En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


46. Las regiones de las tinieblas

Cuando la gente ve imágenes que supuestamente reproducen la vida en el llamado infierno, la reacción es encogerse de hombros sonriendo, en parte con ironía y en parte con compasión, y diciéndose a sí mismos que sólo una fantasía enfermiza o una fe ciega y fanática pueden concebir escenas de ese tipo. Rara vez habrá alguien que trate de buscar en dichas imágenes tan siquiera un diminuto grano de verdad. Y, sin embargo, seguramente que ni la fantasía más dada a imaginar horrores podrá siquiera aproximarse a componer una imagen que exprese de manera más o menos fiel los tormentos de la vida en las regiones oscuras. Son pobres ciegos esos que, encogiéndose de hombros con burla, creen poder ignorar frívolamente semejantes imágenes. Ya llegará el momento en que semejante frivolidad habrá de pasar cara factura, cuando la Verdad haga su estremecedora entrada en el escenario. Ahí sí no va ayudar ni enfurecerse ni apartarse, y serán arrastrados al torbellino que les aguarda como no se deshagan a tiempo de esa convicción fruto de la ignorancia, convicción que siempre constituye una señal de la vacuidad y la limitación de ese tipo de gente.

Apenas tenga lugar la liberación del cuerpo etéreo del cuerpo físico-material26, ahí mismo ya se llevarán la primera gran sorpresa, al ver que la existencia y la vida conscientes no han llegado a su fin con la muerte terrenal. Lo primero que ello trae es confusión, la cual viene seguida de una zozobra insospechada que a menudo da paso a una resignación embotada o a la más angustiosa desesperación. Entonces de nada servirá el enfurecerse o el lamentarse, pero tampoco las peticiones; ya que están obligados a cosechar lo que sembraron en la vida terrenal.

Si se rieron de la Palabra que les fue enviada por Dios y que hacía alusión a la vida después de la muerte y a la consiguiente responsabilidad por todo pensamiento y toda acción de intensa naturaleza, lo menos que les puede esperar es eso mismo que ellos desearon: una profunda oscuridad. Sus ojos, sus oídos y sus bocas quedan sellados por causa de su propia volición. En su nuevo entorno estarán sordos, ciegos y mudos. Eso es lo menos desfavorable que les puede acontecer. Ningún guía y auxiliador etéreo puede hacérseles entender, ya que ellos mismos se mantienen cerrados a esa posibilidad. Se trata de una triste situación que sólo puede ser cambiada paulatinamente por la gradual maduración interna de la persona en cuestión, maduración ésta que va precedida de una desesperación creciente. Con el progresivo anhelo de luz, anhelo que sale de esa alma oprimida y martirizada cual ininterrumpido grito de ayuda, empieza su entorno finalmente a volverse más claro, hasta que llega a ver a otros que, como él, necesitan ayuda. Si él entonces abriga el deseo de prestarle ayuda a esos que aún se encuentran en una penumbra mayor que la suya, a fin de que el entorno de estos se vuelva más claro, ahí, por medio de la actividad que implica el intento de ayudar y gracias al esfuerzo que ello requiere, este individuo se va fortaleciendo cada vez más, hasta que se le acerca otro que ya ha avanzado más que él a fin de ayudarle a que continúe su avance hacia regiones más luminosas.

Es así como se les ve aquí y allá, acuclillados y tristes, ya que, por razón de no haberlo querido, sus cuerpos etéreos están ahora demasiado débiles como para andar. De ahí que lo que les quede sea andar a rastras, si es que en algún momento se mueven. Otros, por su parte, se mueven a tientas en esta oscuridad, tropiezan, se caen y se levantan de nuevo con gran esfuerzo, para aquí y allá golpearse con uno que otro canto, ocasionándose dolorosas heridas; puesto que cuando un alma humana, por razón de la naturaleza de su propia oscuridad, que va de la mano con una densidad más o menos fuerte, la cual, a su vez, acarrea una gravedad correspondiente, se hunde en la región que se corresponde exactamente con su fuerza de gravedad etérea, o sea, en una región que es del mismo tipo de materia etérea, el nuevo entorno de esta alma le será igual de tangible, palpable e impenetrable que lo que lo fue el entorno físico-material para el cuerpo físico. Así, todo golpe, caída o lesión que sufra allí le resultarán igual de dolorosos que cualquier accidente de ese tipo sufrido en su cuerpo físico-material durante su periplo terrenal en la Tierra físico-material.

Y así es en toda región, no importa qué tan bajo o qué tan alto dicha región se encuentre: el tipo de materia es el mismo, como también lo es la perceptibilidad y la mutua impenetrabilidad. Ahora, cualquier región más alta o cualquier tipo de sustancia pueden atravesar las sustancias cuya naturaleza difieran de la suya y sea más baja y más densa, así como cualquier ente, ser o cosa etéreos pueden atravesar lo físico-material, de naturaleza diferente a la suya propia.

Ahora bien, ese no es el caso con aquellas almas que además tienen que saldar alguna injusticia cometida por ellas. Este hecho es ya cosa aparte. Tal injusticia puede quedar saldada en el momento en que el perpetrador obtenga de la parte afectada el perdón absoluto y sincero. Ahora, una cosa que sí ata al alma humana con más fuerza es la sed de algo, el apego a algo, lo cual constituye el móvil de uno o de varios actos. Dicho apego pervive en el alma humana incluso después de su partida al otro mundo, tras su desprendimiento del cuerpo físico-material. El apego en cuestión se hará sentir incluso con más fuerza en el cuerpo etéreo apenas desaparezca la limitación que trae todo lo físico-material, toda vez que los sentimientos intuitivos se vuelven entonces más vivos e intensos. Por otra parte, semejante apego resulta determinante para la densidad y, por consiguiente, para el peso del cuerpo etéreo. Esto trae como consecuencia que dicho cuerpo etéreo, tras su liberación del cuerpo físico-material, comience enseguida a hundirse, hundimiento que no se detiene hasta que ese cuerpo etéreo que nos ocupa llegue a la región que se corresponda exactamente con su peso y que, por ende, tenga su misma densidad. Allí encontrará, por tanto, a todos aquellos que se dan al mismo apego. A través de las irradiaciones de estos otros individuos, su apego recibe alimento y se intensifica, lo que hace que el alma en cuestión se ponga literalmente fuera de sí cada vez que se entregue a esta pasión suya. Naturalmente que lo mismo les ocurrirá a los otros que se encuentran allí junto con ella. No es difícil de imaginar que semejante exacerbación desaforada tiene por fuerza que resultar un tormento para el entorno. Pero como en semejantes regiones ello únicamente está basado en la reciprocidad, cada cual habrá de sufrir amargamente bajo los demás todo aquello que él mismo trata de hacerles a los otros. Así, la vida allí se vuelve un infierno, hasta que semejante individuo se va rindiendo poco a poco y siente asco de ello. Es entonces que, al cabo de un largo tiempo, acaba despertando paulatinamente en él el deseo de salir de ese medio. Ese deseo y ese hastío son el comienzo de una mejoría y, convirtiéndose en un clamor de ayuda, acaban adquiriendo la intensidad de una plegaria. Sólo entonces se le puede extender una mano a tal individuo para que ascienda, lo cual en muchas ocasiones no llega a suceder hasta después de haber pasado décadas o siglos, a veces incluso más tiempo. Por lo tanto, el apego en un alma humana es lo que ata con más fuerza.

De ello se desprende que una acción irreflexiva puede ser saldada mucho más fácil y más rápido que un apego latente en una persona, da igual si dicho apego ha devenido en actos o no.

Una persona que lleve en su interior un apego impuro que, gracias a lo favorable de las circunstancias terrenales en que se encuentra, jamás llegue a devenir en actos tendrá, por ende, que pasar por una expiación más dura que una persona que haya cometido una o varias malas acciones de una manera irreflexiva, sin haber abrigado malas intenciones. La acción irreflexiva le puede ser perdonada enseguida a esta última sin que llegue a traer consigo un karma maligno, mientras que el apego no es perdonado hasta que éste no se haya extinguido por completo en la persona. Y apegos hay de muchos tipos. Ya estemos en presencia de la avaricia y su pariente la cicatería, ya se trate de la inmunda voluptuosidad, de la propensión a robar, o a matar, o a causar incendios, a buscar el provecho propio a costa de los demás o la propensión a la frívola dejadez, sea el apego que sea, semejante pasión hundirá o arrastrará a quien la lleva en sí a la región donde están los que son como él. Sería inútil describir semejantes regiones. Éstas son de tan espantosa naturaleza que difícilmente un espíritu humano que more en la Tierra pueda crear semejante realidad sin verla. Y así la viera, creería entonces que se debe de tratar del mero producto de una imaginación calenturienta en grado sumo. Que se conforme, pues, con sentir una aversión moral por esas cosas, aversión que lo libera de las ataduras de todo lo bajo, para que así no haya ningún obstáculo para la ascensión a la Luz.

Así son las regiones oscuras, las cuales son un resultado de los efectos del principio que Lucifer trata de introducir. El eterno ciclo de la Creación continúa su avance y va llegando al punto en que se inicia la desintegración, punto en el que todo lo material pierde su forma para entonces desmoronarse y volver al estado de simiente primordial. El ciclo, en la continuación de su avance, trae entonces nuevas mezclas y nuevas formas, conjuntamente con nuevas fuerzas y un suelo virginal. Lo que hasta ese momento no se haya podido desprender de las materias física y etérea, a fin de abandonar todo lo material y, cruzando la frontera más alta, sutil y ligera, entrar a la esfera de lo espiritual-sustancial, será inevitablemente arrastrado a la destrucción, con lo cual resulta destruida su forma y su personalidad. Y ya eso es la condenación eterna y la eliminación de toda personalidad consciente.

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