En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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55. La muerte en la cruz del Hijo de Dios y la Última Cena

Con la muerte de Cristo se desgarró en el templo la cortina que separaba a la humanidad del Sanctasanctórum. Este suceso es tomado como símbolo de que con la muerte sacrificial del Salvador dejó de existir en ese mismo momento la separación que había entre la humanidad y la Divinidad, es decir, se creó una conexión directa.

Esa interpretación, sin embargo, es incorrecta. Con la crucifixión los hombres rechazaron al Hijo de Dios y se negaron a ver en Él al Mesías esperado, con lo cual la separación se hizo mayor. La cortina se rasgó porque en vista de ello el Sanctasanctórum ya no era necesario. Este quedó expuesto a las miradas y a las corrientes impuras, ya que, simbólicamente hablando, después de semejante acción lo divino no puso más un pie en la Tierra, con lo cual el Sanctasanctórum resultaba superfluo. O sea, todo lo contrario de las interpretaciones que se han hecho hasta ahora, en las que, como de costumbre, se pone de manifiesto una vez más una gran presunción por parte del espíritu humano.

Asimismo, la muerte en la cruz no fue un sacrificio forzoso, sino un asesinato, un crimen en toda regla. Cualquier otra explicación es una circunlocución que o bien tiene por finalidad servir de disculpa, o bien dimana de la ignorancia. Cristo en modo alguno vino a la Tierra con la intención de que lo crucificaran. Y no es en ello que radica la redención tampoco. Antes bien, Cristo fue crucificado por causa de Sus enseñanzas, por ser un Portador de la Verdad que resultaba incómodo.

No era Su muerte en la cruz lo que podía y debía traer la redención, sino la Verdad que Él le ofreció a la humanidad con Sus palabras.

Pero la Verdad les era incómoda a los líderes religiosos y de templos de aquel entonces, les resultaba una molestia, ya que estremecía fuertemente su influencia. Idéntico a lo que sucedería de nuevo hoy día en muchos lugares. En este respecto la humanidad no ha cambiado en nada. Los líderes de entonces, al igual que los de hoy también, se basaron, por cierto, en tradiciones antiguas y buenas, pero los practicantes e intérpretes de estas tradiciones habían hecho de ellas meramente una forma rígida y vacía, sin que llegaran a cobrar vida en su interior. El mismo cuadro que se ve de nuevo hoy día en muchas partes.

Como es lógico, empero, Ese que con la palabra existente quería traer la necesaria vida trajo así una revolución en la práctica y la interpretación, no en la Palabra misma. Liberó al pueblo de la oprimente rigidez y vacuidad, lo salvó de estas, y ello, como es perfectamente natural, fue una gran molestia para aquellos que enseguida pudieron percatarse de con qué rapidez perdían así las riendas de su falso liderazgo.

Es por eso por lo que hubo que poner bajo sospecha y perseguir a ese Portador de la Verdad y libertador del lastre de las erróneas interpretaciones. Cuando, pese a todos los esfuerzos, no se logró ponerlo en ridículo, trataron de presentarlo como alguien carente de credibilidad. Así, echaron mano de Su «pasado terrenal» de hijo de carpintero para tildarlo de «no ducho y, por tanto, de demasiado inferior para dar una explicación», de «profano». Idéntico a como pasa hoy también con todo aquel que desafía ese dogma rígido que sofoca en germen toda libre y viva aspiración de ascender. Todos los adversarios se cuidaron mucho de no entrar en Sus explicaciones como tal, ya que sentían, muy acertadamente, que si replicaban de manera puramente objetiva habrían de perder la lid. Así fue como centraron sus esfuerzos meramente en la difamación maligna por medio de sus comprables instrumentos, hasta que por último no tuvieron reparos en esperar un momento propicio para imputarle hechos falsos y, acusándolo públicamente, llevarlo a la cruz, a fin de, eliminándolo a Él, eliminar así el peligro para su poderío y su autoridad.

Esa muerte violenta, que en aquel entonces era el tipo de ejecución que comúnmente practicaban los romanos, no fue la redención como tal ni tampoco la trajo. No liquidó ninguna deuda de la humanidad ni libró a esta de nada; al contrario, dicha muerte, como el asesinato más abyecto que fue, lastró a la humanidad todavía más.

El hecho de que aquí y allá se haya desarrollado a partir de ello un culto que ve en este asesinato la necesaria esencia de la labor redentora del Hijo de Dios no hace otra cosa que apartar al hombre precisamente de lo más valioso, de lo único que puede traer la redención. Lo aparta del verdadero cometido del Salvador, de aquello que hizo necesaria Su venida a la Tierra desde lo divino. Mas dicha venida no tuvo lugar con la finalidad de que Él sufriera la muerte en la cruz, sino para que Él proclamara la Verdad en el desierto de esa rigidez y esa vacuidad dogmáticas que arrastraban al espíritu humano hacia las profundidades, para que describiera las cosas existentes entre Dios, la Creación y los hombres tal como son. Con ello todo lo que el estrecho espíritu humano había alambicado en este respecto y que cubría la realidad tendría obligadamente que venirse abajo por sí solo, al quedar desprovisto de fuerza. Solo entonces podría el hombre ver ante sí con claridad el camino que lo lleva a las alturas.

Única y exclusivamente en la Verdad traída y en la consiguiente liberación de los errores radica la redención.

Se trata de la redención de la vista turbia y de la fe ciega. De hecho, la palabra «ciega» califica de manera bastante apropiada lo falso de ese estado.

La última cena antes de Su muerte fue una cena de despedida. Cuando Cristo dijo, «Comed, que ese es mi cuerpo; bebedlo todo, que esa es mi sangre de la nueva alianza que será derramada por muchos, para el perdón de los pecados», Él estaba queriendo decir con eso que Él incluso estaba dispuesto a asumir la muerte en la cruz solo para así tener la oportunidad de, a través de Sus explicaciones, traerle a la descarriada humanidad la Verdad, que es lo único que muestra el camino del perdón de los pecados.

Él también dijo expresamente, «para el perdón de muchos», y no «para el perdón de todos». O sea, solo para aquellos que tuvieran en cuenta Sus explicaciones y que sacaran aplicaciones prácticas de ellas.

Su cuerpo destrozado por la crucifixión y Su sangre derramada han de ayudar a ver la necesidad y la seriedad de la iluminación traída por Él. El solo objetivo de repetir la última cena y de ésta como tal es destacar esa perentoriedad.

El hecho de que el Hijo de Dios no se arredrara ni siquiera ante semejante hostilidad de la humanidad, hostilidad esta cuya probabilidad había sido percibida de antemano antes de Su venida38, debía llamar la atención de manera bien especial sobre la desesperada situación de los espíritus humanos, que, solo agarrando la cuerda salvadora de la Verdad carente de encubrimientos, podían ser rescatados de la caída.

La alusión del Hijo de Dios, en la Última Cena, a Su crucifixión constituye meramente un énfasis expreso en la imperiosa necesidad de esas enseñanzas Suyas que Él vino a traer.

Al participar en la Última Cena, todo ser humano ha de tener siempre presente que el Hijo de Dios ni siquiera le temió a la premisa de una muerte en la cruz a manos de la humanidad y dio Su vida y Su sangre para hacer posible que los hombres recibieran la descripción del verdadero acaecer en el Universo, el cual muestra con claridad los efectos de esas inmutables leyes naturales que contienen la voluntad divina. Con esta percepción de la acerba seriedad que resalta la acuciante necesidad del Mensaje para alcanzar la salvación, han de surgir en los hombres nuevas fuerzas, ha de surgir en ellos un nuevo impulso de vivir verdaderamente conforme a las claras enseñanzas de Cristo, no solo de entenderlas correctamente, sino de actuar en todo acorde a ellas. Con ello les llegará entonces el perdón de sus pecados y su redención. Otra forma no hay. Y ello no sucederá inmediatamente tampoco. Mas, con toda seguridad, el hombre encontrará dicho perdón y redención en el camino que Cristo le muestra en Su Mensaje.

Es por esa razón por la que con la Última Cena se busca volver a darle vida a este suceso, a fin de que lo único que puede traer la salvación, el empeño en seguir esas enseñanzas que fueron traídas con tanto sacrificio, no se debilite; ya que, con la pérdida de interés, la indiferencia o el mero mantenimiento de formas exteriores, los hombres pierden esa cuerda de rescate y se hunden en los brazos de los errores y la perdición.

Es un gran error por parte de los hombres el creer que con la muerte en la cruz está garantizado el perdón de los pecados. Esa idea trae consigo la terrible desgracia de que todos los que creen en ella se vean así impedidos de tomar el verdadero camino de la redención, el cual consiste única y exclusivamente en vivir conforme a la Palabra del Salvador, conforme a las explicaciones que Él, como sabio y como alguien que tenía una visión panorámica, ofreció a los hombres. Y dichas explicaciones muestran con ilustraciones prácticas la necesidad del acatamiento y la observancia de esa voluntad divina contenida en las leyes de la Creación, así como las repercusiones del operar de estas leyes tanto cuando son acatadas como cuando no.

Su labor redentora radicó en traer esta clarificación, la cual tenía inevitablemente que evidenciar las deficiencias y los daños de las prácticas religiosas, toda vez que encerraba la Verdad, a fin de que hubiera luz en el creciente oscurecimiento del espíritu humano. Dicha labor redentora no consistió en la muerte en la cruz, como mismo la Última Cena o la hostia consagrada no pueden ofrecer el perdón de los pecados. Esa idea está opuesta a toda ley divina. Y con ello desaparece también la potestad de los hombres para perdonar pecados. Un hombre sólo tiene el derecho y también el poder de perdonar aquello que le ha sido infligido a él particularmente por otra persona, y esto sólo cuando su corazón lo insta a ello sin influencia exterior.

Aquel que reflexione con seriedad verá la Verdad y, por ende, el camino verdadero. Ahora, los perezosos y los indolentes en el pensar, que, como las vírgenes necias en la parábola, no han dedicado atención y esfuerzo a mantener constantemente el buen y debido funcionamiento de la lámpara que Dios les ha encomendado, o sea, la facultad de examinar y traslucir, pueden bien fácil dejar escapar el momento en que la «Palabra de la Verdad» llegue a ellos. Dado que en su cansina tranquilidad y su fe ciega se dejan vencer por el letargo, esa pereza suya les impedirá reconocer al Portador de la Verdad o al novio. Y se verán obligados a quedarse atrás, mientras los despiertos entran al Reino de la Alegría.

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