En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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43. El bautismo

Si el bautismo de un niño es administrado por un clérigo que ve dicho bautismo como una mera obligación de su cargo, entonces este bautismo carecerá completamente de valor y no acarreará daños ni beneficios. En el caso del bautismo de un adulto, en cambio, la disposición interior para recibir que éste tenga contribuye, según su fuerza y su pureza, a que este adulto reciba verdaderamente algo o no.

En el caso de un niño, lo único que puede jugar un papel como medio para lograr un fin es la fe del bautista. En dependencia de la fuerza y la pureza de esta fe, el niño, a través del bautismo, recibirá un cierto fortalecimiento espiritual, como una especie de muro protector contra las corrientes malignas.

El bautismo es un acto que no toda persona empleada por la cúpula de la iglesia puede efectuar de manera eficaz. Para ello hace falta una persona que tenga conexión con la Luz. Solo semejante persona es capaz de mediar luz. Esta facultad, empero, no se adquiere mediante el estudio terrenal, ni mediante alguna consagración eclesiástica, ni a través de la asignación de un cargo. Dicha facultad no tiene nada que ver en absoluto con prácticas terrenales, sino que es un regalo del propio Altísimo.

La persona así agraciada se convierte, de ese modo, en una persona llamada. De estas no hay muchas, ya que el referido regalo presupone como requisito que en el interior de la persona misma exista un suelo acorde. En caso de que dicho requisito no sea satisfecho por la persona en cuestión, la conexión con la Luz no podrá ser establecida. A la Luz no le es posible bajar a un suelo duro o a un suelo donde las aspiraciones van en dirección opuesta a ella, ya que este acontecer, como todo lo demás, está estrictamente sujeto a las leyes primordiales que todo lo atraviesan.

Ahora, semejante persona llamada es capaz, por medio del acto del bautismo, de verdaderamente transmitir espíritu y fuerza de manera tal que el bautismo reciba ese valor que expresa simbólicamente. No obstante, es preferible que se administre el bautismo sólo a aquellos que estén plenamente conscientes de la repercusión de semejante acto y que sientan en su interior un ansia ardiente de recibirlo. De modo que para que un bautismo adquiera verdaderamente pleno valor, éste presupone una cierta edad madura y el deseo espontáneo del bautizado, así como una persona llamada que actúe como bautista.

Juan Bautista, quien incluso hoy día es visto y reconocido por todas las iglesias cristianas como un verdadero llamado, tuvo sus mayores adversarios justamente entre los escribas y los fariseos, quienes en aquel entonces creían ser los más llamados a emitir criterios al respecto. El propio pueblo de Israel de aquel entonces era un pueblo llamado. De eso no hay duda alguna. Era en su seno donde el Hijo de Dios debía llevar a cabo Su labor terrenal. Al cumplirse esta labor, empero, quedó caducado el llamado de todo este pueblo. Un nuevo Israel habrá de surgir para un nuevo cumplimiento. Pero en los tiempos de Juan, el Israel de entonces era todavía el pueblo llamado. Por consiguiente, los sacerdotes de este pueblo debían ser los más llamados en esa época para administrar el bautismo. No obstante, empero, tuvo que venir Juan Bautista, como único llamado para bautizar al Hijo de Dios en Su envoltura terrenal al comienzo de Su actividad terrenal propiamente dicha. Este acontecimiento demuestra asimismo que la asignación de cargos terrenales nada tiene que ver con llamados divinos. El ejercicio de una función en nombre de Dios, o sea, por encargo de Él, como debe ser en el caso del bautismo, solo puede ser desempeñado de manera eficaz por personas divinamente llamadas. Juan Bautista, que fue llamado divinamente y que no fue reconocido por quien a la sazón era el Sumo Sacerdote del pueblo llamado, tildó a estos adversarios suyos de «nido de víboras» y les negó el derecho de venir a él.

Esos mismos sacerdotes del pueblo llamado de entonces no reconocieron tampoco al mismísimo Hijo de Dios, Lo persiguieron constantemente y trabajaron en aras de Su destrucción terrenal. Si Cristo apareciera hoy día entre los hombres bajo una nueva forma, no hay duda alguna de que encontraría el mismo rechazo y la misma hostilidad de aquel entonces. Igual suerte correría alguien enviado por Él. Tanto más ahora que la humanidad se cree «más avanzada».

El caso de Juan Bautista no es el único que resulta ilustrativo en este sentido, sino que hay numerosos casos similares que constituyen una prueba rotunda de que las consagraciones y las investiduras de cargos de índole terrenal-eclesiástica, las cuales, a fin de cuentas, siempre serán investiduras y consagraciones de «la iglesia como organización», jamás podrán traer una mayor capacitación para realizar actos espirituales si la propia persona no está llamada para ello.

Así que, en rigor, el bautismo administrado por representantes de la iglesia no es otra cosa que un acto de admisión temporal en una colectividad unida por un vínculo religioso. Semejante bautizado no es admitido a Dios, sino a la congregación terrenal-eclesiástica correspondiente. La confirmación que sigue más tarde no puede ser vista como otra cosa que una convalidación más y una admisión ampliada a las prácticas de dicha congregación. El cura actúa en calidad de «siervo ordenado por la iglesia», o sea, su actuación es de índole puramente terrenal, ya que iglesia y Dios no son la misma cosa.

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