En la Luz de la Verdad

Mensaje del Grial de Abdrushin


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Contenido


6. El destino

Los hombres hablan de destino merecido e inmerecido, de recompensa y castigo, de retribución y karma1.

Todas esas no son más que semidesignaciones de una ley que yace en la Creación: ¡la ley del efecto recíproco!

Una ley que está presente en la Creación entera desde Sus tempranos inicios y que fue entretejida indisociablemente en el gran e interminable devenir, como parte necesaria del crear en sí y de la evolución. Cual inmenso sistema de las más sutiles prolongaciones nerviosas, mantiene y anima el gigantesco universo, y fomenta un movimiento constante, un eterno dar y recibir.

De manera simple y llana, pero muy acertada, lo ha dicho ya Cristo Jesús: «¡Lo que el hombre siembre, eso habrá de recoger!».

Esas pocas palabras ilustran la actividad y la vida en la Creación entera de manera tan espléndida que difícilmente pueda ser expresado de otra forma. El sentido de las mismas está férreamente entretejido en todo cuanto existe. Se halla presente inmutable, inviolable e incorruptiblemente en todos los efectos que se producen de continuo.

¡Vosotros podéis verlo si queréis ver! Comenzad por la observación del medio que actualmente os es visible. Lo que vosotros llamáis leyes naturales son, a fin de cuentas, las leyes divinas, son la voluntad del Creador. Enseguida os daréis cuenta de con qué imperturbabilidad las mismas trabajan sin parar; pues si sembráis trigo, no segaréis centeno, y si plantáis centeno, no podréis cosechar arroz. A todo ser humano esto le resulta tan obvio que no se pone en absoluto a reflexionar sobre el hecho en sí. Por consiguiente, no se percata de la gran e inflexible ley que en ello radica. Y sin embargo, ahí tiene la solución de un enigma que para él no tiene por qué serlo.

Pues bien, esa misma ley que podéis observar en este caso opera con igual constancia e intensidad también en esas cosas en extremo sutiles que solo alcanzáis a detectar con lentes de aumento y, aún más allá, en toda la parte etérea de la Creación, la cual es, con mucho, la más vasta. En todo acontecer se encuentra presente de manera inalterable, incluso en la más sutil gestación de vuestros pensamientos, los cuales, al fin y al cabo, todavía tienen cierta materialidad, pues, de lo contrario, no serían capaces de producir efecto alguno.

¿Cómo podíais creer que iba a ser distinto justo allí donde vosotros deseabais que lo fuera? Vuestras dudas, en realidad, no son otra cosa que la expresión de vuestros íntimos deseos.

En todo lo que existe, tanto en lo que os resulta visible como en lo que no podéis ver, acontece siempre que cada especie da lugar a una especie homóloga, no importa de qué sustancia se trate. Igual de constante es el proceso de crecimiento y desarrollo, la fructificación, y la generación de especies afines. Este acontecer se extiende uniformemente a través de todo, no hace distinción alguna, no deja brechas ni se detiene ante parte alguna de la Creación, sino que lleva los efectos de un lado a otro como por un hilo irrompible, sin discontinuidad o interrupción. Ahora porque la mayoría de los hombres, en su estrechez de miras y su engreimiento, corten su contacto con el universo, las leyes divinas o leyes naturales no van a dejar de considerarlos parte de él; su operar continúa igual de imperturbable y regular.

Mas la ley del efecto recíproco presupone también que el hombre ha de recoger lo que siembre, o sea, siempre que sea causante de un efecto o reacción.

El hombre tiene únicamente la libertad de resolución, la libertad de decidir, al comienzo de cada cuestión, hacia dónde se ha de encaminar la fuerza universal que recorre su ser, en qué dirección. Las consecuencias que entonces deriven de la actividad que la fuerza lleve a cabo en la dirección impuesta le tocan a él asumirlas. Así y todo, muchos se empeñan en afirmar que el hombre no puede tener libre albedrío si está sujeto a un destino.

Es de presumir que con esa necedad solo persiguen aturdirse, o que la misma no es más que una rencorosa aceptación de lo inevitable, un acto de resignación a regañadientes, pero sobre todo una autoexcusa; pues todas y cada una de esas consecuencias que revierten sobre él han tenido un principio, y dicho principio, origen de esas consecuencias posteriores, tuvo como causa una libre resolución tomada de antemano por el hombre. Esta libre resolución precedió en algún momento a todo efecto retroactivo, o sea, a todo destino. Con cada acto volitivo inicial, el hombre ha creado, ha generado algo, en cuyo seno, más tarde o más temprano, él mismo tendrá que vivir. Mas el momento determinado en que esto ocurre varía mucho. Puede que sea en la misma existencia terrenal en que el referido acto volitivo inicial dio origen a ello, pero igualmente puede ocurrir en el mundo etéreo, tras el abandono del cuerpo físico, o también más tarde, durante una nueva existencia terrenal en el plano físico-material. Estas transformaciones no cambian nada en la cuestión; no libran al individuo de los efectos correspondientes. Éste siempre arrastra consigo los hilos conectores, hasta que sea redimido, es decir, hasta que sea «liberado» por el efecto final que habrá de sobrevenir como consecuencia de la ley del efecto recíproco.

¡Quien crea una forma queda atado a su propia obra, así la haya destinado a otra persona!

De modo que, si ahora una persona toma la determinación de hacerle daño a otra, ya sea de pensamiento, palabra, u obra, con ello «está poniendo algo en el Universo», da igual si es comúnmente visible o no, o sea, si es físico-material o etéreo; ese algo encierra de suyo fuerza y, por ende, vida, la cual procede a desarrollarse y a trabajar en la dirección impuesta.

Ahora bien, en qué grado ello repercutirá sobre aquel a quien estaba destinado dependerá de la condición del alma de esa persona, pudiendo ocasionarle daños grandes o pequeños, muy distintos, tal vez, de lo deseado, siendo posible también que no sufra daño alguno; puesto que, como ya se ha dicho, el estado del alma de la persona en cuestión es lo único que decide en su caso. De modo que nadie queda expuesto a estas cosas sin protección alguna.

No así con aquel que, con su decisión y su volición, ha sido el causante de este movimiento, o sea, ha sido su artífice. Su creación permanece en todo caso ligada a él y, tras un peregrinaje más o menos largo por el Universo, regresa a él reforzada por la atracción de especies afines, cargada como una abeja tras haber libado. Aquí, la entrada en vigor de la ley del efecto recíproco está en el hecho de que toda creación, durante su desplazamiento por el Universo, atrae diversas especies afines o resulta atraída por ellas, y por medio de esta unión, surge una fuente de energía que, a semejanza de una central, envía energía reforzada de carácter homogéneo a todos aquellos que, mediante sus creaciones, se encuentran conectados como por cordeles a este lugar de congregación de especies afines.

Este reforzamiento también trae consigo una condensación cada vez mayor, hasta que de la misma termina formándose una precipitación físico-material, dentro de la cual el artífice se verá obligado a vivir, experimentando en sí mismo todo cuanto, en determinada ocasión, deseó a los demás, quedando libre de ello una vez que haya apurado las energías vitales de la referida precipitación. Tal es el origen y el desarrollo del tan temido y mal entendido destino. Este es justo hasta en sus gradaciones más ínfimas y sutiles, pues, como quiera que la atracción se ejerce solo entre especies afines, las irradiaciones retroactivas jamás podrán traer otra cosa que no sea lo que verdaderamente se deseó en primer término. El si era para alguien en particular, o se trataba de un estado volitivo general, carece de importancia; pues, como es natural, el proceso es el mismo también cuando el hombre no necesariamente dirige su volición a otro individuo o a varias personas, sino que vive generalmente en algún tipo de volición.

La naturaleza de los actos volitivos por los que él opte determinará los frutos que tendrá que recoger al final. Así, innumerables hilos etéreos cuelgan del hombre, o él de ellos, y todos estos hilos permiten que sobre él revierta todo lo que en determinado momento deseó. Y estas corrientes constituyen un brebaje que condiciona constantemente la formación del carácter.

De modo que en la gigantesca maquinaria del Universo existen muchas cosas que inciden en la «suerte» del hombre, mas no hay nada a lo que él mismo no haya dado motivo primero.

El hombre proporciona los hilos con que, en el incansable telar de la existencia, se confecciona el manto que habrá de llevar.

Cristo expresó lo mismo de manera clara y certera cuando dijo: «Lo que el hombre siembre, eso habrá de recoger». Él no dijo «puede» recoger, sino «habrá» de recoger. Eso es lo mismo que decir: tendrá que recoger lo sembrado.

Cuántas veces no se le oye decir a personas por lo regular bien sensatas: «¡Me resulta incomprensible que Dios permita cosa semejante!»

¡Mas lo que sí es incomprensible es que haya gente capaz de hablar así! ¡Qué idea tan mezquina tienen de Dios, a juzgar por sus palabras! Con ello demuestran que se Lo imaginan como un «Dios que actúa arbitrariamente».

En cambio, Dios en absoluto interviene directamente en todas esas pequeñas y grandes preocupaciones humanas, tales como guerras, miseria y demás cuestiones terrenales. Desde un principio, Él ha tejido en la Creación Sus perfectas leyes, las cuales llevan a cabo su incorruptible labor de forma autoactiva, de suerte que todo se cumple con precisión milimétrica y se desarrolla siempre de la misma forma, por lo que el favoritismo queda tan descartado como la discriminación, siendo imposible cualquier injusticia. O sea que Dios no necesita ocuparse particularmente de nada de eso: Su obra es perfecta.

Un error capital de muchísimos hombres, empero, es que juzgan solo por lo físico-material, y lo hacen tomándose a sí mismos como el punto central, al igual que cuentan con una vida terrenal, cuando en realidad ya tienen varias vidas terrenales en su haber. Tanto éstas como los intervalos en el mundo etéreo han de considerarse como una sola existencia, a través de la cual pasan los hilos a todo tensar, sin discontinuidad ni ruptura, de modo que en las repercusiones que se producen a lo largo de una existencia terrenal determinada no puede apreciarse más que una pequeña parte de estos hilos. Por lo tanto, es un grave error creer que con el nacimiento comienza una vida completamente nueva, o sea, que todo recién nacido es «inocente»2 y que en la brevedad de una vida terrenal se puede dar cuenta de todo lo acaecido. Si eso fuera verdad, entonces, por lógica, y dada la justicia existente, las causas, las consecuencias y los efectos retroactivos tendrían que concentrarse todos en el lapso de una vida terrenal.

Apartaos de esa falsa concepción, y enseguida descubriréis en todo acontecer la lógica y la justicia que tan a menudo se echan en falta hoy día.

Muchos se asustan al hacerlo, y sienten pánico de lo que les ha de esperar, según estas leyes, en el efecto retroactivo proveniente de tiempos atrás.

Mas esas son preocupaciones innecesarias para quien le ponga empeño a la práctica de la buena voluntad; pues en las autoactivas leyes yace, al mismo tiempo, la garantía segura de la gracia y el perdón.

Aparte de que con la firme puesta en práctica de la buena voluntad se fija enseguida el punto en que la cadena de perniciosos efectos retroactivos tendrá que alcanzar un fin, también entra en vigor otro proceso que es de tremendo valor: por razón de la persistente buena voluntad en todo pensar y obrar, afluyen, también con efecto retroactivo, refuerzos constantes provenientes de la fuente de energía homogénea, de modo que lo bueno se afianza en el hombre cada vez más, trasciende de su persona y pasa a moldear conforme a ello su entorno etéreo, el cual lo rodea como una envoltura protectora, de manera similar a como la capa atmosférica le ofrece protección a la Tierra.

Si ahora retornan a este individuo efectos retroactivos malignos provenientes de antaño, a fin de ser redimidos, estos resbalan sobre la pureza de su entorno o envoltura, y son así desviados de él.

Pero si, pese a ello, las corrientes malignas consiguieran penetrar dicha envoltura, se desintegrarían inmediatamente o, si no, se debilitarían sobremanera, con lo que el efecto dañino quedaría anulado por completo o reducido en gran medida.

Además, producto del cambio ocurrido, el ser interior de esa persona con quien las irradiaciones retroactivas están acompasadas se ha vuelto mucho más sutil y liviano, a causa del constante afán de practicar la buena voluntad, de modo que ya no se compagina con la mayor densidad de las corrientes malignas o de inferior condición; parecido a lo que sucede con la telegrafía inalámbrica cuando el aparato receptor no está ajustado a la intensidad de onda del transmisor.

La lógica consecuencia de ello es que estas corrientes de mayor densidad, al ser de diferente naturaleza, no pueden encontrar un asidero y pasan sin causar efectos perniciosos.

¡Así que poned manos a la obra de inmediato! El Creador ha puesto a vuestra disposición todo en la Creación. ¡Aprovechad el tiempo! ¡Cada instante encierra para vosotros la ganancia o la ruina!

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