En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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57. ¡Esta es mi carne! ¡Esta es mi sangre!

«Aquel que acepta Mi Palabra Me está aceptando a Mí», le dijo el Hijo de Dios a los discípulos; «ese en realidad está comiendo de mi carne y bebiendo de mi sangre».

Así rezaba el sentido de las palabras que el Hijo de Dios pronunció al celebrar la Última Cena y que Él, con esta cena, simbolizó en recuerdo de Su actividad terrenal. ¡¿Cómo puede ser posible que se hayan dado vehementes disputas al respecto entre los eruditos y las iglesias?! El sentido de esas palabras es bien simple y bien claro cuando el hombre parte de la base de que Jesús, el Hijo de Dios, era la Palabra de Dios encarnada.

¿Cómo podía Él referirse a ello de manera más clara que con las simples palabras: «Aquel que acepta Mi Palabra está comiendo de mi cuerpo y bebiendo de mi sangre.»?; y también cuando dijo: «La Palabra es en realidad Mi cuerpo y Mi sangre.». Él tenía que hablar así, ya que Él era la Palabra Viva en carne y hueso. En todas las transmisiones se ha dejado fuera, una y otra vez, lo más esencial: la referencia a la Palabra que caminó por la Tierra. Como esta Palabra no fue comprendida, se le toma por algo secundario. De ese modo, empero, toda la misión de Cristo fue malentendida y mutilada, fue distorsionada.

Asimismo, a los discípulos del Hijo de Dios, pese a su fe, no les fue posible en absoluto comprender correctamente las palabras de su Maestro, como fue el caso con tantas cosas dichas por Él que ellos jamás asimilaron debidamente. El mismo Cristo puso de manifiesto sobradas veces Su tristeza al respecto. Ellos simplemente se formaron un concepto de la Última Cena tal como en su cándida simpleza La habían percibido. En vista de ello, es lógico que esas palabras que para ellos no eran del todo claras hayan sido transmitidas por ellos conforme a su propio entendimiento, y no conforme al sentido con que el Hijo de Dios las había dicho.–

Jesús era la Palabra de Dios hecha carne. De modo que aquel que Le daba la debida acogida a Su Palabra en su interior, le estaba dando así cabida a Él también.

Y si un hombre permite que esa Palabra de Dios que se le ofrece cobre vida en su interior, de manera tal que se convierta para él en algo natural al pensar y obrar, estará haciendo que, con la Palabra, también cobre vida en su interior el espíritu de Cristo, toda vez que el Hijo de Dios era la Palabra Viva de Dios hecha carne.

El hombre sólo tiene que hacer el esfuerzo por acabar de adentrarse debidamente en este razonamiento. No debe limitarse a leerlo para entonces ponerse a parlotear sobre lo leído, sino que tiene que tratar de hacer que dicho razonamiento cobre vida en la forma de imágenes o, lo que es lo mismo, tiene que tratar de experimentar el significado a través de imágenes vivas. Y entonces experimentará también la Última Cena como tiene que ser, siempre y cuando en Ella vea la asimilación de la Palabra Viva de Dios, cuyo sentido e intención está obligado a conocer primero, como es lógico.

No es tan fácil como muchos creyentes se lo imaginan. El aceptar con indiferencia la Última Cena no le puede reportar ningún beneficio, ya que lo que posee vida, como es el caso de la Palabra de Dios, debe y tiene que ser tomado de forma viva también. A la iglesia no le es posible insuflarle vida a la Última Cena para alguna persona mientras esa persona que toma la Última Cena no haya antes preparado en su interior el lugar en que ha de darle cabida debidamente a la misma.

Uno también ve imágenes que tienen por intención reproducir la bella frase: «Estoy llamando a tu puerta.». Dichas imágenes son completamente correctas. El Hijo de Dios se encuentra ante una choza y llama a la puerta, pidiendo ser admitido. El hombre, empero, una vez más ha hecho adiciones aquí que vienen de su propia mente, al dejar ver, a través de la puerta entreabierta, una mesa puesta en el interior de la choza. Con ello surge el pensamiento de que a nadie que toque a la puerta pidiendo comida y bebida se le ha de negar la entrada. El pensamiento es bonito y también se corresponde con la Palabra de Cristo, pero está interpretado de manera muy restringida. Ese «estoy llamando a tu puerta» significa mucho más. La caridad es tan solo una pequeña parte de lo que contiene la Palabra de Dios.

Cuando Cristo dice, «estoy llamando a tu puerta», con ello está dando a entender que la Palabra de Dios, encarnada por Él, está tocando a la puerta del alma humana, no sólo pidiendo ser admitida, sino exigiéndolo. La Palabra ha de ser aceptada por los hombres en toda la dimensión con que les es ofrecida. El alma debe abrirle sus puertas a la Palabra. Si accede a esta demanda, entonces las acciones físico-materiales del hombre terrenal serán, por lógica, tal como la «Palabra» lo exige.

El hombre siempre trata de entender las cosas con el intelecto nada más, lo cual implica un desglose y, por ende, un empequeñecimiento, un estrechamiento mayor de los límites existentes. Es por eso por lo que él una y otra vez corre el riesgo de alcanzar a comprender tan solo fracciones del gran todo, como ha sucedido en este caso también.

La encarnación, o lo que es lo mismo, la personificación de la Palabra Viva de Dios, siempre habrá de ser un enigma para los hombres terrenales, puesto que el comienzo de este acontecer tuvo lugar en lo divino. Hasta lo divino, empero, ya no puede llegar la facultad comprensiva del espíritu humano, y es por eso por lo que el primer eslabón para la posterior personificación de la Palabra le resulta inaccesible al entendimiento del hombre. De ahí que tampoco cause extrañeza que en particular ese acto simbólico del Hijo de Dios que consistió en repartir el pan y el vino no haya podido hasta ahora ser comprendido por la humanidad. Pero aquel que ahora, después de esta explicación, la cual le permite formarse una idea, insista en atacarla no estará haciendo otra cosa que evidenciar que los límites de su comprensión no pasan de lo espiritual. Su defensa de la explicación que se le ha dado hasta ahora a esas palabras de Cristo, explicación esta que es completamente antinatural, no haría más que dar fe de una inescrupulosa terquedad.

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