En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


60. El Hijo del Hombre

Desde el crimen perpetrado contra el Hijo de Dios, ese Portador de la Verdad que fue Jesús, hay algo que pesa sobre los hombres como una maldición: el hecho de que no hayan comprendido justamente aquello que constituye la más importante profecía para ellos de Ése quien es el más grande de todos los profetas, y que a estas alturas todavía acusen una ignorancia al respecto propia de quien contempla una cuestión con una gruesa venda sobre los ojos. La terrible consecuencia que ello traerá es que una gran parte de los hombres pasarán de largo por esta única oportunidad que tienen de salvarse de ser desechados y continuarán camino de la destrucción.

Se trata de la profecía de la venida del Hijo del Hombre, profecía que el Hijo de Dios, sometido a los ataques constantes de esas masas que, al armonizar con la oscuridad en su forma de ser, tenían por fuerza y ley natural que odiar al Portador de la Verdad, les ofreció a los hombres como rayo de esperanza y al mismo tiempo como seria advertencia. Esa misma vorágine de sensaciones y pensamientos confusos que en aquel entonces impidieron el reconocer al Hijo de Dios como tal turbó la comprensión de la importancia de esta anunciación en el momento mismo de su génesis. El espíritu humano estaba demasiado ofuscado y demasiado embebido de sí mismo como para poder recibir tan excelsos mensajes divinos de forma pura. Los mensajes provenientes de una altura por encima del círculo donde él tiene su origen le entraban por un oído y le salían por el otro. Para un entendimiento hacía falta la fe que dimana de la convicción con conocimiento de causa, fe esta que en aquel entonces ni siquiera los adeptos fueron capaces de adquirir. El suelo en que las palabras del Redentor cayeron aún estaba demasiado cubierto de mala yerba. Encima, las tremendas vivencias y convulsiones del alma experimentadas por el entorno del Salvador se agolparon en tan solo unos pocos años, con lo cual, en lo concerniente a sentimientos, todo hubo por fuerza de concentrarse en Su persona de tal manera que Sus palabras sobre otra persona reservada para un futuro lejano no fueron escuchadas como tal, sino que se las relacionó con Él mismo.

Es así como hasta el día de hoy ha perdurado ese error en las concepciones de los hombres, toda vez que los no creyentes ni se preocuparon por las palabras del Salvador, mientras que los creyentes, justamente por su religiosidad, reprimieron todo análisis serio y crítico de las tradiciones, llevados pr el sagrado temor de no tener permiso para tocar esas palabras del Salvador. Sin embargo, olvidaban que no se trataba de Sus verdaderas palabras, de Sus palabras originales, sino meramente de tradiciones que habían sido escritas mucho después de Su paso por la Tierra. Con ello, empero, éstas quedaron sujetas, como es lógico, a las alteraciones inconscientes del intelecto humano y del parecer humano y personal. Cabe decir que hay una cierta grandeza en esa respetuosa conservación de tradiciones puramente terrenales, y por lo tanto, no se debe hacer ningún reproche por ello.

Todo esto, empero, no impide las entorpecedoras consecuencias de una opinión errónea en este respecto adquirida a través de tradiciones erradas, ya que la ley del efecto recíproco no puede ser invalidada en este caso tampoco. Y así las repercusiones de su operar para el ser humano se manifiesten tan solo como rejas que le impiden el seguir avanzando hacia las alturas, ello, aun así, representa un fatídico estancamiento y anquilosamiento mientras la liberadora palabra del esclarecimiento no pueda cobrar vida en ellos.

Aquellos que crean en el Hijo de Dios y Su Palabra y que hayan hecho que Ésta cobre vida en su interior, o sea, aquellos que la lleven consigo en Su interpretación correcta y actúen en consecuencia, no necesitan, como es lógico, esperar por el prometido Hijo del Hombre, ya que Éste no tiene nada que traer que ya el Hijo de Dios no haya traído. Pero el requisito aquí es que ese tal haya entendido la Palabra del Hijo de Dios correctamente, y no se aferre con tozudez a tradiciones erradas. En caso de que en alguna parte se haya atado a un error, no podrá completar su ascensión hasta que haya obtenido el esclarecimiento que Le está reservado al Hijo del Hombre, toda vez que el limitado espíritu humano no es capaz de él solo liberarse de las enredaderas que hoy día tapan completamente la Verdad.

Jesús denominó la venida del Hijo del Hombre como la última posibilidad de salvación y señaló que con aquella irrumpe el Juicio, o sea, que aquellos que incluso entonces no quieran un esclarecimiento o, dicho de otra manera, que por razón de su terquedad o su pereza no estén listos para aceptar dicho esclarecimiento, tendrán por fuerza que ser desechados definitivamente. De ello se desprende que, por consiguiente, no habrá más posibilidades de reflexionar y tomar una decisión. En ello también reside de manera inconfundible la anunciación de una severa intervención que le pone fin a una paciente espera. Dicho fin da a su vez fe de ese combate que se avecina de la Luz contra todo lo oscuro y que habrá de terminar con la violenta aniquilación de todo lo oscuro.

Que ello se desarrolle conforme a las expectativas, deseos y conceptos humanos no es algo que sea de esperar, ya que en contra de ello habla todo acontecer anterior. En lo sucedido en el pasado jamás las opiniones humanas han demostrado coincidir con los efectos del operar de la voluntad divina. La realidad siempre ha sido diferente de las concepciones de los hombres, y solo mucho después fue que en ocasiones vino a darse una comprensión de lo sucedido. En esta ocasión no es de esperar tampoco ningún cambio en este respecto, ya que la ideología de los hombres y su modo de ver nada han ganado en comparación con el pasado; al contrario, se han vuelto mucho más «realistas».

¡El Hijo del Hombre! Aún descansa un velo sobre Su persona y Su tiempo. Y si bien en más de un espíritu despierta una vaga figuración, un anhelo por el día de Su venida, es probable así y todo que muchos de esos que abrigan semejante anhelo pasen de largo por Su lado sin sospechar nada y no quieran conocerLo, por haberse figurado durante su espera otro tipo de cumplimiento. Sólo con mucho esfuerzo acepta el hombre la idea –si es que llega a aceptarla– de que en la Tierra lo divino no puede tener un aspecto diferente al del hombre mismo, en obediencia a las leyes de Dios. El hombre sólo quiere ver lo divino en lo supraterrenal y, sin embargo, se ha encadenado de tal manera que ni siquiera sería capaz de contemplar lo supraterrenal debidamente, mucho menos sería capaz de soportarlo. Sin embargo, eso no hace falta en absoluto.

El hombre que busque en las leyes naturales de toda la Creación la voluntad de su Dios no tardará en percibir esta voluntad en dichas leyes y al final sabrá que lo divino solo se le puede acercar por el camino de estas diamantinas leyes, y no de otra forma. Como consecuencia de ello, se volverá alerta y someterá a un concienzudo análisis todo lo que se encuentre a su paso, pero solo tomando como base las leyes divinas, y no según las opiniones humanas. Y así reconocerá también en el momento adecuado a Ese que le trae la liberación en la Palabra. Mediante el examen de lo traído, y no por el griterío de las masas.

Toda persona que razone ya habrá llegado por sí sola a la conclusión de que el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre no pueden ser una y la misma persona. La distinción está expresada en las palabras mismas de manera muy clara.

Durante Su periplo y Su encarnación, la pura divinidad del Hijo de Dios llevaba consigo, por ley natural y por razón de su esencia puramente divina, la condición de volver a ser uno con la Divinidad. Por definición, no existe ninguna otra posibilidad. Esto queda confirmado también por las alusiones del propio Hijo de Dios a su «reunificación con el Padre», por esas palabras Suyas que hablaban de Su «regreso al Padre». Es por eso por lo que la misión del Hijo de Dios como mediador entre la Divinidad y la Creación tenía inevitablemente una duración limitada. El Hijo de Dios, que, por ser puramente divino, había inevitablemente de ser absorbido de vuelta hacia Su origen divino por la fuerza de atracción de la especie afín más fuerte y que, tras haber depuesto todo lo no divino que se aferraba a Él, estaba obligado también a permanecer allí, no podía, por tanto, permanecer como mediador eterno entre la Divinidad y la Creación con la humanidad que en Ella mora. Por consiguiente, con el regreso del Hijo de Dios al Padre hubiera surgido entonces un nuevo abismo, y hubiera faltado de nuevo el mediador entre la pura Divinidad y la Creación. El Hijo de Dios le anunció personalmente a la humanidad la venida del Hijo del Hombre, que entonces permanecerá como eterno mediador entre lo divino y la Creación. Ello encierra el tremendo amor del Creador por Su Creación.

La diferencia entre el Hijo del Hombre y el Hijo de Dios radica en que, si bien el Hijo del Hombre tiene Su origen en lo puramente divino, Él está, no obstante, ligado al mismo tiempo a lo espiritual consciente, de manera que tiene un pie en lo divino y el otro en lo más alto de lo espiritual consciente. Él es parte de los dos mundos y constituye así el puente imperecedero entre lo divino y la cima de la Creación. Dicha ligazón, empero, trae consigo el mandamiento de permanecer separado de lo divino y, al mismo tiempo, permite, no obstante, la entrada a lo divino, e incluso la presupone.

El elemento espiritual agregado a lo divino sólo impide el volver a ser uno con el Padre, lo que, de otro modo, resultaría ineludible. Que ello constituye un nuevo sacrificio de amor y el cumplimiento de una promesa de tal magnitud como sólo Dios es capaz de darla y cumplirla es algo que la humanidad difícilmente alcance alguna vez a comprender. Esa es la diferencia entre el Hijo de Dios y el Hijo del Hombre. Ello proporciona también la justificación para la designación «Hijo del Hombre»; toda vez que en Él se verificó un nacimiento doble: como hijo de lo divino y como hijo de lo espiritual consciente, de cuyas inconscientes estribaciones proviene el germen del espíritu humano.

La misión del Hijo del Hombre es la continuación y la terminación de la misión del Hijo de Dios, ya que la misión del Hijo de Dios sólo podía ser de carácter temporal. Así que con la continuación hasta la terminación, la primera constituye al mismo tiempo una consolidación de la segunda.

Mientras el Hijo de Dios nació directamente en Su misión terrenal, la trayectoria del Hijo del Hombre tuvo que describir un círculo mucho más amplio antes de que Éste pudiera comenzar Su misión propiamente dicha. Como requisito para el cumplimiento de Su cometido, el cual es también de carácter más terrenal que lo que lo fue el del Hijo de Dios, Él, que provenía de las más elevadas cumbres, se vio obligado a sumergirse en lo más hondo de las profundidades. No sólo en el más allá, sino también en lo terrenal, a fin de poder «experimentar» en sí mismo todas las penas y todo el sufrimiento de los hombres. Sólo así estará en condiciones entonces de, cuando llegue la hora, intervenir eficazmente en las deficiencias y, trayendo ayuda, provocar transformaciones. Por esa razón es por la que no podía mantenerse al margen de las vivencias de la humanidad, sino que tenía, a través de sus experiencias, que vivir de lleno el lado amargo de estas vivencias de la humanidad e incluso padecer bajo ello. Este período de aprendizaje Suyo tenía que suceder, una vez más, sólo por causa de los hombres. Pero debido a que el espíritu humano, en su limitación, no alcanza a comprender semejante excelsa guía y sólo es capaz de juzgar por las apariencias, la gente tratará de reprocharle justamente eso, a fin de dificultarle Su misión, como ya hicieron con Cristo en Su día. Justo eso que Él ha tenido que sufrir por causa de los hombres a fin de percatarse de los puntos más neurálgicos de los errores, o sea, eso que Él sufrió o llegó a conocer a través de las experiencias por el bienestar posterior de los hombres, justo eso querrá la gente usar para lapidarlo, llevados por un odio creciente atizado por las tinieblas, que ya tiritan del miedo a ser destruidas.

Que algo tan increíble se pueda volver a repetir, pese a las experiencias ganadas con el paso del Hijo de Dios por la Tierra, es una cosa que no resulta inexplicable, puesto que en realidad más de la mitad de los seres humanos que en la actualidad moran en la Tierra no tienen nada que hacer aquí, sino que tendrían que estar madurando en regiones mucho más bajas y oscuras. La razón para ello radica únicamente en el constante retroceso espiritual por causa de la obtención de la supremacía por parte de los esclavos de su propio instrumento, los esclavos del limitado intelecto. En su posición de soberano único, este limitado intelecto, al ser puramente terrenal, va a fomentar únicamente todo lo material y a alimentar así los consiguientes efectos secundarios de perniciosa naturaleza. El consiguiente declive de un entendimiento más elevado generó una brecha y extendió una mano hacia las regiones inferiores de la que las almas de baja condición pudieron agarrarse para subir con miras a una encarnación; de otro modo, dichas almas, en virtud de la gravedad espiritual que acusan por razón de su densa oscuridad, jamás hubieran podido subir hasta la superficie terrestre. Más que nada son los sentimientos puramente animales que acompañan a las procreaciones, así como el afán por placeres terrenos en general, lo que, en los tiempos desprovistos de moral en los que vivimos desde hace ya cientos de años, contribuye a que almas de inferior condición puedan subir al plano terrenal. Una vez allí, comienzan a darle vueltas constantemente a la futura madre y, cuando se les presenta la oportunidad, consiguen encarnar, ya que hasta ahora todo lo luminoso siempre se ha retirado espontáneamente ante la presencia de lo oscuro, a fin de no ensuciarse.

Así fue como poco a poco pudo darse el fenómeno de que el entorno etéreo de la Tierra se volviera cada vez más denso, más oscuro y, por ende, más pesado, llegando a alcanzar un peso tal que éste hizo que incluso la Tierra físico-material se apartara de una órbita en la que tenía acceso a influencias espirituales más elevadas. Y dado que la mayoría de todas las personas encarnadas deberían en realidad estar en regiones que se encuentran muy por debajo de la Tierra, será, por tanto, un acto de justicia divina cuando todas esas almas sean barridas de la faz de la Tierra, a fin de que se hundan en las regiones donde realmente deberían estar y donde, en vista de la absoluta igualdad de especie existente allí, no tienen ninguna posibilidad de incurrir en nuevas culpas, siéndoles así más fácil el madurar, a través del sufrimiento de su esfera, hacia una transformación que las lleve más arriba.

No es la voluntad humana la que estará en capacidad de un día elegir a ese Hijo del Hombre enviado por Dios, sino que la fuerza divina habrá de encumbrarlo en la hora en que la humanidad, desvalida, se ponga a gimotear suplicando la redención. Entonces enmudecerán los insultos, puesto que el horror cerrará las bocas que los profieren, y la gente aceptará de buen grado todos los regalos que el Creador les ofrezca a las criaturas por medio de Él. Aquel, empero, que no los quiera recibir de Él, será rechazado para toda la eternidad.

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