En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


64. ¿Qué es lo que hoy separa a tantas personas de la Luz?

Cual noche sin luna reposa sobre esta Tierra la oscuridad etérea; desde hace mucho tiempo ya. Ésta mantiene a la Tierra en un abrazo sofocante, un abrazo tan apretado y tan firme que todo luminoso sentir intuitivo en ciernes se asemeja a una llama que, carente de oxígeno, pierde la fuerza y, palideciendo con rapidez, acaba apagándose. Terrible es este estado espiritual, cuya actividad tiene actualmente las peores consecuencias. Aquel al que por cinco segundos le fuera dado contemplar este acaecer quedaría tan horrorizado que perdería toda esperanza de salvación. –

Y todo eso ha sido causado por la culpa de los propios hombres. Por culpa de su apego por lo bajo. En ese respecto, la humanidad ha sido el peor enemigo de sí misma. Incluso los pocos que vuelven a aspirar a lo alto corren ya el peligro de ser arrastrados también a las profundidades hacia las que los demás se dirigen a una velocidad siniestra.

Es como un envolvimiento sofocante que obligadamente viene seguido de una absorción letal; una absorción en el asfixiante y viscoso pantano en el que todo se hunde silenciosamente. Ya no hay señales de lucha, sino tan solo un silencioso, sordo y siniestro ahogamiento.

Y el hombre no se percata de ello. La pereza espiritual lo deja ciego al pernicioso acontecer.

El pantano, empero, emite constantemente su venenoso efluvio, el cual va fatigando poco a poco a los que aún están fuertes y despiertos, a fin de que estos se adormezcan y, perdiendo las fuerzas, acaben hundiéndose también.

Ese es el panorama que ofrece esta Tierra en la actualidad. Lo que estoy describiendo no es ninguna metáfora, sino vida. Como todo lo etéreo lleva formas, formas que han sido creadas y animadas por los sentimientos intuitivos de los hombres, semejante acaecer tiene realmente lugar, y ello de manera constante. Y ese es el entorno que les aguarda a los hombres cuando se vean obligados a abandonar esta Tierra y no puedan ser conducidos a los campos más luminosos y bellos.

La oscuridad, empero, se hace cada vez más compacta.

Por consiguiente, se va acercando la hora en que esta Tierra habrá de ser abandonada por un tiempo al dominio de las tinieblas, tiempo este en el que no habrá ninguna ayuda directa de la Luz, dado que la humanidad, con su volición, ha forzado estas circunstancias. Las consecuencias de la volición de la mayoría tenían por fuerza que traer semejante final. –Se trata del tiempo que a Juan le fue dado ver y en el que Dios oculta Su rostro. –

Adonde quiera que uno mira hay solo oscuridad. Pero en medio del mayor sufrimiento, cuando todo, incluso lo mejorcito, amenace con hundirse también, rayará al mismo tiempo la luz del alba. El alba, empero, trae primero los dolores de una gran purificación –purificación que resulta inevitable– antes de que la salvación de todos los que buscan en serio pueda comenzar; ya que a ninguno de todos esos que aspiran a lo bajo se le puede ofrecer una mano de ayuda. Esos han de caer a esas terribles profundidades donde único pueden tener esperanzas de un despertar, por medio de los tormentos que han de hacerles sentir asco de sí mismos. Aquellos que, entre burlas y aparentemente de manera impune, les han podido poner obstáculos a quienes aspiran a las alturas se volverán callados, más pensativos, y acabarán gimoteando, rogando y suplicando porque se les dé la Verdad.

Pero para ellos no va a ser tan fácil: serán pasados irresistiblemente por los molinos de las diamantinas leyes de la voluntad divina hasta que, por medio de las vivencias, alcancen a comprender sus errores. –

En mis viajes me he podido dar cuenta de que era como si lanzara una tea encendida entre los perezosos espíritus humanos cuando aclaraba que ningún hombre puede considerarse poseedor de divinidad, cuando hoy más que nunca muchos de los esfuerzos están centrados en descubrir a Dios en uno mismo y con ello acabar deviniendo en Dios.

Es por eso por lo que mi palabra ha causado agitación en numerosas ocasiones; la humanidad quiere rebelarse contra esa idea y resistirse a ella, ya que solo desea oír palabras arrulladoras y tranquilizantes, palabras que le resulten placenteras.

Esos que se rebelan no son más que cobardes que prefieren esconderse de sí mismos solo para así seguir en lo vago y lo nebuloso, donde es posible entregarse a su antojo a sueños bonitos y tranquilizadores.

No son todos los que pueden aguantar el ser expuestos a la Luz de la Verdad, la cual muestra con claridad y sin miramientos los defectos y las manchas de las vestiduras.

Con risas, burlas u hostilidad pretenden esos impedir la llegada del día que expondrá claramente los pies de barro de la insostenible estructura del ídolo que han hecho de su «yo». Semejantes necios no hacen más que jugar a la mascarada consigo mismos, mascarada esta que inexorablemente vendrá seguida del gris Miércoles de Ceniza. Con sus falsos conceptos lo único que buscan es endiosarse a sí mismos, y al hacerlo tienen una sensación de bienestar y de contento terrenales. A aquel que perturbe su perezosa tranquilidad lo consideran de antemano como enemigo.

Pero toda esa rebeldía de nada les servirá esta vez.

Ese autoendiosamiento que se evidencia con la aseveración de que en el hombre hay divinidad constituye un sucio intento de manchar la sublimidad y la pureza de Dios que de esa forma ultraja eso que es lo más sagrado para vosotros y que veneráis en beatífica confianza. –

En vuestro ser interior se levanta un altar que es para la veneración de Dios. Este altar es vuestra facultad intuitiva. Si ésta es pura, mantendrá una conexión directa con lo espiritual y, por ende, con el Paraíso. En tal caso, se dan momentos en que a vosotros también os es posible sentir plenamente la cercanía de vuestro Dios, como a menudo sucede en el más profundo pesar y en la más grande alegría.

En momentos así sentís Su cercanía de la misma manera que la sienten constantemente los seres puramente espirituales en el Paraíso, con los cuales quedáis estrechamente conectados en instantes así. Las fuertes vibraciones suscitadas por las conmociones de ánimo tanto de una gran alegría como de un profundo pesar relegan en sumo grado por unos segundos todo lo terrenal bajo y, de ese modo, se libera la pureza de la intuición, la cual proporciona inmediatamente el puente con la pureza afín que anima el Paraíso.

Esa es la mayor alegría del espíritu humano, es la corona de todas las Creaciones. Los eternos en el Paraíso viven en ella todo el tiempo. Dicha alegría trae la maravillosa convicción de estar protegido. Y entonces se sienten plenamente conscientes de la cercanía de su gran Dios, en cuya fuerza moran, pero al mismo tiempo se percatan, como lo más natural del mundo, de que se encuentran en su mayor altura y que jamás podrán ver a Dios.

Mas esto no los deprime. Al contrario, al percatarse de Su inaccesible grandeza sienten jubilosa gratitud por esa gracia sin igual que Él siempre tiene para con la presuntuosa criatura.

Y semejante alegría puede ser disfrutada ya por el hombre terrenal. Hay mucho de cierto en el dicho de que, en momentos sagrados, el hombre siente la cercanía de su Dios. Constituye un sacrilegio, empero, que, a raíz de este maravilloso puente de la toma de conciencia de la cercanía de Dios, uno quiera sostener que en su ser interior lleva una chispa de la Divinidad.

Semejante aseveración va de la mano con una degradación del amor divino. ¿Cómo puede uno medir el amor divino con el rasero del amor humano y, lo que es peor, poner su valor por debajo de este amor humano? Fijaos en las personas que se imaginan al amor divino en su forma más ideal simplemente aguantando sin chistar y encima perdonándolo todo. Semejantes individuos quieren ver lo divino en el hecho de que dicha divinidad permita todo tipo de groserías y malcriadeces por parte de criaturas mucho más inferiores, como sólo ocurre con el mayor calzonazos, con el hombre más cobarde, el cual es despreciado por ello. ¡Deteneos a reflexionar sobre la tremenda ignominia que ello encierra!

Los hombres quieren pecar impunemente y, en un final, darle una alegría a su Dios al dejarse perdonar los pecados por Él sin tener que expiar nada personalmente. Para asumir cosa semejante hay que tener una estrechez de miras increíble o ser de una pereza digna de castigo, o si no, estar consciente de ser irremediablemente débil como para armarse de la buena volición por ascender. Lo uno, empero, es tan reprobable como lo otro.

¡Imaginaos el amor divino! Cristalino, radiante, puro y grandioso. En vista de ello, ¿podéis acaso creer que ese amor pueda ser como a los hombres les gustaría que fuera, tan dulcemente débil y de una condescendencia que no hace sino degradarlo? Lo que buscan es construir una falsa grandeza allí donde desean debilidad y dan una imagen falsa solo con el fin de figurarse algo que no es y de tranquilizarse con respecto a sus propias deficiencias, deficiencias estas que hacen que, harto gustosos, se pongan al servicio de las tinieblas. ¿Dónde quedan entonces la lozanía y la fuerza que son absolutamente inseparables de la meridiana claridad y la pureza del amor divino? El amor divino resulta indisociable de la más grande severidad de la justicia divina. De hecho, son una y la misma cosa. La justicia es amor y el amor, a su vez, sólo reside en la justicia. Sólo en ésta reside también el perdón divino.

Es cierto lo que las iglesias dicen de que Dios todo lo perdona. Y perdona de verdad; a diferencia del hombre, que considera indigna por siempre incluso a aquella persona que se ha cargado de alguna culpa insignificante, pensamiento este que hace que el que lo abrigue se cargue de doble culpa, ya que al albergar semejante idea no está actuando de conformidad con la voluntad de Dios. Aquí al amor humano le falta la justicia.

El efecto del operar de la divina voluntad creadora purifica a todo espíritu humano de su culpa, o bien por medio de las vivencias, o a través de la enmienda voluntaria, ello siempre y cuando dicho espíritu humano se afane por ascender.

Si él sale de estos molinos en la materia y regresa a la esfera espiritual, entonces se hallará en el reino del Padre como un ser puro, no importa en qué haya fallado en un momento dado. Será exactamente igual de puro que aquel que jamás falló. Pero su camino tiene que pasar antes por los efectos del operar de las leyes divinas, y es en ese hecho donde reside la garantía del perdón de Dios, la garantía de Su gracia.

¡Acaso no se oye hoy día muchas veces la escandalizada pregunta: «¿Cómo han podido darse estos años de tanta necesidad con la voluntad de Dios, dónde queda el amor, dónde queda la justicia?»! Se lo pregunta la humanidad, se lo preguntan las naciones, se lo preguntan a menudo las familias y la misma pregunta se hace también el individuo. Acaso no debería esto ser más bien una evidencia para él de que el amor de Dios, después de todo, es probablemente diferente a como muchos prefieren imaginárselo. Tratad de imaginaros ese amor de Dios que todo lo perdona tal como la gente se empeña porfiadamente en presentarlo, imaginároslo hasta sus últimas consecuencias: sin expiación personal alguna, aguantándolo todo y encima perdonándolo al final magnánimamente. El resultado final tiene que ser lamentable. ¿Acaso el hombre se imagina tan valioso como para que su Dios tenga que sufrir algo así? ¿Acaso se cree más valioso aún que el propio Dios? ¡¿Cuánta presunción humana no hay en ello?!–

Si razonáis con ecuanimidad, os veréis obligados a sortear mil obstáculos trabajosamente y, aun así, solo podréis llegar a una conclusión empequeñeciendo a Dios y haciéndolo imperfecto.

Él, empero, fue, es y siempre será perfecto, no importa cuál sea la postura de los hombres al respecto.

Su perdón reside en la justicia, y en ninguna otra cosa. Y en esa justicia inmutable es donde único reside también ese gran amor que hasta ahora ha sido incomprendido.

Perded esa costumbre de medir según lo terrenal. La justicia y el amor de Dios van dirigidos al espíritu humano. Lo material no cuenta para nada aquí. A fin de cuentas, esa materia ha sido formada solamente por el espíritu humano, y sin espíritu carece de vida.

¿Por qué es que sobradas veces os atormentáis con nimiedades puramente terrenales que vosotros percibís como culpas y que no lo son en absoluto?

Sólo lo que el espíritu quiere cuando se realiza una acción resulta determinante para las leyes divinas en la Creación. Esa voluntad espiritual, empero, no es la actividad mental, sino el más íntimo sentir intuitivo, la volición en el hombre propiamente dicha, la cual es lo único que puede poner en marcha las leyes del más allá, cosa que, de hecho, hace, y ello de manera automática.

El amor de Dios no se deja degradar por los hombres, ya que en él residen también las diamantinas leyes de Su voluntad en la Creación, voluntad esta que está sustentada por el amor. Y los efectos del operar de esas leyes dependerán de cómo el hombre se comporte. Las mismas o bien pueden conectarlo con la proximidad de su Dios, o pueden conformar una pared divisoria que jamás podrá ser echada abajo de otra manera que no sea por medio de la integración final por parte del hombre, lo cual equivale a un obedecimiento, que es como único él puede encontrar su salvación, su felicidad. Se trata de un todo perfecto, un todo que no presenta ni defectos ni fisuras. Todo tonto y todo necio que pretenda otra cosa acabará estrellándose la cabeza. –

El amor divino arroja sólo aquello que le trae provecho a todo espíritu humano, y no aquello que le da alegrías en la Tierra o que le resulta placentero. Aquél va mucho más allá, ya que domina la existencia entera. –

Hoy día muchas personas piensan a menudo: «Si nos aguardan tribulaciones y destrucción a fin de traer una gran purificación, entonces Dios tiene que ser lo bastante justo como para enviar antes predicadores que llamen a la penitencia. ¿Dónde está Juan, para que proclame lo que ha de venir?».

Esos que así piensan son infelices que lo hacen llevados por una vacuidad mental con la que se creen grandes. Detrás de semejantes clamores no se esconde otra cosa que la presunción de la más grande oquedad. De venir Juan, lo molerían a golpes y lo lanzarían en un calabozo.

¡Abrid los ojos y los oídos! ¿Acaso todos esos acontecimientos naturales y catástrofes que se suceden en gran número no son ya aviso suficiente? ¿Acaso las circunstancias en Rusia y en China no hablan por sí solas? Incluso los alemanes de los territorios limítrofes cercanos envían con sobrada frecuencia sus quejas, suscitadas por el yugo de sus enemigos, que son los nuestros. Mas, entre bailes y danzas, la gente se desentiende frívolamente de toda miseria y horror de sus semejantes. La gente no quiere ver, no quiere oír. –

Hace ya 2000 años un predicador que llamaba a la penitencia fue enviado con antelación, y, pisándole los talones a éste, vino entonces la Palabra Encarnada. Mas los hombres se han esforzado diligentemente por despojar a esa Palabra de su esplendor, por enturbiarla, con lo cual la fuerza de atracción de su luminosidad fue apagándose poco a poco. –

Y todos aquellos que tratan de liberar a la Palabra de las enredaderas han de percatarse muy pronto de cómo emisarios de las tinieblas se esfuerzan desesperadamente por impedir todo alegre despertar.

Mas esta vez no se va a repetir lo que sucedió en los tiempos de Jesús. En ese entonces vino la Palabra. La humanidad tenía su libre albedrío y optó, en su mayoría, por el rechazo, por el repudio. A partir de ahí quedaron sujetos a las leyes, las cuales automáticamente se anexaron a esa libre determinación tomada en aquel entonces. Después de eso, los hombres encontraron en el camino elegido por ellos mismos todos los frutos de su volición.

Pronto se va a cerrar el ciclo. Lo acontecido se va acumulando cual pared que se hace cada vez más sólida y que pronto habrá de desplomarse sobre la humanidad, la cual, sumida en su apatía espiritual, vive la vida ajena a todo. Al final, en la hora del cumplimiento, ya no tendrán, como es natural, la posibilidad de decidir libremente.

En adelante tendrán que recoger lo que sembraron en aquel entonces y en sus posteriores extravíos.

En el presente están encarnados en esta Tierra, con el objeto de rendir cuentas, todos aquellos que en los tiempos de Cristo rechazaron la Palabra. Hoy día ya no tienen derecho a ser advertidos de antemano y a decidir de nuevo. En estos dos mil años que han pasado han tenido tiempo suficiente para entrar en razones. Asimismo, aquel que ha recibido a Dios y Su Creación por medio de una interpretación incorrecta y no se esfuerza por entenderlos de manera más pura no los ha recibido en absoluto. Eso es incluso mucho peor, ya que una creencia incorrecta impide el captar la Verdad.

Pero ¡ay de aquel que falsee o altere la Verdad para ganar oyentes, llevado por el hecho de que la Verdad en una forma más cómoda para los hombres le resulta más placentera a estos! Semejante individuo no sólo va a llevar sobre sus espaldas la culpa del falseamiento, del fraude, sino que encima cargará con la responsabilidad por todos aquellos que le fue posible atraer al hacer más cómoda y más placentera la Palabra. Ese no recibirá ayuda cuando llegue su hora de la retribución. Y entonces caerá a las profundidades de las que jamás podrá salir, y con razón. –A Juan le fue dado contemplar esto también y advertir sobre ello en su Revelación.

Y una vez que comience la gran purificación, el hombre no tendrá nada de tiempo esta vez para rebelarse o incluso oponerse al suceso. Las leyes divinas, de las que el hombre tanto gusta de hacerse una idea errónea, operarán entonces de manera inexorable.

Es justo en el período más terrible que la Tierra jamás ha vivido que la humanidad acabará de aprender que el amor de Dios está muy lejos de la blandenguería y la debilidad que el hombre se atreve a atribuirle falsamente.

Más de la mitad de las personas en la actualidad no tienen absolutamente nada que hacer en esta Tierra.

Desde hace miles de años esta humanidad se ha venido hundiendo de tal manera y ha vivido tan intensamente en la oscuridad que con su volición turbia han tendido numerosos puentes a esferas oscuras que se encuentran muy por debajo de este plano terrenal. Allí viven espíritus que han caído bien bajo y cuyo peso etéreo jamás permite la posibilidad de subir a este plano terrenal.

Ello encerraba una protección para todos los que vivían en la Tierra, así como también para los espíritus oscuros. Estos quedan separados de los primeros por la ley natural de la gravedad etérea. Allá abajo pueden dar rienda suelta a sus pasiones y a todas las bajezas sin causar daños. Al contrario. Su entrega desenfrenada a estas pasiones sólo afecta a los que moran ahí, que son de su misma naturaleza; de la misma manera que el abandono de estos a dichas pasiones los afecta a ellos. Así sufren mutuamente, lo cual conduce a la maduración, y no a sumar nuevas culpas. Puesto que con el sufrimiento puede despertar el asco de sí mismo y, con el asco, el deseo de salir de ese reino. Con el tiempo, ese deseo lleva a una martirizante desesperación que puede acabar suscitando la más ferviente plegaria y, con ello, la más seria voluntad de enmendarse.

Así debería haber sido. Pero, debido a la incorrecta volición de los hombres, el resultado ha sido otro.

Con su volición oscura, los hombres tendieron un puente a la región de las tinieblas. De esa manera, les tendieron la mano a los que allí moran y, por medio de la fuerza de atracción de la misma especie, les facilitaron el subir a la Tierra. Aquí, como es natural, encontraron asimismo posibilidad de volver a encarnar, cosa que, según el suceso cósmico normal, no estaba prevista para ellos.

Ya que, en el plano terrenal, donde, con la mediación de la materia, les es posible vivir junto a lo más luminoso y mejor, no hacen otra cosa que causar daños y echarse a cuestas nueva culpa. Eso no les es posible en las regiones bajas, dado que a sus semejantes su carácter abyecto no hace más que traerles provecho, toda vez que con ello no hacen sino acabar percatándose de qué tipo de individuos son y sintiendo aborrecimiento de sí mismos, lo cual contribuye a su enmienda.

Pues bien, esa vía normal de todo desarrollo ha sido perturbada por el hombre, por medio de un uso vil de su libre albedrío, con el cual ha tendido puentes etéreos a la región de las tinieblas, de manera que los que, debido a su profunda caída, moran allí pudieron ser arrojados al plano terrenal como una jauría que, exultante, puebla ahora la mayor parte de este plano.

Como, allí donde las tinieblas se han arraigado, las almas luminosas están obligadas a retirarse ante la presencia de lo oscuro, a esas almas más oscuras que por error habían llegado al plano terrenal les fue fácil llegar en algunas ocasiones a encarnar incluso allí donde normalmente solo un alma luminosa hubiera tenido posibilidad de encarnar. En tales casos, el alma oscura ha encontrado un apoyo a través de alguien del entorno de la futura madre, apoyo que le ha facilitado imponerse y desplazar a lo luminoso, así la madre o el padre se contaran entre los espíritus de una mayor luminosidad.

Esto aclara el enigma de que a menudo pueda haber ovejas negras entre los hijos de padres buenos. Ahora, si una futura madre presta mayor atención a sí misma y a su entorno más cercano y es más cuidadosa en cuanto al tipo de gente con la que se relaciona, algo así no puede pasar entonces.

De modo que sólo se puede ver como un acto de amor cuando, con toda justicia, el efecto final del operar de las leyes acabe barriendo del plano terrenal a todos esos que nada tienen que hacer aquí, a fin de que caigan en ese reino de las tinieblas donde, por razón de su naturaleza, está su lugar. De ese modo, ya no podrán dificultar la ascensión a los espíritus más luminosos y echarse a cuestas nuevas culpas, y quizás lleguen a madurar a través de la repulsión que les produzcan sus propias vivencias. – –

Como es natural, llegará la hora que agarrará los corazones de todos los seres humanos en un puño de hierro, la hora en que, con terrible inexorabilidad, la arrogancia espiritual será erradicada del ser interior de toda criatura humana. Y entonces se disipará toda duda que actualmente le impide al hombre llegar a entender que la divinidad no está en él, sino muy por encima de él y que ésta sólo puede alzarse como la más pura imagen en el altar de su vida interior, imagen que él ha de contemplar en veneración cuando ora humildemente. –

No se trata de un error, sino de un pecado cuando un espíritu humano confiesa querer ser divino. Semejante vanagloria ha de ser su caída, puesto que la misma equivale a un intento de arrebatarle a Dios el cetro de Sus manos, un intento de rebajarlo al mismo plano que el hombre ocupa y que hasta ahora ni siquiera ha cumplido –por querer ser más de lo que es y tener la vista puesta en alturas que jamás podrá alcanzar y que ni siquiera podrá comprender–. De ese modo, pasó por alto descuidadamente toda realidad y no sólo se convirtió en alguien totalmente inservible en la Creación, sino en algo mucho peor, en un parásito.

Su propia postura incorrecta hará que al final le sea probado, con una claridad tremenda, que su constitución actual, que ha caído a tan bajo nivel, no tiene ni la sombra de una divinidad. Todo el caudal de saber terrenal que él trabajosamente ha acumulado durante milenios se revelará como nulo ante su mirada horrorizada, y, sin poder hacer nada, experimentará en sí mismo cómo los frutos de su unilateral afán terrenal se vuelven inservibles y en ocasiones se convierten incluso en una maldición para él. ¡Entonces que se acuerde de su divinidad, si es que puede! – –

Ahí oirá una voz de trueno conminándolo: «¡De rodillas, criatura, ante tu Dios y Señor! ¡No te atrevas a cometer el sacrilegio de hacer de ti un dios!». – –

Y ese será el fin de la peculiar actitud del perezoso espíritu humano. – –

Solo entonces podrá esta humanidad pensar en una ascensión. Ese será el momento también en que lo que no esté levantado sobre una base correcta se vendrá abajo. La existencia basada en apariencias, así como los falsos profetas y asociaciones, se vendrán a tierra por sí solos. Con ello quedarán en evidencia también los falsos caminos que hasta ese momento se han estado siguiendo. Probablemente, muchos que están complacidos consigo mismos se darán entonces cuenta, horrorizados, de que se encuentran al borde de un abismo y que, mal guiados, se deslizan rápidamente hacia las profundidades, cuando, orgullosos, creían ir en ascenso y estar ya cerca de la Luz; y se percatarán de que han abierto puertas que les servían de protección sin al mismo tiempo contar con la fuerza plena para defenderse y de que han atraído hacia sí peligros que en el acontecer natural les hubieran pasado de largo. Bienaventurado aquel que entonces encuentre el camino correcto para volver sobre sus pasos.

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