En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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58. La resurrección del cuerpo terrenal de Cristo

¡Perfecto es Dios, el Señor! Perfecta es Su voluntad, que reside en Él y que sale de Él para engendrar la obra que es la Creación y para mantenerla. Perfectas son, por tanto, las leyes que, por medio de Su voluntad, atraviesan esta Creación.

La perfección, empero, excluye de antemano cualquier desviación. Ese es el elemento que justifica perfectamente las dudas respecto a tantas aseveraciones. Muchas doctrinas se contradicen a sí mismas al enseñar la perfección de Dios –algo muy correcto– y al mismo tiempo formular, no obstante, afirmaciones diametralmente opuestas a dicha idea y exigir la creencia en cosas que excluyen una perfección de Dios y de Su voluntad, perfección que está contenida en las leyes de la Creación.

Con ello, empero, se plantó en muchas doctrinas el germen de lo malsano; un gusano horadador que inevitablemente hará colapsar, algún día, la estructura entera. Este colapso resulta tanto más ineludible allí donde semejantes contradicciones se han convertido en pilares centrales que no solo ponen en entredicho la perfección de Dios, sino que la niegan de plano. En el caso de algunas congregaciones, esta negación de la perfección de Dios es incluso requisito obligado para la profesión de fe que posibilita la admisión a la congregación en cuestión.

Como ejemplo tenemos la resurrección de la carne, en relación con la resurrección del cuerpo terrenal del Hijo de Dios, la cual es aceptada por la mayoría de las personas de manera totalmente irreflexiva, sin acusar la más mínima señal de un entendimiento. Otros, por su parte, adoptan semejante aseveración perfectamente conscientes de que no la entienden, ya que no han tenido el maestro que les pudiera dar una explicación correcta al respecto.

¡Qué panorama más triste se le ofrece así a una persona que sepa observar con seriedad y ecuanimidad! ¡Qué impresión tan lastimera le ofrece semejante grupo de personas, las cuales sobradas veces se ven a sí mismas como celosas defensoras de su religión, como creyentes a rajatabla, cuando demuestran su celo apresurándose a mirar por encima del hombro, en ignorante arrogancia, a aquellos que creen de otra manera, cosa que hacen sin ponerse a pensar que justo eso no puede menos que ser tomado como un inequívoco indicio de una falta de comprensión irremediable! Aquel que sin preguntar acepta y profesa como su convicción cuestiones importantes no está mostrando así verdadera fe, sino una indiferencia ilimitada.

Es con esos ojos con los que semejante ser humano es visto por Ese a Quien él acostumbra a llamar el Altísimo y lo más sagrado, Ese que ha de constituir la razón de ser y el sostén de su existencia entera.

De esa manera no es un miembro vivo de su religión al que le es posible ascender y alcanzar la redención, sino un bronce sonante, un mero cascabel hueco y tintineante que no entiende las leyes de su Creador y que tampoco hace el esfuerzo por comprenderlas.

Para todos esos que tienen semejante proceder, ello constituye un estancamiento y retroceso en el camino que, con miras a su evolución y desarrollo, los ha de llevar por la materia hasta la Luz de la Verdad.

La falsa interpretación de la resurrección de la carne es también, como cualquier otro falso parecer, un obstáculo engendrado a la fuerza, obstáculo que ellos se llevan consigo al más allá y que, una vez allí, habrá de cerrarles el paso e impedirles el avance, ya que por sí solos no podrán desembarazarse de él; toda vez que la creencia errónea se aferra a ellos y los ata de tal forma que toda vista despejada de la luminosa Verdad les queda bloqueada.

No se atreven a pensar de otra manera y, por consiguiente, no pueden avanzar. Con ello surge el riesgo de que esas almas que se mantienen atadas por volición propia dejen escapar el último momento para liberarse y no asciendan a tiempo a la Luz, con lo cual quedan condenadas a ser arrastradas a la desintegración y a encontrar en la condenación eterna su meta final.

La condenación eterna es la perpetua exclusión de la Luz del alma en cuestión. Una exclusión por voluntad propia que es consecuencia natural del lógico acontecer y que implica quedar separada para siempre de la posibilidad de regresar a la Luz como una personalidad desarrollada y completamente consciente.

Esta circunstancia se da cuando el alma es arrastrada a la destrucción, destrucción que además del cuerpo etéreo pulveriza y disuelve también todo lo espiritual, o sea, la personalidad consciente adquirida hasta ese momento39. Ello sería entonces la llamada «muerte espiritual», de la que ya no puede haber ninguna ascensión a la Luz para el «yo» consciente que se ha desarrollado hasta ese momento, mientras que, en el caso de ascender, no sólo preserva su existencia, sino que se sigue desarrollando en pos de la perfección espiritual.

Un finado que abandona este mundo con una creencia falsa o adoptada de manera irreflexiva queda atado e impedido, hasta que, por medio de otra convicción, se vuelva vivo y libre en su interior y haga así saltar en pedazos el obstáculo que a través de su propia creencia le impide tomar el camino correcto y verdadero y avanzar por él.

Ese esfuerzo, empero, así como el despliegue de fuerzas que cuesta liberarse de semejante creencia falsa, es inmenso. El solo paso de abrigar semejante pensamiento requiere espiritualmente de un empuje tremendo. Así, millones se mantienen presos a sí mismos y, de ese modo, no logran hacer acopio de la fuerza para tan siquiera levantar el pie con vistas a dar ese paso, en la fatídica creencia de que, en caso de hacerlo, estarían actuando mal. Están como paralizados y también perdidos en caso de que la viva fuerza de Dios no encuentre la manera de llegar hasta ellos. Mas esta, por su parte, solo puede intervenir para ayudar en el momento en que en esa alma humana se encienda la chispa de una volición correspondiente y esta chispa salga a su encuentro.

Este suceso en sí muy simple y natural entraña una paralización que más terrible y fatal no puede ser. A fin de cuentas, de ese modo la bendición de la facultad de libre determinación que le ha sido confiada al hombre se convierte, con su empleo incorrecto, en una maldición. En manos de cada cual está siempre el excluirse o incluirse. Y justo en este respecto se paga terriblemente caro cuando uno confía ciegamente en una doctrina sin haberla sometido al más concienzudo y serio examen. La pereza en este respecto puede costarle su existencia entera.

Desde el punto de vista puramente terrenal, el peor enemigo del hombre es la comodidad. La comodidad en la fe, empero, deviene en su muerte espiritual.

¡Ay de aquellos que no despierten pronto y, sobreponiéndose a sí mismos, sometan al más riguroso examen todo aquello que llaman fe! Ahora, ¡lo que les aguarda a los culpables de tanta desgracia, a aquellos que como falsos pastores condujeron a sus ovejas al desolado desierto, es la destrucción! No hay nada que los pueda ayudar que no sea el llevar de vuelta al verdadero camino a sus extraviadas ovejas. La gran interrogante aquí es si todavía les queda el suficiente tiempo para hacerlo. Por eso, cada cual ha de someterse a examen a sí mismo concienzudamente antes de tratar de instruir al prójimo.

Una falsa creencia es un engaño. Y tanto en este mundo como en el más allá, semejante engaño mantiene a los hombres firmemente atados en un amarre tan fuerte que únicamente la fuerza viva de la verdadera Palabra de Dios puede deshacerlo. Por eso, que todo aquel a quien le llegue Su llamado preste oídos al mismo. Y este llamado es sólo para aquel que lo sienta. Ese debe entonces examinar y sopesar, y liberarse.

Al mismo tiempo, no debe olvidar que solo su propia decisión puede hacer saltar en pedazos las ataduras que el mismo se ha puesto con su falsa creencia. Así como él, llevado por la comodidad o la pereza, optó en un momento dado por adherirse ciegamente a una doctrina que no examinó seriamente en todos sus pormenores o así como quizás ha tratado de mentirle a Dios, solo porque hasta ese momento no había logrado encontrar un camino hasta Él que cumpliera sus justificadas necesidades de una lógica sin lagunas, de igual modo tiene ahora que salir de él mismo la primera volición por realizar un examen implacable a la hora de buscar. Solo así le es posible levantar el pie, el cual está atascado por decisión de él mismo, y dar ese primer paso que lo lleva a la Verdad y, por ende, a la libertad en la Luz.

Él y sólo él tiene la facultad, el deber y la obligación de ponderar, ya que él lleva en su interior el don para ello.

La conciencia debería, ya de por sí, obligarlo al más riguroso examen.

Esa responsabilidad en particular le da a toda persona no sólo el derecho ilimitado de realizar semejante examen, sino que incluso hace de él la más imperiosa necesidad. El hombre puede perfectamente considerarlo como un sano instinto de supervivencia; no está mal en absoluto el verlo así. A fin de cuentas, él tampoco firma un contrato terrenal que le imponga alguna responsabilidad sin examinarlo palabra por palabra y reflexionar si puede cumplir con todo. Igual es el caso y, desde el punto de vista espiritual, mucho más serio con la decisión de entregarse a alguna creencia. Si los hombres hicieran más uso en esta cuestión del sano instinto de supervivencia, ello no sería un pecado, sino una bendición.

¡La resurrección de la carne! ¡¿Cómo puede la carne de la materia física ascender al reino puramente espiritual de Dios Padre?!..., cuando a la materia física ni siquiera le es posible pasar a la materia etérea del más allá. Todo lo físico-material e incluso todo lo etéreo está, según las eternas leyes naturales, sometido a la desintegración. En este respecto no hay excepciones ni desviaciones, ya que las leyes son perfectas. Por consiguiente, lo físico-material tampoco puede ascender al reino del Padre tras producirse la muerte y ni siquiera puede ascender al etéreo mundo del más allá, el cual está igualmente sujeto a la desintegración. En virtud de la perfección de las divinas leyes de la naturaleza, semejantes desviaciones son simplemente cosa imposible.

Ello puede observarse también con total claridad en cuestiones de menor escala, a través de las leyes de la física, las cuales, asimismo, no hacen ver otra cosa que las inmutables leyes de la Creación, las que, así como atraviesan todo en la Creación, atraviesan también este campo.

Todo lo existente está sometido a las uniformes leyes de la génesis, leyes estas que llevan en sí de manera clara y explícita la simple y, al mismo tiempo, inalterable voluntad divina. A nada le es posible separarse de ella.

Tanto más lamentable resulta que algunas doctrinas no quieran reconocer esa tremenda grandeza de Dios que se evidencia en ello, grandeza esta con la cual Él se acerca a la humanidad y a su entendimiento.

Toda doctrina hace referencia, muy acertadamente, a la perfección de Dios. Sin embargo, si el origen o fuente primordial es como tal perfecto, entonces de él solo pueden salir cosas perfectas también. Por consiguiente, las leyes de la Creación, las cuales están contenidas en los actos volitivos provenientes de este origen, tienen obligadamente que ser perfectas. Por ley perfectamente natural, lo uno no puede separarse de lo otro. Estas perfectas leyes de la Creación atraviesan en calidad de leyes naturales todo producto de la génesis y lo sustentan. La perfección, empero, es sinónimo de inmutabilidad. De ello se desprende que cualquier desviación en estas leyes básicas o naturales es completamente imposible. Dicho con otras palabras: bajo ninguna circunstancia se pueden dar excepciones que se opongan a la naturalidad del acontecer habitual.

Es así como tampoco puede haber una resurrección de la carne, que, por ser físico-material, siempre y en todo caso estará atada a la materia física.

Y como todas las leyes primordiales tienen su origen en la perfección divina, todo nuevo acto volitivo de Dios jamás podrá desarrollarse de otra forma que en la forma dada desde los tempranos inicios de la Creación.

El hecho de que muchas doctrinas se cierren a esta naturalidad, la cual está dada incondicionalmente por la perfección de Dios, demuestra que las mismas poseen fundamentos falsos y que han sido edificadas sobre la base de ese intelecto humano atado a tiempo y espacio, y por consiguiente, no pueden de ninguna manera alegar ser un mensaje de Dios, el cual no evidenciaría laguna alguna, toda vez que un mensaje de Dios solo puede venir de la perfección, de la Verdad misma, la cual es perfecta y, en su simple grandeza, entendible también; más que nada, es natural, ya que lo que los hombres llaman naturaleza tiene su origen en la perfección de la voluntad divina e incluso hoy día preserva aún su vitalidad en estado inalterado, con lo cual, empero, tampoco puede estar sujeta a excepciones.

Cuando Cristo vino a la Tierra para proclamar el mensaje divino de la Verdad, Él tuvo, por tanto, que, como cualquier otra persona, servirse de un cuerpo físico-material, o sea, de la carne. Ya con ello toda persona que razone tiene que acabar de darse cuenta de la inmutabilidad de las leyes naturales, como también con la muerte corporal provocada por la crucifixión.

Ahora, esa carne físico-material no podía, tras esa muerte, constituir una excepción, sino que estaba obligada a permanecer en el mundo físico-material. Le era imposible resucitar para entonces pasar a otro mundo. Por razón de esa perfección suya que dimana de la voluntad divina, las inalterables leyes divinas o naturales no admiten cosa así. Ello no les es posible en lo absoluto; de lo contrario, no serían perfectas, y ello, a su vez, traería como consecuencia que la voluntad de Dios, Su fuerza y Él mismo no fueran perfectos.

Ahora, dado que eso está descartado, como toda ciencia en la Creación misma puede constatar, entonces es una falsedad y una duda sobre la perfección de Dios el sostener que esa carne físico-material ha resucitado y, después de cuarenta días, se ha ido a otro mundo.

Para que la carne realmente resucite, la única posibilidad que hay es que el alma que, por medio de un cordón etéreo, aún esté ligada al cuerpo terrenal por un tiempo sea llamada de vuelta a este cuerpo40. Según las leyes naturales, ello sólo es posible mientras dicho cordón exista. Una vez que este cordón se disuelve, se hace imposible una resurrección, o sea, se hace imposible llamar al alma de vuelta al cuerpo físico-material que había ocupado. Ello también está rigurosamente sujeto a las perfectas leyes naturales, y ni siquiera a Dios Le es posible lograrlo, ya que, al fin y al cabo, eso estaría en contra de Su perfecta voluntad, la cual trabaja en la naturaleza de forma automática. Por razón de esa misma perfección, a Él jamás se Le ocurriría semejante idea imperfecta, la cual constituiría por fuerza una acción arbitraria. Aquí se echa a ver, una vez más, una aparente atadura de Dios en la obra que es Su Creación, una aparente atadura que se debe a Su completa perfección, perfección esta que tiene que cumplirse en todo caso y que no admite alteración; ahora bien, semejante alteración no es tampoco algo que se busque o que resulte necesario. En modo alguno se trata de una verdadera atadura de Dios, sino que simplemente le da esa impresión al hombre en algunas cosas, ya que a este no le es posible tener una visión panorámica de todo el acontecer. Y esta incapacidad de ver el todo en su conjunto hace que él, sin ninguna mala intención y en sí de manera reverencial, espere de su Dios actos arbitrarios, los cuales, en rigor, no pueden menos que empequeñecer la perfección divina. De modo que en este caso esa buena intención que el hombre con la mayor humildad alberga no resulta en una respetuosa devoción, sino en una degradación a la limitación perfectamente natural del hombre.

El absoluto acatamiento de la voluntad divina o leyes naturales estuvo también en acción en la resurrección de Lázaro, así como en el caso del joven de Naim. Éstos pudieron ser resucitados porque el cordón de conexión con el alma todavía existía. Al llamado del Señor, al alma le fue posible volver a ser una con el cuerpo. Éste, empero, conforme a las leyes naturales, se vio obligado entonces a permanecer en el mundo físico-material, hasta que tuviera lugar una nueva separación entre los cuerpos físico-material y etéreo que le posibilitara a este último el pasar al etéreo mundo del más allá, o sea, hasta que tuviera lugar una nueva muerte físico-material.

Ahora, el paso del cuerpo físico-material a otro mundo es una cosa imposible. Si el espíritu de Cristo hubiera regresado al cuerpo físico-material, o si no hubiera abandonado este cuerpo en absoluto, entonces hubiera estado obligado a permanecer en la materia física hasta que ocurriera una nueva muerte. Otra posibilidad no hay.

Una resurrección en la carne acompañada del paso a otro mundo está totalmente descartada, tanto para los hombres como, en aquel entonces, para el Cristo encarnado.

El cuerpo terrenal del Redentor siguió el mismo camino que tiene que seguir cualquier otro cuerpo físico-material, de conformidad con las leyes naturales del Creador.

Por ende, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, no resucitó en la carne.

Pese a toda la lógica y a que justo en ello radica una veneración de Dios mucho mayor, va a haber muchos que, dominados por la ceguera y la pereza de su fe errónea, no querrán seguir estos caminos de la Verdad tan simples. También estarán seguramente los que no puedan entender debido a su estrechez de miras. Otros, por su parte, tratarán de luchar furiosamente contra dichos caminos, y ello con plena conciencia de lo que están haciendo, llevados por el miedo fundado de que semejantes explicaciones habrán de hacer colapsar esa estructura de fe cómoda que tanto les ha costado levantar.

De nada les servirá el apoyarse meramente en las tradiciones textuales, puesto que los discípulos eran seres humanos también. A fin de cuentas, no es más que humano que estos discípulos, fuertemente conmovidos por todo lo terrible sucedido entonces, al tratar de hacer memoria para redactar sus relatos, hayan incluido pensamientos propios que, debido al hecho de que mucho de lo visto con anterioridad incluía milagros que a ellos mismos les resultaban inexplicables, reprodujeron muchas cosas de manera diferente a como habían sido en realidad.

Muchos de sus escritos y sus relatos se basaron demasiado en sus propias suposiciones humanas, que entonces sentaron las bases para muchos errores posteriores; un ejemplo de ello es la fusión de los conceptos Hijo de Dios e Hijo del Hombre.

Y si bien ellos contaron con la ayuda de la más poderosa inspiración espiritual, aun así, en la reproducción jugaron un papel bien fuerte las propias opiniones preconcebidas, enturbiando a menudo la más clara y mejor intencionada ilustración.

Jesús, empero, no dejó ninguna escritura hecha por Él mismo en la que uno pueda confiar con absoluta seguridad a la hora de argumentar.

Él jamás hubiera dicho o escrito algo que no armonizara plenamente con las leyes de Su Padre, con las divinas leyes naturales o voluntad creadora. Al fin y al cabo, él mismo dijo expresamente:

«¡Yo he venido a cumplir las leyes de Dios!».

Esas leyes de Dios, empero, están claramente en la naturaleza, la cual en realidad se extiende más allá de la mera materia física y, no obstante, tanto en el mundo etéreo como en el sustancial y el espiritual sigue siendo «natural». A alguien que razone, seguramente, le va a ser posible encontrar en estas significantes palabras algo que va más allá de las desconcertantes doctrinas religiosas y le muestre un camino a quien busca de verdad.

Pero, aparte de eso, cualquier persona puede encontrar puntos en la Biblia que sustentan semejante razonamiento; pues, a fin de cuentas, Jesús se les apareció a muchos. ¿Y qué pasó entonces? María, al principio, no Lo reconoció; Magdalena no Lo reconoció de inmediato; los dos jóvenes que iban camino de Emaús no Lo reconocieron por horas, a pesar de que Él iba a la par de ellos hablándoles... ¿Qué se desprende de ahí? Que tienen que haber visto a Jesús en otro cuerpo; de lo contrario, todos Lo hubieran reconocido de inmediato. –

Pero aquel que no quiera oír, que siga tranquilamente con su sordera, y que siga con su ceguera aquel que sea demasiado cómodo como para abrir los ojos.

El término «resurrección de la carne», visto de manera general, puede ser aplicado con toda razón a los nacimientos terrenales, los cuales no cesarán mientras haya hombres terrenales. Ello constituye la gran promesa de la concesión de repetidas vidas terrenales, de la concesión de reiteradas reencarnaciones con miras a un progreso más rápido y a la necesaria liquidación de efectos recíprocos de naturaleza inferior, lo cual equivale a un perdón de los pecados. Se trata de una muestra del inconmensurable amor del Creador, cuya gracia reside en el hecho de que a las almas que han abandonado este mundo y que desperdiciaron en parte o totalmente su tiempo en la Tierra y, por ende, pasaron al más allá sin estar preparadas para ascender se les ofrece la posibilidad de cubrirse con un nuevo cuerpo o manto físico-material, con lo cual la carne que esa alma ha dejado celebra una resurrección en la nueva carne. Esa alma que ya ha pasado al otro mundo vive de ese modo una nueva resurrección en la carne.

Cuánta bendición reside en ese recurrente cumplimiento de una gracia tan excelsa es algo que el espíritu humano, imposibilitado como está de tener una visión panorámica, llega a entender sólo más tarde.

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