En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


20. El Último Juicio

¡El Universo! Cuando el hombre hace uso de estas palabras, las dice, a menudo, sin pensar, sin formarse una idea de cómo en realidad es este Universo del que habla. Ahora, muchos que, al usar estas palabras, tratan de imaginarse algo concreto ven en espíritu innumerables cuerpos celestes de la más variada constitución y tamaño que, agrupados en sistemas solares, siguen su órbita en el cosmos. Tales personas están conscientes de que mientras más ganen en precisión y alcance los instrumentos, más astros nuevos se podrán ver. El hombre promedio se conforma entonces con la palabra «infinito», con lo cual planta en su interior el error de una falsa concepción.

El Universo no es infinito. Es la Creación, o sea, la obra del Creador. Esta obra, como cualquier otra, es cosa aparte de su creador y, como tal, finita.

Personas supuestamente avanzadas se enorgullecen a menudo de su luz de que Dios se encuentra en toda la Creación, en cada flor, en cada roca, y de que esas fuerzas naturales de índole impelente son Dios, o sea, todo lo inescrutable que se hace palpable, pero que en realidad no se puede captar. Una fuerza de constante operar, la fuente de fuerza de perenne autorenovación, la luz primordial insustancial. Dichas personas se creen tremendamente adelantadas con su convencimiento de encontrar a Dios en todas partes, de hallarlo por doquier en esa fuerza que lo permea todo y que trabaja de forma constante por la continuación de un desarrollo con miras a la perfección.

Mas esto es correcto sólo en cierto sentido. Lo que encontramos en toda la Creación es únicamente Su voluntad, y, por ende, Su espíritu, Su fuerza. Él personalmente se encuentra muy por encima de la Creación. Como Su obra, como la expresión de Su voluntad que es, la Creación, desde su surgimiento mismo, está sujeta a las inalterables leyes del devenir y la desintegración; toda vez que lo que llamamos leyes naturales es la voluntad creadora de Dios, que, con su operar, crea y desintegra mundos constantemente. Dicha voluntad creadora es la misma en la Creación entera, a la cual pertenecen los mundos etéreo y físico-material como una sola unidad. Y esta Creación toda, como obra que es, no solo es finita como cualquier otra obra, sino también perecedera. La absoluta e inmutable uniformidad de las leyes primordiales, o, lo que es lo mismo, de la voluntad primordial, trae consigo que hasta los más insignificantes sucesos que tienen lugar en la Tierra físico-material siempre se desarrollen exactamente de la misma manera que como debe tener lugar cualquier otro suceso, incluyendo, por ende, a los más imponentes acontecimientos en toda la Creación, así como al proceso creador en sí.

Esta forma tensa de la Voluntad Primordial es llana y sencilla. Una vez que nos percatamos de Ella, La encontramos con facilidad en todo. El enredo y la incomprensibilidad de muchos sucesos se debe únicamente a los múltiples entrelazamientos de los desvíos y rodeos formados por las diversas voliciones de los hombres.

De modo que, como Creación que es, la obra de Dios, el Universo, se encuentra sujeta a las perfectas leyes divinas, que se mantienen iguales en todo, y ha surgido de estas, siendo, por ende, finita.

El artista, por ejemplo, está también en su obra, se funde en esta y, no obstante, se mantiene al margen de ella en lo que a su persona respecta. Esta obra es finita y perecedera, pero no por ello lo es también la habilidad del artista. El artista, o sea, el creador de la obra, puede destruir su trabajo –en el cual reside su volición– sin que su persona se vea afectada por ello. Él, de todos modos, seguirá siendo el artista. Nosotros reconocemos y encontramos al artista en su obra y éste se nos hace familiar sin que nos haga falta verlo personalmente: tenemos sus obras, y su volición se encuentra en ellas e incide sobre nosotros; por medio de sus obras, él nos encara y, no obstante, puede estar viviendo su vida lejos de nosotros.

Este artista creador y su obra constituyen un débil reflejo de la relación entre la Creación y su Creador.

Lo único que es eterno y sin fin, o sea, infinito, es el ciclo de la Creación, con ese constante proceso de formación, descomposición y nueva formación.

Dentro del marco de este acontecer se cumplen asimismo todas las revelaciones y promesas. Y en un final se cumplirá ahí también el «Último Juicio».

El Último Juicio, es decir, el Juicio Final, le llega a todo cuerpo celeste algún día, mas ello no ocurre de forma simultánea en toda la Creación.

Se trata de un proceso que resulta necesario en la región cósmica de turno que, en su ciclo, llegue al punto en el que se ha de iniciar su desintegración, para posteriormente poder volver a formarse otra vez, ya renovada.

Cuando hablo de este ciclo eterno, no me estoy refiriendo al curso que sigue la Tierra, así como otros astros, sino al gran ciclo, que es más colosal y que todos los sistemas solares deben seguir también, al mismo tiempo que realizan sus propios movimientos giratorios.

El punto en el que la desintegración de cada cuerpo celeste ha de iniciarse ha sido fijado con exactitud, ello también en virtud de la lógica de las leyes naturales. Se trata de un lugar bien específico en el que el proceso de desintegración ha de desarrollarse obligadamente, con independencia del estado del cuerpo celeste en cuestión, así como del de sus habitantes. Este ciclo arrastra a todo cuerpo celeste hacia dicho punto de manera indetenible, y el momento de la desintegración se cumplirá sin dilación –desintegración esta que, como en todas las cosas en la Creación, constituye en realidad tan solo un cambio que representa la oportunidad de una continuación de la evolución–. Entonces habrá llegado el momento para el hombre de decidirse «por lo uno o por lo otro». O bien es encumbrado hacia la Luz, si aspira a lo espiritual, o bien permanece atado a la materia, a la cual se engancha cuando, por convicción, declara a lo material como lo único que posee valor. En tal caso, como legítima consecuencia de su propia volición, se le hace imposible abandonar la materia a fin de elevarse, y se ve entonces arrastrado con ésta en el último tramo del camino que conduce a la desintegración. Y ello sería la muerte espiritual, que equivale a ser borrado del Libro de la Vida. Este proceso, en sí completamente natural, es denominado también la condenación eterna, dado que ese individuo que se ve arrastrado con todo lo demás hacia la desintegración «ha de dejar de existir»: su ser es pulverizado y mezclado con la simiente primordial, impregnando a ésta de fuerzas espirituales tras la desintegración. Nunca más podrá volverse «personal» de nuevo; se trata de lo más terrible que le puede acontecer al hombre. Se le considera una «piedra descartada», que no puede ser utilizada en la edificación espiritual y que, por tanto, debe ser triturada.

Esta separación del espíritu de la materia que tiene lugar a raíz de procesos y leyes completamente naturales constituye el llamado «Último Juicio», el cual va ligado a grandes cataclismos y cambios.

Esta desintegración no se produce en un día –lo cual seguramente le resulta fácil de entender a todo el mundo–, ya que en los sucesos cósmicos mil años son como un día.

Mas ya nos encontramos en pleno comienzo de esa época. La Tierra llega ahora al punto en el que se desvía del curso que ha venido siguiendo hasta ahora, lo cual habrá de hacerse bien palpable en lo físico-material también. Y entonces comienza de manera más marcada la separación entre todos los hombres, separación esta que ya se ha preparado en los últimos tiempos, pero que hasta ahora sólo se ha manifestado en «opiniones y convicciones».

Por eso todo momento de una existencia terrenal es precioso, ahora más que nunca. Aquel que busque con seriedad y quiera aprender, que ponga todo su esfuerzo en separarse de los pensamientos de baja condición, los cuales por fuerza han de atarlo a lo terrenal. De lo contrario, corre el peligro de quedar enganchado a la materia y ser arrastrado con ésta hacia la desintegración total. En cambio, los que aspiran a la Luz se van desprendiendo poco a poco de la materia y acaban siendo encumbrados hacia la patria de lo espiritual.

Entonces se habrá consumado con carácter definitivo la separación entre la Luz y la oscuridad, y el Juicio se habrá cumplido.

Con ello no perece «el Universo», o sea, la Creación en su conjunto, sino que los cuerpos celestes vienen a ser arrastrados al proceso de desintegración sólo en el momento en que su ciclo llegue al punto donde ha de comenzar dicha desintegración y, con ello, también la separación que ha de precederle. El inicio de esto en lo que a la Tierra respecta ya está en marcha, y pronto los acontecimientos habrán de sucederse en galopante rodar.

Esta consumación tiene lugar como consecuencia del natural operar de las leyes divinas, las cuales reposan en la Creación desde los tempranos inicios de Ésta, han dado origen a Ella y llevan de manera imperturbable la voluntad del Creador tanto en el presente como en el futuro. Se trata de un proceso constante de creación, siembra, maduración, cosecha y desintegración que constituye un ciclo eterno, para, por medio del cambio de la ligazón y la renovación de fuerzas que ello trae, volver a adquirir nuevas formas, las cuales corren al encuentro de un nuevo ciclo.

A fin de formarse una idea de este ciclo de la Creación, uno puede imaginarse un gigantesco embudo o un enorme agujero de naturaleza etérea, del cual mana en torrente ininterrumpido simiente primordial de naturaleza igualmente etérea, que, moviéndose en círculos, va en busca de nuevas ligazones y de evolución. Exactamente tal como la ciencia ya conoce y ha registrado. A través de la fricción y la unión, se forman densas nebulosas que se vuelven físico-materiales; y de éstas se forman, a su vez, cuerpos celestes, que, obedeciendo a leyes inmutables y siguiendo una lógica constante, se agrupan en sistemas solares y, girando sobre sí mismos, han de seguir el gran ciclo ya formando parte de su sistema solar. Y este gran ciclo es el ciclo eterno. Así como en los sucesos perceptibles al ojo humano la simiente va seguida de la evolución, la formación, la maduración y la cosecha, o la descomposición, lo cual trae consigo una transformación por medio de una desintegración con miras al desarrollo ulterior –cosa que sucede tanto con las plantas como con los animales y el cuerpo humano–, exactamente de la misma manera ocurre también en el gran acontecer cósmico. Esos cuerpos celestes perceptibles a los sentidos físico-materiales, los cuales llevan un entorno mucho mayor y de una materia más sutil, o sea, un entorno que no le es perceptible al ojo humano, están sujetos al mismo acontecer en su rotación eterna, dado que en ellos están activas las mismas leyes.

Ni siquiera el más fanático de los escépticos puede negar la existencia de la simiente primordial y, sin embargo, ésta no puede ser vista por ningún ojo terrenal, puesto que está constituida por otra materia: la materia del «más allá». Podemos llamarla materia etérea sin temor a incurrir en un error.

Tampoco es difícil de comprender que, por ley natural, el mundo que primero se forma de ahí es igualmente etéreo y no es reconocible con los ojos terrenales. Solo entonces se forma más tarde, como continuación de lo sucedido hasta ese momento, la precipitación de carácter más basto, que, proveniente del mundo etéreo, depende de éste, y, poco a poco, toma forma el mundo físico-material con sus cuerpos igualmente físico-materiales. Y sólo esto, desde sus más minúsculos inicios, puede ser observado con los ojos terrenales y todos los demás medios físico-materiales de los que uno pueda servirse al efecto. Ya hablemos de moléculas, electrones u otras cosas, siempre se tratará de las más bastas precipitaciones del mundo etéreo, el cual desde mucho antes ya tenía sus formas acabadas y su vida.

Lo mismo sucede con la envoltura de esa esencia espiritual que hace al hombre lo que es, envoltura esta de la cual hablará más adelante. En su peregrinación a través de los diferentes mundos, su túnica, su manto, su corteza, su cuerpo o su instrumento, da igual como uno quiere llamar a la envoltura, debe ser siempre de la misma sustancia que el entorno de turno en el que él hace su entrada, a fin de que pueda servirse de ella como protección y como medio necesario, si es que quiere tener la posibilidad de ejercer su actividad en dicho entorno de manera directa y efectiva. Ahora bien, dado que el mundo físico-material tiene su origen en el mundo etéreo y depende de éste, ello trae consigo que todo lo que suceda en el segundo repercutirá en el primero.

Este gran entorno etéreo, que ha sido creado a partir de la simiente espiritual, participa también en el ciclo eterno y, en un final, acaba siendo succionado por la parte posterior de ese colosal embudo del que ya he hecho mención, y donde se produce la desintegración, para ser entonces expulsado por el otro lado como simiente espiritual que se habrá de incorporar a un nuevo ciclo. Si se piensa en la actividad del corazón y de la circulación sanguínea, dicho embudo puede verse como el corazón de la Creación. El proceso de desintegración alcanza, pues, a toda la Creación, incluyendo a la parte etérea, ya que todo se disuelve y vuelve al estado de simiente primordial a fin de regenerarse. En ninguna parte de este proceso puede encontrarse arbitrariedad alguna, sino que todo se desarrolla a partir de la lógica elemental de las leyes primordiales, las cuales no permiten otra vía. De ahí que en un determinado punto del gran ciclo llegue para todo lo creado, tanto lo etéreo como lo físico material, el momento en que en su seno se prepara automáticamente el proceso de desintegración, el cual sobreviene finalmente.

Ahora bien, este mundo etéreo es el lugar de tránsito de aquellos que han abandonado la Tierra, es el llamado más allá, y se encuentra estrechamente ligado al mundo físico-material, del cual forma parte y con el cual constituye un todo indisoluble. En el momento en que abandona este mundo, el hombre, conjuntamente con su cuerpo etéreo –el cual ha llevado junto con el cuerpo físico–, hace su entrada en el entorno igualmente etéreo del mundo físico-material, a la vez que deja atrás, en dicho mundo físico-material, su cuerpo físico. Este mundo etéreo, el más allá, que es parte de la Creación, se encuentra sujeto a las mismas leyes de constante evolución y de desintegración. Ahora bien, con el comienzo de la desintegración tiene lugar asimismo una separación de lo espiritual de la materia, cosa que también acaece por vías perfectamente naturales. Según el estado espiritual del hombre tanto en el mundo físico-material como en el etéreo, la esencia espiritual del hombre como tal, el verdadero «yo», o bien habrá de moverse hacia las alturas, o habrá de quedar atado a la materia. La seria sed de Verdad y de Luz y el cambio ligado a ello hace a toda persona más pura y, por ende, más luminosa, de manera que semejante circunstancia, por ley natural, habrá de irla desprendiendo poco a poco de la densa materia y, de conformidad con su pureza y su ligereza, habrá de llevarla a las alturas. En cambio, aquel que sólo cree en la materia se mantiene a sí mismo atado a ésta a través de su convicción y permanece encadenado a ella, con lo cual se hace imposible el encumbrarlo a las alturas. Por medio de la decisión propia de cada cual, se produce entonces una separación entre los que aspiran a la Luz y los que están ligados a la oscuridad, de conformidad con las leyes naturales existentes de gravedad espiritual.

Dicha separación es el Último Juicio.

Con ello queda claro que también para la posibilidad de evolución que existe por medio del proceso de purificación en el llamado más allá para aquellos que han abandonado la Tierra llega algún día un verdadero fin. Se trata de una última decisión. Los seres humanos en ambos mundos, o bien se encuentran lo suficientemente ennoblecidos como para ser encumbrados a las regiones de la Luz, o permanecen atados por voluntad propia, como consecuencia de su baja condición, y acaban así siendo lanzados a las profundidades, a la «condenación eterna», lo que quiere decir que, conjuntamente con la materia, de la cual no consiguen separarse, son arrastrados a la desintegración, experimentan directamente en sí mismos esta desintegración dolorosamente y dejan de existir como personas. Ya pulverizados, son esparcidos como paja en el viento y, de ese modo, borrados del dorado Libro de la Vida.

De modo que este llamado Último Juicio o, lo que es lo mismo, el Juicio Final, es igualmente un proceso que se consuma de manera completamente natural, como resultado del operar de las leyes que sostienen la Creación, de tal suerte que no podría acontecer de ningún otro modo. También aquí el hombre recibe en todo momento sólo los frutos de aquello que él mismo ha deseado, o sea, de aquello que él ha causado a través de su convicción.

El saber de que todo lo que tiene lugar en la Creación es el resultado de un operar que sigue la más estricta lógica, de que los hilos conductores de los destinos de los hombres han sido invariablemente proporcionados por ellos mismos, a través de sus deseos y su volición, de que el Creador no se mantiene pendiente a fin de intervenir para castigar o recompensar, este saber no empequeñece la grandeza del Creador, sino que sólo puede dar motivo a imaginárselo más sublime todavía. La grandeza está en la perfección de Su obra, y dicha perfección obliga a una reverente devoción, toda vez que tanto el más formidable acontecer como el más insignificante suceso han de encerrar, sin distinción, el más grande amor y la más incorruptible justicia. Grande es también el hombre, al que se le ha dado esa posición en la Creación, como dueño de su propio destino. Gracias a su voluntad, le es posible elevarse a las alturas desde donde se encuentra, desde la obra, contribuyendo de paso a un mayor desarrollo de ésta, o también puede arrastrar la obra a las profundidades y quedar enredado en ella, de manera que ya no se libera más y marcha con ella hacia la desintegración, ya sea en el mundo físico-material o en el etéreo. Por eso liberaos de todas las ataduras de la baja sensación, ¡puesto que ya es hora! Ya se acerca el momento en que se vence el plazo otorgado al efecto. ¡Despertad en vosotros el deseo por lo puro, lo honesto, lo noble! –

Muy por encima del eterno ciclo de la Creación, flota en el medio, cual corona, una «isla azul»: los Campos Elíseos, la patria de los espíritus purificados, a los que ya les es dado morar en las regiones de la Luz. Esta isla se encuentra separada del Universo. Por lo tanto, no participa en el ciclo tampoco, sino que, pese a la gran altura que la separa de la Creación en rotación, constituye el sostén y el foco de las fuerzas espirituales que provienen de las alturas. Se trata de la ínsula en cuya cumbre se encuentra la tan celebrada ciudad de las calles de oro, la Jerusalén celestial. Ahí ya no hay nada sujeto al cambio, ni tampoco ningún juicio final que temer. Aquellos que ahí moran están en su «patria». Y ya al final, en lo más alto de esta isla azul, se levanta, inaccesible a los pasos de los no llamados... el Castillo del Grial, tan mentado en los poemas.

Rodeado de fábulas y objeto del anhelo de un sinfín de almas, se alza allí Éste, en la luz de la más grande gloria, y alberga el santo receptáculo, el símbolo del puro amor del Todopoderoso: ¡el Grial!

Como guardianes han sido nombrados los más puros espíritus, aquellos que se encuentran más cerca del Trono del Altísimo. Estos son los portadores del amor divino en su más pura forma, amor este que es considerablemente diferente a como los hombres en la Tierra se lo imaginan, pese a que lo viven diariamente y a toda hora. Este castillo constituye la puerta que da a las gradas del Trono del Altísimo. A nadie le es posible llegar al Trono sin antes haber atravesado el Castillo del Grial. Estricta es la guardia montada ante las puertas de oro, intransigente, implacable, a fin de que la pureza del Grial sea preservada, con lo cual le es posible a Éste verter la bendición sobre todos los que buscan.

Por medio de revelaciones, las noticias sobre el Castillo siguieron los muchos escalones de un largo camino descendente por el que, partiendo de la isla azul y atravesando el mundo etéreo, llegaron finalmente a los hombres de la Tierra físico-material, a través de unos cuantos poetas en profunda inspiración. En esta transmisión de escalón en escalón en línea descendente, lo verdadero sufrió diferentes tergiversaciones, de manera que la última reproducción no podía ser sino un reflejo que había sido enturbiado reiteradas veces y que había de dar motivo a muchos errores.

Si, producto del sufrimiento causado por grandes apuros, se eleva, de alguna parte de la gran Creación, una ferviente súplica al Creador, se envía entonces un siervo del receptáculo a fin de que, en calidad de portador de este amor, intervenga en la crisis prestando su ayuda. En tal caso, lo que hasta ese momento ha flotado en la obra del Creador como una fábula y una leyenda nada más, hace entonces su entrada en la Creación como algo vivo. Semejantes misiones, empero, no se dan con frecuencia. Y siempre que lo hacen, viene acompañadas de transformaciones radicales y de grandes cataclismos. Por lo general, se suceden con intervalos de miles de años. Estos enviados les traen luz y verdad a los desorientados y paz a los desesperados, a la vez que, con su mensaje, les extienden la mano a todos los que buscan y reúnen a todos los creyentes, a fin de ofrecerles nuevo aliento y fuerza y de conducirlos fuera de la oscuridad en la que se encuentran y camino de la Luz.

Sólo vienen por aquellos que anhelan la ayuda de la Luz, y no por los burlones y los que se creen justos. Que la próxima venida de un enviado de este tipo sea, para todos los que buscan, una señal para, a como dé lugar, poner todo empeño en hacer lo bueno, lo noble; puesto que semejante venida constituye un recordatorio del ineludible juicio que, en calidad de Juicio Final, habrá de llegar algún día. Bienaventurado sea aquel que entonces ya no quede atado a la materia producto de una mentalidad estrecha, a fin de poder ser encumbrado hacia la Luz.

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