ningún provecho, pero sí podría dañar su cuerpo etéreo.

Lo que él se imagine ver fuera de eso, ya sean paisajes o personas, jamás será algo experimentado por él de forma verdaderamente viva o visto por él personalmente, sino que se tratará meramente de imágenes que le han sido mostradas, imágenes cuyo lenguaje él cree oír también. En ningún caso se tratará de la realidad. Dichas imágenes parecen tan vivas que a él le resulta imposible distinguir entre lo que meramente le ha sido mostrado y lo que él ha vivido de verdad, ya que la acción volitiva de un espíritu fuerte puede engendrar imágenes así de vivas. Es así como, durante sus excursiones en el más allá, muchos clarividentes y clarioyentes creen encontrarse en una región considerablemente más alta de la que en realidad se encuentran. Y de ahí es de donde dimanan tantos errores.

Y así muchos crean ver u oír a Cristo, ello constituye también de un gran error; puesto que, por razón del gigantesco abismo debido a la falta de similitud de especie acorde a las leyes de la Creación establecidas por la voluntad divina, ello sería cosa imposible. El Hijo de Dios no puede venir a un círculo espiritista como quien asiste a una cita para tomarse un café a fin de así premiar a los asistentes haciéndolos felices con Su presencia, como tampoco lo pueden hacer grandes profetas o espíritus de elevada condición.

Ahora, a ningún espíritu humano atado a un cuerpo de carne y hueso le es dado transitar el más allá con tanta seguridad e inmunidad durante la vida terrenal como para poder oír y ver todo claramente y quizás incluso pasar con facilidad de un escalón al siguiente. Tan fácil no es la cosa, pese a toda su naturalidad. Todo permanece atado a las ineludibles leyes.

Y si un clarioyente y clarividente desatiende con ello su cometido terrenal, al sólo querer estar penetrando en el más allá, estará así perdiendo más que lo que ello le reporte como ganancia. Tan pronto le llegue el momento de la maduración etérea, se llevará consigo entonces una laguna que sólo le es posible llenar en la Tierra. Por causa de ello, no podrá avanzar en su ascensión, quedando así atado a un punto determinado y viéndose obligado a regresar para recuperar lo perdido, a fin de entonces poder pensar seriamente en la continuación de su ascensión. Aquí también todo es simple y natural y constituye meramente una necesaria consecuencia de lo que ha sucedido anteriormente, una consecuencia que nunca jamás se deja desviar.

Todo escalón en la existencia de un ser humano exige ser vivido de verdad, con plena seriedad y con plena capacidad de recepción de la actualidad de turno. La falta de ello trae una laxación que inevitablemente se hará cada vez más palpable y que, al final, habrá de provocar una ruptura y la consiguiente caída, si es que uno no regresa a tiempo y mejora la parte defectuosa por medio de nuevas experiencias, a fin de que dicha parte se vuelva firme y segura. Así es en todo acontecer. Desgraciadamente, empero, el hombre ha adquirido la enfermiza costumbre de siempre querer ir más allá de sus posibilidades, por el hecho de creer ser más de lo que en realidad es.

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