En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


30. El hombre y su libre albedrío

Para poder dar una idea completa al respecto hay que incluir muchas cosas que como tal no forman parte de la cuestión principal pero que en mayor o menor grado inciden en esta.

¡El libre albedrío! Esto es algo que deja pensativa a gente importante inclusive, puesto que, si existe una responsabilidad, las leyes de la Justicia dictan que también tiene que haber alguna posibilidad de decidir libremente.

Dondequiera que uno pone atención, se oye el clamor: «¿Dónde queda espacio para un libre albedrío en el hombre cuando en realidad hay predestinación, guía, hado, influencia estelar y karma15? El hombre es desbastado, empujado y amoldado, lo quiera o no.».

Quienes buscan en serio se vuelcan afanosos sobre todo lo que hable del libre albedrío, llevados por el muy acertado convencimiento de que, si hay algo sobre lo que se necesita una explicación, es precisamente esto. Mientras dicha explicación falte, el hombre no podrá ajustarse a fin de desempeñarse en la gran Creación como lo que verdaderamente es. Ahora, si no tiene la debida postura respecto de la Creación, no dejará de ser un extraño en Ella, andará desorientado y tendrá que dejarse empujar, desbastar y amoldar, dado que no está consciente de su cometido. Así, una cosa llevó a la otra y, producto de esta lógica natural, el hombre ha acabado convirtiéndose en eso que es hoy y que en realidad no debería ser.

Su gran falla es que no sabe en qué consiste en realidad su libre albedrío y cómo trabaja éste. Semejante situación evidencia también que el hombre ha perdido por completo el camino que conduce a su libre albedrío y ya no sabe cómo encontrarlo.

La entrada del sendero a dicho entendimiento ya no se puede ver por causa de que ha sido tapada por la arena. Todo rastro ha sido borrado. Indeciso, el hombre da vueltas y revueltas, agotándose así, hasta que un soplo de viento fresco vuelva finalmente a dejar libre el camino. Es natural y lógico que al hacerlo levantará la arena en furioso torbellino y, al retirarla, esta enturbiará en el último momento la vista de muchos de los que continúan buscando ávidamente la entrada del sendero. Por esa razón, todo el mundo tiene que proceder con la mayor cautela, a fin de mantener su vista despejada hasta que los últimos granos de arena hayan sido retirados. De lo contrario, puede darse el caso de que uno vea el camino y, aun así, al tener la vista ligeramente nublada, dé un paso en falso, tropiece y caiga, para entonces hundirse, teniendo el camino justo delante de sí.–

La persistente y recurrente falta de comprensión por parte de los hombres respecto del hecho de que verdaderamente existe un libre albedrío radica fundamentalmente en la no comprensión de qué es en realidad este libre albedrío.

La explicación está, de hecho, en la designación misma, pero, como en todas las cosas, el hombre no ve aquí tampoco lo que en realidad es algo sencillo, debido a esa misma sencillez. Antes bien, se pone a buscar en el lugar equivocado y, de ese modo, no llega a estar en condiciones de formarse una idea de este libre albedrío.

La gran mayoría de los hombres hoy día entiende por voluntad esa violenta postura del cerebro terrenal cuando el intelecto atado a tiempo y espacio da y fija una determinada dirección para el pensar y la sensación.

Eso, empero, no es el libre albedrío, sino la voluntad atada por el intelecto terrenal.

Esa equivocación que muchas personas cometen es causante de un gran error y levanta los muros que imposibilitan una comprensión y asimilación. Y entonces el hombre se asombra cuando encuentra lagunas y, tropezando con contradicciones, no consigue verle la lógica a la cuestión por ninguna parte.

El libre albedrío, que de por sí repercute tan trascendentalmente en la vida propiamente dicha que su incidencia se extiende mucho más allá y alcanza el otro mundo e, imprimiéndole su impronta al alma, es capaz de amoldarla, tiene una naturaleza completamente diferente; una naturaleza mucho más elevada como para ser tan terrenal. Por consiguiente, no guarda ningún tipo de relación con el cuerpo físico-material y, por ende, tampoco con el cerebro. El libre albedrío reside meramente en el espíritu mismo, en el alma del hombre.

Si el hombre no estuviera constantemente cediéndole al intelecto la hegemonía ilimitada, el perspicaz libre albedrío de su «yo» espiritual, de su «yo» verdadero, podría dictarle al cerebro del intelecto la dirección a seguir, desde el sutil sentir intuitivo. De ese modo, la voluntad atada, que es absolutamente necesaria para el cumplimiento de todos los propósitos terrenales y atados a tiempo y espacio, se vería en muchas ocasiones obligada a tomar un camino diferente al tomado en la actualidad. Es fácil de entender que, con ello, el destino también tomaría otra dirección, dado que, producto de haberse tomado caminos diferentes, el karma tiende hilos también diferentes y arroja un efecto recíproco distinto.

Como es lógico, esta explicación no basta para dar un verdadero entendimiento de lo que es el libre albedrío. Para formarse una idea completa de ello, uno tiene que saber cómo ha estado trabajando este libre albedrío. También de qué manera tienen lugar esos enredos a menudo tan complicados de un karma ya existente, un karma que, con sus efectos, es capaz de tapar el libre albedrío de tal forma que su existencia sólo puede ser reconocida a duras penas, si acaso.

Por otra parte, empero, para dar una explicación de este tipo hay que ir atrás y ver la evolución entera del espíritu humano, tomando como punto de partida el momento en que la simiente spiritual del hombre se hunde por primera vez en la envoltura etérea, en la frontera más externa de la materialidad.

Entonces veremos que el hombre para nada es lo que imagina ser. Éste ya no tiene en el bolsillo el derecho a la bienaventuranza y a una existencia personal eterna16. La expresión «todos somos hijos de Dios» es incorrecta en el sentido concebido e imaginado por los hombres. No todo ser humano es un hijo de Dios, sino sólo aquel que, mediante su desarrollo, llega a serlo.

El hombre se hunde en la Creación como germen espiritual. Dicho germen lleva en su ser todo lo necesario para poder desarrollarse y devenir en un hijo de Dios consciente de sí mismo. Para ello, empero, se requiere de antemano que abra las facultades pertinentes al efecto y las cultive, y que no deje que se atrofien.

Grande e imponente es este suceso y, no obstante, completamente natural en toda fase del acontecer. Nada de éste queda fuera de lo que es un desarrollo lógico; puesto que la lógica está presente en todo operar divino, toda vez que este último es perfecto, y nada que sea perfecto puede estar privado de lógica. Cada uno de estos gérmenes del espíritu lleva en su ser las mismas facultades, puesto que éstas, a fin de cuentas, provienen de un solo espíritu; y cada una de dichas facultades individuales encierra una promesa cuyo cumplimiento se realiza sin falta en cuanto la facultad es desarrollada. Pero sólo en ese caso. Ésa es la perspectiva de todo germen al ser sembrado. Y, sin embargo, ...

Un sembrador salió a sembrar: Allí donde lo Divino, lo Eterno, flota sobre la Creación y donde lo más etereo de la Creación limita con lo sustancial se encuentra el campo de siembra del germen espiritual humano. Provenientes de lo sustancial, las chispas cruzan la frontera y se hunden en el suelo virginal de la parte etérea de la Creación, como sucede con las descargas eléctricas de una tormenta. Es como si la Mano creadora del Espíritu Santo esparciera semillas en la esfera material.

A medida que lo sembrado se desarrolla y madura con vistas a la cosecha, hay muchos granos que se pierden. Éstos son los granos que no llegan a germinar, o sea, los granos que no han desarrollado sus elevadas facultades y, en su lugar, se han podrido y resecado y por fuerza han de perderse en la materia. En cambio, aquellos que han germinado y, habiendo ya salido del suelo, crecen y se desarrollan son examinados rigurosamente al ser recogidos, a fin de separar las espigas hueras de las llenas. Una vez concluida la recogida, se separa entonces la paja del trigo.

Ése es el cuadro de la génesis a grandes rasgos. Ahora bien, para reconocer el libre albedrío, estamos obligados a seguir más detalladamente la génesis del hombre propiamente dicha:

Como lo más cimero y lo más puro, tenemos, en todo su resplandor, a lo Eterno, lo Divino, el punto de partida de todo, el comienzo y el fin, rodeado de lo luminoso sustancial.

Cuando ahora las chispas cruzan la frontera de lo sustancial y se hunden en el suelo de las estribaciones etéreas de la Creación material, aquéllas se ven de inmediato rodeadas de una envoltura vaporosa hecha de la misma sustancia que esta región, que es la más sutil de toda la materia. Con ello, el germen espiritual del hombre ha hecho su entrada en la Creación, la Cual, como todo lo material, está sujeta al cambio y a la desintegración. En ese momento, dicho germen se encuentra aún libre de karma y aguarda las cosas que le han de sobrevenir.

Ahora bien, hasta esas estribaciones más externas llegan las vibraciones de intensas vivencias que tienen lugar ininterrumpidamente en todo este proceso de formación y desvanecimiento que se desarrolla en medio de la Creación.

Y si bien se trata meramente de los más sutiles indicios de las referidas vivencias –indicios estos que cual hálito penetran la vaporosa materia etérea–, los mismos bastan para despertar y llamar la atención de la sensible voluntad en el germen espiritual, el cual quiere entonces «gulusmear» esta o aquella vibración e ir tras ella, o –para expresarlo de otra manera– quiere dejarse llevar por ella, lo que es lo mismo que dejarse atraer por ella. Y ahí está la primera decisión de ese germen espiritual de múltiples aptitudes, el cual, en dependencia de su elección, se verá atraído acá o acullá. Con ello, se anudan ya los primeros hilos de consistencia sutilísima del tejido que más tarde habrá de convertirse en el tapiz de vida del germen espiritual en cuestión.

A partir de ahí, empero, este germen en rápido desarrollo puede aprovechar todo momento para darse a las diferentes vibraciones que constantemente y de distintas maneras se cruzan en su camino. Tan pronto hace esto, o sea, tan pronto lo desea, cambia así su dirección y va tras la especie por la que acaba de optar, o, dicho de otra forma, se deja llevar por ella.

Como quien se sirve de un timón, a dicho germen le es posible, por medio de su deseo, cambiar el curso en las corrientes tan pronto la corriente de turno deje de ser de su agrado. De ese modo, se le hace posible «degustar» aquí y allá.

Con esta catadura, dicho germen madura cada vez más y va obteniendo gradualmente facultad de distinción y, por último, discernimiento, hasta que, ganando cada vez más en conciencia y seguridad de sí mismo, acaba siguiendo una dirección más definida. Esas vibraciones elegidas por él, y que está dispuesto a seguir, no dejan de tener un profundo efecto en él. Es algo completamente lógico y natural que las referidas vibraciones, en las que este germen espiritual, con su libre voluntad, nada –por así decirlo–, lo influencien de manera correspondiente a través del efecto recíproco.

Lo que es el germen espiritual, empero, lleva únicamente aptitudes nobles y puras en su ser. Ese es el tesoro que debe «usurear» en la Creación. De darse el germen a vibraciones nobles, éstas, a traves del efecto recíproco, habrán de despertar las facultades latentes en aquél, habrán de estimularlas, fortalecerlas y alimentarlas, de manera que con el tiempo éstas arrojen abundantes intereses y propaguen en la Creación grandes bendiciones. Un germen que crezca de semejante forma deviene así en un buen administrador.

En cambio, si se decide predominantemente por vibraciones innobles, éstas pueden, con el tiempo, influenciarlo tan fuertemente que especies de la misma naturaleza de las vibraciones se adhieren a él y envuelven las puras aptitudes propias, asfixiándolas como la mala yerba e impidiéndoles un verdadero crecimiento y florecimiento. Estas últimas tienen, en un final, que ser consideradas como «sepultadas», con lo cual el individuo en cuestión deviene en un mal administrador del tesoro que le ha sido confiado.

De modo que un germen espiritual no puede ser impuro por naturaleza, dado que proviene de lo puro y sólo lleva pureza en su ser. Ahora, lo que sí puede pasar es que, por voluntad propia, este germen, tras haberse hundido en la materia, ensucie su envoltura igualmente material con el «degustar» de vibraciones impuras, o sea, con tentaciones, y que, en caso de proliferar lo impuro a tal grado que tape lo puro, llegue así a hacer parte de la cubierta exterior de su alma estas impurezas, con lo cual obtiene atributos impuros, en contraposición a las facultades heredadas del espíritu que traía en su ser. El alma no es más que la envoltura vaporosa más etérea del espíritu, y únicamente existe en la Creación material. Tras un eventual regreso a la esfera sustancial puramente espiritual, la cual se encuentra en un plano más elevado, la envoltura que es el alma es retirada y sólo queda el espíritu, el cual, de otro modo, en absoluto podría traspasar la frontera de la Creación material y entrar a la esfera espiritual. Desde luego que entonces este regreso, este retorno suyo, tiene lugar de manera más viva y más consciente, mientras que la chispa que había partido de ahí en un inicio no era así.

Toda deuda y todo karma son de naturaleza exclusivamente material; solo se dan dentro de la Creación material y en ninguna otra parte. No pueden pasar a ser parte del espíritu, sino solo adherirse a él. Es por eso por lo que es posible un lavado de toda culpa.

Este conocimiento no echa nada por tierra; al contrario, no hace sino corroborar todo lo que la religión y la iglesia dicen figurativamente. Sobre todo, nos vamos dando cada vez más cuenta de la gran verdad que Cristo le trajo a la humanidad.

También es lógico que un espíritu que en la materia se lastre con impurezas no pueda regresar a lo espiritual con semejante fardo, y que se vea obligado a permanecer en la esfera material hasta que se haya despojado de esa carga, hasta que se haya podido liberar de ella. Como es natural, deberá mientras tanto permanecer en esa región en la que el peso de su carga le obliga a morar, para lo cual esa impureza de mayor o menor grado es determinante. En caso de que no consiga liberarse de este fardo y arrojarlo antes del Día del Juicio, entonces, pese a la pureza del germen espiritual –pureza esta que no ha perdido en ningún momento, pero que, producto de la excesiva proliferación de lo impuro, no ha podido desarrollar sus propias facultades–, no podrá elevarse a las alturas. Lo impuro lo retendrá con su peso y lo arrastrará a la desintegración de todo lo material17.

Cuanto más consciente se vuelva un germen espiritual en su desarrollo, más adquirirá su envoltura exterior la forma que se corresponde con su particularidad interior; o bien inclinándose a lo noble o a lo innoble, o sea, bella o fea.

Todo cambio de dirección que haga forma un nudo en los hilos que arrastra tras de sí y que, en caso de darse muchos descaminos y muchas idas y venidas en gran cantidad de ellos, pueden hacerse una red en la que el espíritu en cuestión acaba enredado, con lo cual, o se hunde con dicha red, al no poder escapar de su agarre, o se tiene que soltar de ella violentamente. Las vibraciones a las que se ha dado en su gulusmeo y su degustación durante su recorrido permanecen ligadas a él y se prolongan tras él cual hilos, enviándole así efluvio de su especie de una manera constante. En caso de que mantuviera la misma dirección por largo tiempo, entonces les sería posible tanto a los hilos que se encuentran bien atrás como a los más cercanos actuar con intensidad no disminuida. Ahora, si cambia el curso, entonces, producto del cruce que tiene lugar, las vibraciones que se encuentran más atrás ejercerán una influencia cada vez más débil, ya que primero están obligadas a pasar por un nudo que actúa como un obstáculo para ellas, pues el nudo en cuestión proporciona, ya de por sí, una ligazón y una fusión con la nueva dirección. Con su naturaleza diferente, esta nueva dirección tiene un efecto disgregador y desintegrador sobre la dirección que hasta ese momento se había seguido, a menos que pertenezca a una de las primeras categorías similares; y así sucesivamente. A medida que el germen va creciendo, los hilos van haciéndose más gruesos y más fuertes y conforman ese karma cuya repercusión puede acabar ganando tanto poder que al espíritu se le adhiere una que otra «pasión» que finalmente es capaz de influenciar su libre resolución y de darle a ésta una dirección que puede ser estimada por adelantado. En tal caso, el libre albedrío está enturbiado y ya no puede actuar como tal.

De modo que el libre albedrío existe desde el comienzo mismo; sólo que muchas voluntades se ven lastradas de tal forma que son influenciadas en ese extremo grado descrito anteriormente, o sea que ya no pueden ser voluntades libres.

El germen espiritual que se desarrolla cada vez más de esa forma se ve obligado así a acercarse más y más a la Tierra, ya que de Ésta es de donde provienen las vibraciones más intensas y él las sigue con cada vez mayor conocimiento de causa, o, mejor dicho, se deja «atraer» por ellas, a fin de poder degustar cada vez mejor las especies por las que ha optado de conformidad con su inclinación. El germen espiritual quiere pasar de gulusmear a «probar» de verdad y a «saborear».

Las vibraciones procedentes de la Tierra son así de intensas porque hay un elemento extra que entra en juego aquí: se trata de la fuerza sexual físico-corporal18.

Ésta tiene el cometido y la facultad de «enardecer» toda la intuición espiritual. Es por medio de ello que el espíritu viene a obtener la debida conexión con la Creación material y, por ende, es sólo entonces que le resulta posible a aquél desempeñarse ahí con la plenitud de sus fuerzas. Entonces ya abarca todo lo que es necesario para hacerse valer plenamente en la materia, para en toda situación que se le presente ahí poder obrar con firmeza y eficacia y de manera tal que acabe imponiéndose y para estar armado y tener protección contra todo.

De ahí las formidables ondas de fuerza que dimanan de las vivencias que tienen lugar a través de los hombres en la Tierra. Desde luego que su alcance se limita a la Creación material, pero, dentro de Ésta, sus vibraciones llegan hasta las más sutiles estribaciones.

Una persona en la Tierra que sea avanzada y noble espiritualmente y que, por consiguiente, se acerque a sus semejantes con excelso amor espiritual habría de seguirles siendo ajena a éstos y no podría lograr un acercamiento interior a ellos tan pronto su fuerza sexual fuera eliminada. Con ello, faltaría un puente para el entendimiento y el sentir intuitivo del alma, y, por ende, existiría un abismo.

Ahora, en el momento en que este puro amor espiritual establece esa conexión pura con la fuerza sexual y es enardecido por ésta, su efluvio en la materia recibe una vida completamente diferente: se hace más real terrenalmente y puede así actuar de manera más plena y entendible sobre los hombres terrenales y sobre toda la materia. Es sólo entonces que dicho amor es asimilado e intuido por la materia y puede traer a la Creación la bendición que el espíritu del hombre ha de traer.

Hay algo poderoso en esta conexión. Y ese es el verdadero cometido, o, al menos, el cometido principal de ese instinto natural inconmensurable y que tan enigmático resulta para muchos, a fin de permitirle a lo espiritual desarrollarse en la materia hasta alcanzar su plena facultad de actuación. Sin ello, lo espiritual resultaría un elemento demasiado ajeno en la materia como para poder ejercer la debida influencia. La finalidad de procrear viene en un segundo plano. Lo primordial es la pujanza que se da en el hombre producto de dicha conexión. Con ello, el espíritu humano obtiene asimismo su plena fuerza, su calidez y vitalidad; con este suceso, el espíritu deviene en espíritu acabado, por así decirlo. Es por eso por lo que en ese momento viene a iniciarse también su plena responsabilidad personal.

En este importante punto de inflexión, empero, la sabia justicia de Dios le da al hombre al mismo tiempo no sólo la posibilidad, sino incluso el estímulo natural a arrojar de sí sin dificultad todo karma con el que ha estado lastrando su libre albedrío. De ese modo, al hombre le es posible volver a liberar enteramente a su voluntad, a fin de, irguiéndose en la Creación con conocimiento de causa y plenos poderes, devenir en un hijo de Dios, obrar como tal y, con la ayuda de un sentir intuitivo puro y sublime, elevarse a las alturas, adonde entonces se sentirá atraído una vez que haya abandonado el cuerpo físico-material.

Cuando el hombre no hace esto, la culpa es suya; ya que, con la entrada de la fuerza sexual, bulle en él, primero que nada, una tremenda pujanza que impele hacia arriba, hacia lo ideal, hacia lo bello y lo puro. Esto siempre se puede observar con claridad en los jóvenes no corrompidos de ambos sexos. De ahí esa ilusión de los años mozos que, por desgracia, es muchas veces vista por los adultos solo con burla, y que no se ha de confundir con lo que se ve en los años de la infancia. De ahí también esa melancolía inexplicable que tiende a darse con facilidad en estos años, así como la seriedad de ánimo propia de este período. Los momentos en los que un joven o una moza dan la impresión de llevar en sus espaldas el sufrimiento del mundo entero y en los que los atisbos de una gran seriedad se les hacen patentes no son infundados. También esa sensación de no ser entendidos que a menudo se da en ellos encierra en realidad mucha verdad. Es la comprensión temporal de la errónea disposición de las personas que les rodean, que no pueden ni quieren entender el sagrado arranque de un puro vuelo a las alturas y que no están contentas hasta que este sentir de naturaleza fuertemente admonitoria que brota en el alma en maduración es degradado a un plano más entendible para ellas, un plano «más real» y más objetivo, un plano que consideran mejor ajustado a la humanidad y que, con esa tendenciosa mentalidad intelectual suya, toman por lo único normal.

No obstante, hay numerosos materialistas empedernidos que, a manera de seria admonición, han sentido lo mismo en ese período de su existencia y que incluso, de vez en vez, hablan del primer amor de los años dorados de la juventud con un ligero asomo de cierta sensibilidad y hasta con una melancolía que, de manera inconsciente, expresa dolor por algo perdido que no se puede definir con mayor precisión. ¡Y en eso tienen razón! Han sido despojados de lo más precioso, o ellos mismos lo han tirado despreocupadamente cuando, en la monótona rutina diaria, o llevados por las burlas de supuestos «amigos» y «amigas» o por malos ejemplos y lecturas, sepultaron temerosos este tesoro cuyo brillo, pese a ello, volvía a prorrumpir una que otra vez en su posterior existencia y hacía así latir su corazón insatisfecho un poco más rápido, trayendo estremecimientos inexplicables de una enigmática tristeza y nostalgia.

Y si bien estas intuiciones son siempre reprimidas de inmediato y se convierten en blanco de la burla mordaz de los mismos que las experimentan, las mismas dan, no obstante, fe de la existencia de este tesoro, y afortunadamente son pocos los que pueden asegurar no haber tenido jamás semejantes sentimientos intuitivos. Esos, empero, no son más que dignos de lástima, pues jamás han vivido.

Pero hasta los más envilecidos, o digamos dignos de lástima, sienten intuitivamente un anhelo cuando tienen la oportunidad de conocer a alguna persona que hace uso de la referida pujanza con la actitud debida, o lo que es lo mismo, que se ha vuelto pura por razón de ello y que, estando todavía en la Tierra, ya se encuentra en un plano elevado interiormente. Ahora, el primer resultado de tal anhelo en semejantes personas es, en la mayoría de los casos, la involuntaria comprensión de su propia vileza y de lo que han desaprovechado, lo cual da paso a un odio que es capaz de intensificarse al punto de convertirse en una furia ciega. No raras veces se da el caso de que una persona llamativamente avanzada desde el punto de vista espiritual atrae el odio de las masas sin en realidad haber dado una razón aparente para ello. Semejantes masas no saben entonces más que gritar: «¡Crucificadlo! ¡Crucificadlo!». De ahí la gran cantidad de mártires que se pueden encontrar en los anales de la historia de la humanidad.

La causante es el dolor feroz de ver en otros algo que ellos han perdido. Un dolor que ellos solo perciben como odio. En el caso de hombres con mayor calidez interior y que solo por causa de malos ejemplos se han visto retenidos o han sido lanzados en la inmundicia, el encuentro con una persona interiormente avanzada suscita el anhelo por eso que ellos no han alcanzado, a menudo acompañado de un amor y una veneración sin límites. Adonde quiera que semejante persona vaya, siempre dará lugar a posturas bien definidas: los que están a su favor y los que están en su contra; una postura indiferente en tal caso no logra mantenerse por mucho tiempo.

El enigmático encanto irradiado por una moza o un joven no corrompidos no es otra cosa que el puro impulso de la naciente fuerza sexual unida a la fuerza espiritual, impulso este que impele hacia lo alto, hacia lo más noble, y que, debido a la intensidad de sus vibraciones, es percibido por el entorno de dichos jóvenes. El Creador ha tenido el cuidado y la prudencia de asegurarse de que ello no venga a caer sino en una edad de la persona en la que ésta puede estar plenamente consciente de su volición y sus acciones. Ese es el momento entonces en que, en unión con la fuerza plena de la que ahora dispone en su interior, la persona en cuestión puede, y debe, arrojar con facilidad todo lo que arrastra de su pasado. Incluso ello se desprendería por sí solo si dicha persona mantuviera la buena voluntad, a lo cual se siente incitada ininterrumpidamente en este período. En tal caso, le sería posible, como su sentir intuitivo indica muy acertadamente, elevarse con facilidad a ese plano en el que, como ser humano que es, tiene su lugar. ¡Fijaos en la actitud soñadora de la juventud no corrompida! No es otra cosa que la intuición del referido impulso, el deseo de desprenderse de toda inmundicia, el ferviente anhelo de un ideal. La impelente inquietud, empero, es la señal de no perder tiempo, sino, por el contrario, arrojar el karma enérgicamente y entregarse a la ascensión del espíritu.

De ahí que la Tierra sea de gran importancia para los hombres y constituya el gran punto de inflexión para estos.

Es algo maravilloso morar en esta fuerza concentrada y obrar en ella y por medio de ella; ¡siempre y cuando la dirección que el hombre haya escogido sea buena! Ahora, no hay nada más deplorable que emplear estas fuerzas unilateralmente en el torbellino de las pasiones sexuales, paralizando así al espíritu y acaparando una gran parte de ese impulso que aquél necesita con urgencia para ascender.

Y, aun así, el hombre, en la gran mayoría de los casos, desperdicia este período de transición tan precioso e, influenciado por ese entorno suyo que «sabe más», se deja llevar por malos caminos que lo retienen y que, por desgracia, no pocas veces lo conducen incluso a las profundidades. De ese modo, no le es posible arrojar las turbadoras vibraciones que se adhieren a él y que, contrario a lo que se busca, no hacen sino recibir un renovado flujo de fuerzas y van envolviendo cada vez más su libre albedrío, hasta que le resulta imposible reconocerlo.

Esto es lo que sucede en la primera encarnación en la Tierra. En ulteriores encarnaciones que se hacen necesarias, el hombre trae consigo un karma mucho más fuerte. Aun así, la posibilidad de arrojarlo se da, de todas maneras, en cada una de dichas encarnaciones, y no hay karma que pueda ser más fuerte que el espíritu del hombre en la plenitud de sus fuerzas tan pronto como éste, a través de la fuerza sexual, obtiene la ininterrumpida conexión con la materia, a la que, a fin de cuentas, pertenece el karma también.

Ahora, en caso de que el hombre haya cometido la negligencia de no usar este momento para eliminar su karma y recuperar así su libre albedrío y se haya enredado aún más, quizás hasta hundiéndose tremendamente, se le ofrece, así y todo, otro poderoso aliado más para la lucha contra el karma y para la ascensión. Se trata del mayor vencedor que hay, el cual es capaz de superarlo todo. La sabiduría del Creador quiso que los momentos mencionados no fueran los únicos en los que el hombre pudiera encontrar la posibilidad de una ayuda rápida y en los que le fuera posible descubrirse a sí mismo y su verdadera valía e incluso recibiera un impulso extraordinariamente fuerte a tal efecto, con el fin de llamarle la atención sobre ello.

Este poder mágico que toda persona tiene a su disposición durante toda su existencia terrenal, siempre presto a brindarle ayuda, y que, sin embargo, dimana también de la misma conexión de la fuerza sexual con la fuerza espiritual y puede traer la repulsión del karma, es el amor. No el amor lascivo del plano físico-material, sino ese amor puro y excelso que no conoce ni desea otra cosa que el bienestar del ser amado y que jamás piensa en sí mismo. Ese amor también es parte de la Creación material y no exige ni renuncia ni penitencia, sino que únicamente quiere lo mejor para el otro, teme por él, sufre con él y también comparte sus alegrías.

Este amor tiene como base un sentir similar a las intuiciones anhelantes de un ideal de la juventud no corrompida cuando en ésta despierta la fuerza sexual, pero a la persona responsable, o sea, a la persona madura, la incita vivamente a emplear al máximo todas sus habilidades, llegando al heroísmo, de manera que la capacidad creadora y de lucha es llevada a su máxima potencia. Aquí la edad no representa una barrera. En el momento en que una persona le dé espacio al amor puro, ya se trate del amor de un hombre por una mujer o viceversa, o del amor por un amigo, o por una amiga, o por los padres, o por el hijo, da igual, siempre y cuando sea puro, habrá de traer como primera dádiva la posibilidad de arrojar todo karma –el cual entonces cierra su ciclo con una mera acción «simbólica»19– y de que florezca el albedrío libre y consciente, el cual sólo puede estar orientado hacia lo alto. Como consecuencia natural, comienza entonces la ascensión, comienza la redención de las indignas cadenas que retienen a la persona en cuestión.

Con el despertar del amor puro, lo primero que se siente en la intuición es el no ser digno de la persona amada. Haciendo uso de otras palabras, uno puede describir este proceso como el despertar de la modestia y la humildad, o sea, la obtención de dos grandes virtudes. A ello se le une entonces el deseo de extender la mano sobre el otro para protegerlo y para que de ninguna parte le sobrevenga mal alguno, sino que, por el contrario, su camino lo lleve por lugares soleados y floridos. El «querer llevar a alguien en las manos de uno» no es ninguna expresión vacía, sino que califica muy acertadamente ese naciente sentir intuitivo. En ello, empero, hay también una renuncia de la personalidad propia y una gran voluntad de servir que puede ser suficiente para, en corto tiempo, arrojar todo el karma, siempre y cuando dicha voluntad perviva y no dé paso al instinto puramente sexual. Y, cuando hay este amor puro, surge, por último, el ferviente deseo de poder hacer algo verdaderamente grande y noble por el ser amado, de no ofenderlo ni lastimarlo con algún gesto, algún pensamiento, alguna palabra y, mucho menos, con alguna acción desagradable. La más sutil consideración cobra vida.

Ahí entonces lo importante es mantener esos puros sentimientos intuitivos y ponerlos por delante de todo lo demás. Y en tal caso nadie deseará ni hará nada malo. Simplemente, no le es posible; al contrario, en ello tiene la mejor protección, la más grande fuerza y el más bienintencionado consejero y auxiliador.

Por eso es por lo que Cristo, una y otra vez, hace referencia a la omnipotencia del amor. Sólo éste lo puede todo y todo lo supera. Pero sólo siempre que no se trate del mero amor lascivo, el cual trae consigo el celo y vicios similares.

Con ello, el Creador, en Su sabiduría, ha lanzado un salvavidas en la Creación con el que todo ser humano se topa más de una vez en la vida terrenal, para que se agarre de él y se impulse hacia las alturas.

Esta ayuda está al alcance de todos y no hace distinción alguna; ni de edad, ni de sexo; ni entre ricos y pobres; ni entre gente de abolengo y personas de origen humilde. De ahí que el amor sea también el mayor regalo de Dios. Aquel que eche mano de él, tendrá garantizada la salvación de cualquier crisis y de cualquier condición inferior que haya hecho suya. Cualquiera que sea su situación, al final logrará liberarse y tendrá en ello la vía más rápida y más fácil de recuperar ese albedrío libre e inalterado que lo conduce a las alturas.

Y así haya caído tan bajo que tenga que desesperar, el amor es capaz de, a una velocidad vertiginosa, catapultarlo hacia la Luz, hacia Dios, Que es el amor en persona. En el momento en que, por causa de algún que otro impulso, en una persona despierte el amor puro, ésta obtiene la más directa conexión con Dios, la Fuente Primordial del amor, y, con ello, la más fuerte ayuda. Ahora, si un hombre lo tuviera todo y no tuviera el amor, no sería más que un metal sonoro o un cascabel tintineante, o sea, desprovisto de calor, de vida... nada.

Ahora, si él halla el verdadero amor por su prójimo, amor este que sólo aspira a traerle luz y alegría al ser amado y a no degradarlo con deseos descabellados, sino, al contrario, encumbrarlo protectoramente, entonces le estará sirviendo sin darse cuenta de que en realidad le sirve, puesto que con ello deviene más en un dador y donante desinteresado. ¡Y este servir lo libera!

Muchos se dirán ahora: «Pero si eso mismo es lo que yo hago, o, al menos, trato de hacer. Con tal de que mi mujer y mi familia tengan una vida terrenal cómoda y de darles todos los gustos, hago todo lo que está a mi alcance y me esfuerzo por conseguir tantos fondos como sea posible para que puedan darse el lujo de llevar una vida acomodada y placentera y no tengan preocupaciones.». Habrá miles que, ufanos, se darán golpes en el pecho y, sintiéndose ensalzados, se tomarán a sí mismos por quién sabe cuán buenos. ¡Y se equivocan, pues! ¡Ese no es el amor viviente, el cual no es tan tendenciosamente terrenal, sino que, al mismo tiempo, insta mucho más fuertemente a lo que es más excelso, más noble, a lo ideal! Es cierto que nadie puede olvidarse de las necesidades terrenales impunemente, o sea, que nadie puede olvidarse de ellas sin verse afectado por semejante descuido; dichas necesidades no deben ser pasadas por alto; pero tampoco deben convertirse en el foco de los pensamientos y las acciones. Y por encima de todo esto flota, grande y poderoso, ese deseo tan enigmático para tantos de poder verdaderamente ser eso por lo que la persona que nos ama nos toma. ¡Y ese deseo es el camino correcto, el cual siempre conducirá exclusivamente a las alturas!

El amor puro y verdadero no necesita ser explicado con más detalles todavía. Todo el mundo siente perfectamente cómo es. Sólo que la gente trata a menudo de engañarse a sí misma, cuando se dan cuenta de sus errores en este sentido y perciben con claridad cuán lejos están aún de amar de forma pura y verdadera. Pero lo que tienen que hacer ahí es espabilarse y no ponerse a vacilar, lo cual los lleva finalmente al fracaso; puesto que sin el verdadero amor ya no hay libre albedrío para ellos.

¡¿Cuántas oportunidades de espabilarse y remontarse a las alturas no se les ofrece a los hombres sin que éstos las aprovechen?! En el caso de la mayoría, por tanto, sus lamentos y su búsqueda no son genuinos. En el momento en que tienen que poner de su parte, así sea tan solo cambiando un poco sus costumbres y su manera de ver las cosas, ya ahí no quieren en absoluto. En la gran mayoría de los casos, lo que hay es falacia y autoengaño. Es Dios quien tiene que venir adonde ellos y llevárselos a las alturas, sin que ellos necesiten renunciar a alguna comodidad que les es cara o a su autoendiosamiento. Mientras no tengan que hacer esto, consienten a ello y se dejan llevar, no sin esperar que Dios les dé las gracias por ello.

¡A esos zánganos dejadlos, dejadlos que sigan camino de la perdición! No merecen que nadie se esfuerce por ellos. Con sus quejas y sus ruegos, esos siempre dejarán pasar de largo las oportunidades que una y otra vez se les ofrezcan. Y en caso de que alguno de ellos, por una vez, eche mano de alguna de esas oportunidades, lo más seguro es que la despojaría de su más precioso adorno, la pureza y la abnegación, para entonces rebajar este valiosísimo bien al fango de las pasiones.

Los buscadores y las personas poseedoras de saber deben animarse de una vez a evitar ese tipo de gente. No deben pensar que están haciendo un trabajo grato a Dios al andar todo el tiempo llevando Su palabra y Su santa voluntad de un lado a otro a un precio tan barato y ofreciéndola mediante la enseñanza a otros, de manera que casi da la impresión de que el Creador, a través de Sus creyentes, tiene que ir rogando por ahí a fin de aumentar el círculo de Sus adeptos. Constituye un mancillamiento cuando la Palabra les es ofrecida a esos, quienes La agarran con manos sucias. No se debe olvidar las palabras que dicen: «No lancéis perlas a los cerdos.».

Y en semejantes casos no es más que eso; un innecesario desperdicio de tiempo, el cual ya no puede desaprovecharse a tal grado sin que ello, retroactivamente, acabe resultando dañino. A los únicos que se debe ayudar es a los que buscan.

Ese desasosiego que despierta en muchas personas por doquier, ese investigar y esa búsqueda del paradero del libre albedrío están completamente justificados y son una señal de que el momento para ello hace mucho que ha llegado. Y todo esto se ve reforzado por la inconsciente sospecha de que algún día puede llegar el momento en que ya sea demasiado tarde. Ello es lo que hoy día mantiene la búsqueda siempre viva. Sin embargo, en la mayoría de los casos es en vano. La mayor parte de los hombres del presente ya no son capaces de activar el libre albedrío, ya que se han enredado en sumo grado.

Lo han expendido y vendido... a cambio de nada.

Y ahora no pueden venir haciendo a Dios responsable de ello, como una y otra vez se trata de hacer, de las más múltiples maneras, y recurriendo a todas las explicaciones posibles, todo con el fin de convencerse a sí mismos de la no validez de la idea de una responsabilidad personal que les aguarda; antes bien, lo que deben hacer es culparse a sí mismos. Y así semejante inculpación estuviera permeada de la más acre amargura y del más terrible dolor, no podría, aun así, ser lo suficientemente vehemente como para tan siquiera en alguna medida ofrecer un contrapeso por el valor del bien perdido, un bien que ha sido desatinadamente reprimido o disipado.

Pero, pese a todo esto, el hombre puede llegar a encontrar el camino de la recuperación de este libre albedrío, siempre que ponga seriedad y empeño en ello. Desde luego que sólo si lo desea desde lo hondo de su ser; sólo si dicho deseo está de verdad vivo en él y nunca desmaya. Tiene que desearlo con la mayor ansia imaginable. Y si se viera obligado a dedicar a ello su vida entera, no podría reportarle más que provecho; puesto que la recuperación del libre albedrío es más que crítica y necesaria para el hombre. En lugar de «recuperación» podríamos decir también «desenterramiento» o «lavado». En sí es exactamente lo mismo.

Pero mientras el hombre se limite a pensar y a cavilar sobre ello, no conseguirá nada. En tal caso, por mucho esfuerzo que ponga y mucha perseverancia que tenga, habrá de fracasar, ya que con pensar y cavilar jamás logrará ir más allá de la barrera de tiempo y espacio, o sea, jamás llegará al lugar donde está la solución. Y dado que hoy día el pensar y cavilar es visto como la vía fundamental de toda investigación, no hay perspectivas entonces de que se pueda esperar un avance en otra cosa que no sea en cuestiones puramente terrenales. A menos que el hombre cambie en este sentido radicalmente.

¡Aprovechad el tiempo de la vida terrenal! ¡Tened presente el gran punto de inflexión, el cual siempre trae consigo la plena responsabilidad!

Por esta razón, el niño es espiritualmente inmaduro aún, ya que, en su caso, la conexión que, a través de la fuerza sexual, une a lo espiritual y lo material todavía no se ha establecido. No es hasta el momento de la entrada de dicha fuerza sexual que sus sentimientos intuitivos alcanzan la intensidad que les permite atravesar la Creación ejerciendo un efecto revolucionario, transformador y trascendental, con lo cual el individuo en cuestión asume automáticamente la total y plena responsabilidad. Antes de eso, el efecto recíproco no es tan fuerte, ya que la facultad intuitiva tiene un efecto mucho más débil. Es por eso por lo que, en la primera encarnación en la Tierra20, el karma no puede ser tan fuerte, sino que, a lo sumo, tendrá algo de peso en el nacimiento e influirá en la naturaleza de las circunstancias en que el individuo nace, a fin de que éstas ayuden al espíritu en cuestión, durante su vida terrenal, a que redima su karma reconociendo los atributos que posee. Los puntos de atracción de las especies afines desempeñan, en tal caso, un papel importante. Pero todo esto sólo en un sentido débil. El karma verdaderamente poderoso y decisivo viene a movilizarse en el momento en que la fuerza sexual en el hombre se une con su fuerza espiritual, con lo cual no sólo alcanza su pleno valor en el plano material, sino que es capaz de, en todos los sentidos, ir mucho más allá de las fronteras de este si el individuo en cuestión asume la posición que le corresponde.

Hasta ese momento, a la oscuridad, al mal, tampoco le es posible acercarse al hombre directamente. Un niño está protegido de ello por el abismo que hay entre él y lo material. Es como si hubiera una separación; falta el puente que los ha de unir.

Así, a muchos oyentes se les hará ahora más fácil de entender por qué los niños disfrutan de una protección contra lo malo mucho mayor, algo que de hecho es proverbial. Como es lógico, empero, por ese mismo camino formado por la naciente fuerza sexual, y por el que el hombre puede transitar en plenitud de facultades y listo para la batalla, también le es posible a todo lo demás llegar hasta el individuo en cuestión si éste no es lo bastante cuidadoso. Ahora, esto en modo alguno podrá suceder hasta que él posea la necesaria capacidad defensiva. No hay momento en que se dé alguna disparidad que pueda servir de excusa.

Con ello, la responsabilidad de los padres adquiere proporciones gigantescas. ¡Ay de aquellos que priven a sus hijos de la posibilidad de eliminar el karma y de ascender al hacerlos blanco de burlas inapropiadas o al criarlos mal, o al llegar al punto de darles malos ejemplos, entre los que se cuenta todo tipo de arribismo en los más diversos ámbitos! Las sugestiones de la vida terrenal ya de por sí tientan a esto y aquello. Y como a las personas que están en la etapa del desarrollo no se les aclara el poderío del que disponen, éstas no usan sus fuerzas en absoluto o lo hacen muy poco, o, si no, las disipan de la manera más irresponsable, cuando no llegan al punto de darles un uso perjudicial o que está mal.

Es así como, cuando hay ignorancia, este inexorable karma hace su entrada cada vez con más fuerza y, enviando delante sus irradiaciones a este o aquel, a través de alguna que otra pasión, ejerce una influencia sobre el individuo en cuestión y limita así el libre albedrío propiamente dicho a la hora de tomar decisiones, de manera que éste acaba prisionero. Ello ha traído consigo que la mayoría de la humanidad hoy día ya no pueda servirse de un libre albedrío. Han acabado atados, encadenados y esclavizados, por culpa de ellos mismos. ¡Cuán pueriles e indignos se muestran los hombres cuando tratan de rechazar la idea de una responsabilidad incondicional y prefieren acusar al Creador de injusticia en este sentido! ¡Cuán ridícula suena la premisa de que no disponen de libre albedrío, sino que son llevados, empujados, desbastados y amoldados sin que les sea posible resistirse en lo más mínimo!

Si tan solo por una vez quisieran darse cuenta de qué papel más deplorable juegan al actuar así. Y si, más que nada, quisieran de una vez mirarse a sí mismos de manera verdaderamente crítica en lo tocante al poderío que se les ha otorgado, a fin de reconocer de qué manera tan absurda desperdician dicho poderío en nimiedades e inconstancias vanas y cómo para ello le otorgan a fruslerías una importancia deleznable y se sienten grandes en cuestiones en las que en realidad no pueden menos que dar una impresión de suma insignificancia cuando se tiene en cuenta su verdadero destino como hombres que son en la Creación. El ser humano de hoy día es como un hombre al que se le ha dado un reino y que prefiere perder el tiempo con los más simples juguetes.

Es perfectamente lógico y de esperar que las poderosas fuerzas que se le ha dado al hombre tengan que hacerlo añicos si éste no sabe cómo encauzarlas.

Hace ya mucho que viene siendo hora del despertar final. El hombre debería aprovechar al máximo el tiempo y la gracia que se le concede con cada vida terrenal. Ni se imagina cuán perentoriamente necesario es esto. En el momento en que vuelva a poner en libertad esa voluntad que actualmente se encuentra prisionera, se verá servido por todo aquello que hoy día da muchas veces la impresión de estar en su contra. Incluso las irradiaciones de las estrellas, tan temidas por muchos, están ahí únicamente para servirle y ayudarlo, independientemente de cuál sea su naturaleza.

Y todo el mundo es capaz de lograrlo, por muy pesado que sea el karma que se adhiera a él y así las irradiaciones de las estrellas aparenten ser predominantemente desfavorables. Todo ello tiene un efecto desfavorable sólo en el caso de una voluntad prisionera. Pero incluso en un caso así, dicho efecto desfavorable es sólo aparente; puesto que, en realidad, ello es por su bien cuando él ya no sabe cómo abrirse salida: ello lo obliga a defenderse, a despertar y a espabilarse.

Ahora, el temor a las irradiaciones estelares está fuera de lugar, ya que todos, pero absolutamente todos los fenómenos acompañantes que éstas traen consigo no son otra cosa que los hilos del karma que el individuo en cuestión arrastra tras de sí. Las irradiaciones estelares no hacen sino formar los canales a través de los cuales es atraído el karma actual que una persona lleva consigo, y ello en la medida en que la naturaleza de dicho karma se compagine con las irradiaciones de turno. O sea que si las irradiaciones estelares son desfavorables, por estos canales va a pasar única y exclusivamente ese karma desfavorable de la persona que se corresponda exactamente con la naturaleza de dichas irradiaciones. Lo mismo cuando las irradiaciones son favorables. Al ser estas irradiaciones encauzadas de esa manera más concentrada, las mismas pueden incidir sobre el hombre de forma más palpable. Ahora, en caso de que no quede pendiente ningún karma malo, las irradiaciones estelares desfavorables tampoco podrán tener un efecto malo. Lo uno resulta inseparable de lo otro. Aquí también se puede ver, una vez más, el gran amor del Creador. Las estrellas controlan o dirigen los efectos del karma. Por consiguiente, el karma malo no puede ejercer sus efectos de manera ininterrumpida, sino que está obligado a permitirle a la persona períodos de respiro de cuando en cuando; pues las estrellas irradian con alternación y el karma pernicioso no puede ejercer sus efectos en los momentos en que las irradiaciones son favorables. Ahí está obligado a interrumpir su acción y a aguardar a que las irradiaciones desfavorables empiecen a pasar de nuevo; así que a aquél no le es tan fácil oprimir del todo a la persona en cuestión. En caso de que además del karma flotante de naturaleza perniciosa de la persona no haya también un karma bueno que pueda entrar en acción cuando estén pasando las irradiaciones estelares favorables, por lo menos se consigue que, a través de dichas irradiaciones favorables, el sufrimiento se vea interrumpido durante los períodos de estas irradiaciones de naturaleza propicia.

Es así como también aquí una rueda del acontecer engrana con la otra. Una arrastra a la otra consigo a la vez que la controla, a fin de que no se den irregularidades. Y así sucesivamente, como si se tratara de un engranaje. Por todas partes, los dientes de las ruedas encajan unos con otros con exactitud y precisión, haciendo que todo continúe su avance, llevándolo hacia adelante, en busca del desarrollo.

En medio de todo esto, empero, se encuentra el hombre, dotado del inconmensurable poder de, a través de su voluntad, fijar la dirección de este colosal rodaje. Mas esto sólo para sí mismo. Y dicho rodaje puede llevarlo a las alturas o a las profundidades. La manera en que el mecanismo esté ajustado es lo único determinante para el desenlace que se habrá de obtener.

Mas el rodaje de la Creación no está hecho de material rígido, sino que todo está constituido de formas y seres vivos en constante colaboración, los cuales causan una impresión tanto mayor. Toda esa maravillosa actividad, empero, sirve meramente para ayudar al hombre, para servirle, siempre y cuando éste no interponga a manera de obstáculo el poder que le ha sido otorgado, al disiparlo puerilmente y darle un mal uso. El hombre está obligado a acabar de asumir otra postura en el todo, a fin de convertirse en lo que debe ser. «Obedecer», en realidad, no significa otra cosa que «entender». Servir es ayudar. Ayudar, empero, significa gobernar. Todo el mundo puede, en poco tiempo, liberar su voluntad, para que ésta sea como debe ser. Y con ello, todo se invertirá a su favor, dado que primero él ha invertido su postura interior.

Pero para miles, para cientos de miles, para millones, de hecho, acabará haciéndose demasiado tarde, debido a que no desean otra cosa. Es más que natural que la fuerza malencauzada destruya esa maquinaria que, de lo contrario, le hubiera servido para realizar un trabajo pletórico de bendiciones.

Y cuando entonces el acontecer haga su irrupción, todos esos morosos repentinamente se acordarán de rezar de nuevo, mas ya no hallarán la forma correcta de hacerlo, que es la única que les puede traer ayuda. Cuando se den cuenta de que no lo consiguen, entonces, en su desesperación, pasarán a maldecir y a afirmar acusadoramente que no puede haber un Dios cuando Éste permite una cosa así. No querrán creer en una justicia férrea, como tampoco en que se les había dado el poder de cambiarlo todo a tiempo; y que ello también les fue dicho sobradas veces.

Para sí mismos, en cambio, piden terca y puerilmente un Dios a su gusto, un Dios que lo perdone todo. Sólo así quieren reconocer Su grandeza. ¿Cómo creen ellos entonces que ese Dios debería comportarse con aquellos que siempre han buscado con seriedad y que, precisamente por causa de esa búsqueda, han sido perseguidos, zaheridos y pisoteados por esos que ahora esperan perdón?

Necios que son... tontos que, en esa ceguera y sordera generada por su voluntad una y otra vez, corren camino de la perdición y que, de hecho, crean esta perdición ellos mismos. Que queden a merced de las tinieblas, a las que se inclinan con esa creencia suya de saberlo todo mejor. Viviendo las cosas en carne propia es como único pueden llegar a entrar en razones. Por eso las tinieblas van a ser su mejor escuela. Pero llega el día y la hora en que también por esta vía se hace demasiado tarde, debido a que el tiempo ya no alcanza para liberarse de las tinieblas y ascender a las alturas una vez que, a través de las vivencias, se haya alcanzado finalmente la comprensión. Por esa razón, ya es hora de acabar de ocuparse seriamente con la Verdad.

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